C.S. Lewis (Belfast 1898 – Oxford, 1963), profesor, historiador, medievalista, crítico literario, apologista cristiano y autor entre otras obras monumentales de Trilogía Cósmica y Las Crónicas de Narnia, fue bautizado en la Iglesia de Irlanda aunque paulatinamente deshizo vínculos con la práctica religiosa y la fe en la vida eterna; o sea, le pasó lo que a mí, más o menos, dicho sea esto sin remotísimo ánimo de compararme en nada con aquel genio literario que llegado a su plena juventud se declaraba ateo convencido.
La vida pasa, sin embargo, como fue pasando y llenándose de experiencia y reflexión para el buenazo de Lewis. Su actividad académica lo puso en contacto y condujo a sólida amistad con otro gigante de las letras anglosajonas, el inmortal J.R.R. Tolkien. Y sus inquietudes filosóficas y políticas le llevaron a hacerse también muy amigo de G.K. Chesterton —nada menos—. Como quiera que Tolkien y Chesterton eran católicos fervientes, y como los dos estimaban a Lewis, entre ambos decidieron convencerle de su error en la descreencia divina. Fueron meses, tal vez años de hondos debates filosóficos y morales. Imagino aquellos encuentros de la tríada más inteligente y luminosa que el siglo XX dio a Inglaterra; aunque a lo mejor las conversaciones y tiras y aflojas fueron de dos en dos, qué más da. El entusiasmo católico de Tolkien seguramente emanaría desde su poética concepción de la historia y la existencia humana, Lewis reclamaría espacio y vigencia para el racionalismo minucioso de los ateos, y Chesterton, qué duda cabe, utilizaría la carga profunda y demoledora de su pensamiento, un cuerpo teórico tan grande y robusto como el cuerpo físico que transportaba a su privilegiado espíritu. Al final, C.S. Lewis no tuvo más remedio que rendirse ante los argumentos de sus amigos y decidió, de corazón, volver al redil. Aunque, ay, se convirtió a la Iglesia de Inglaterra, algo que en aquellos tiempos, en aquellos entornos culturales y según respecto a qué gente, era casi peor que el ateísmo militante, sobre todo si el converso disfrutaba de ascendencia irlandesa, país donde la fe católica era —es— un signo de identidad tan poderoso como la tortilla de patatas en España. Imagino el disgusto de Tolkien, muy sentido en estos asuntos, y la sorna doméstica con que Chesterton se tomaría aquella salida de pata de banca por parte de Lewis. Seguro, muy seguro que en el discreto ámbito hogareño, allá en su querido Beaconsfield, dedicó unos cuantos comentarios sarcásticos a la decisión antipapista de Lewis, posiblemente ingeniados por comparativa entre la solidez teológica vaticana y la fineza filosófica de la corona inglesa, cabeza del anglicanismo como todo el mundo sabe.
Todo lo cual viene a cuento, o no viene a cuento pero yo lo traigo porque sí, de la controversia teórico/metafísica que mantengo desde hace tiempo con mi amigo Juan Redondo, católico de nacimiento; un debate que, como siempre, se incrementa cuando llegan estas fechas de semana santa. Él me insiste en que tres referentes magistrales de la cultura europea como aquellos tres caballeros británicos no podían estar equivocados al mismo tiempo. Hablamos sobre la razonabilidad de la fe y sobre la potestad sobrehumana de lo sagrado. Yo le doy la razón en parte, porque en parte la tiene: desde cierto punto de vista, puramente civilizacional, es más razonable creer en las hadas que en la ley de la gravedad, tal como defendía Chesterton, quizás parafraseando a otro portento de la literatura inglesa, Arthur Conan Doyle, defensor durante décadas de la verdad y autenticidad de las fotografías de las hadas de Cottingley.
(Hoy tengo el día anglo y un poco sajón, qué le vamos a hacer).
Pero hablábamos de Chesterton, las hadas y Newton. Las hadas, la magia, los mitos, la ficción amable y también la apocalíptica siempre han existido en el imaginario popular y en el discurso literario, y su presencia ha actuado como agente efectivo, determinante de nuestra manera de contemplar el mundo e interpretarlo. Por tanto, la cuestión de su existencia verdadera no tiene menor importancia: el mundo ha respondido a su presencia como si en verdad existieran y ese hecho identifica a aquellos fenómenos inmateriales como sucesos ciertos.
La representación de la realidad opera en nuestra experiencia humana como la materia oscura en el universo: sabemos que está ahí pero no sabemos nada de ella, somos incapaces de detectarla, no se ve, no se puede describir pero conocemos cómo determina los campos gravitatorios. Un conocido físico, divulgador científico, nos ilustraba hace poco: «Llegas a una cabaña en medio del bosque, bajo una gran nevada; no hay electricidad ni ninguna fuente de energía en kilómetros a la redonda, sabes que hace semanas que nadie pasa por allí, hay telarañas en el marco de la puerta y en las ventanas, y en la chimenea quedan cenizas tan frías como la nieve que cae fuera. Sobre una mesa hay una taza de porcelana, vacía… y muy caliente. Alguna fuente de energía ha hecho subir la temperatura de la porcelana hasta quemar al tacto, pero no hay cercana ninguna de esas fuentes. Eso es la materia oscura, una inmensa fuente de energía gravitatoria de la que ignoramos todo». Eso son los mitos: una fuerza cuya razón nadie se explica pero cuyas consecuencias todos reconocen.
Igualmente es cierto que exactas mediciones y otros estudios científicos han demostrado la real existencia de la materia oscura —y de la energía oscura— por relación a sus efectos, que sí son cuantificables. Claro que los efectos de las hadas creadoras del universo —es un decir— también quedan a la vista. Del caos no se produce el orden. Si ustedes pasean por una isla desierta y de pronto ven la cabaña de Robinson, de inmediato piensan: «Aquí hay náufrago»; no se les ocurre pensar que un remolino de viento ha agitado los árboles, han caído palos, ramas y hojas de palmera y por mero azar han construido el refugio. Vale, podemos estar todo el día y todo el año y toda la vida aportando argumentos en cualquier sentido. Construir relatos sobre la gran conjetura del ser resulta actividad de mucho riesgo mental. Al final, después de dar muchas vueltas a la noria, lo más práctico es tomarse un valium o afiliarse a la iglesia anglicana como hizo C.S. Lewis, abrazando a Cristo y renegando del Papa de Roma, circulando por la izquierda como los ingleses y pasando el cambio de rasante un poco a ciegas, sin el faro vaticano. Como dijo un loco suicida en la carretera: «Si no viene nadie, cojonudo; y si viene, a tomar por c…».
Claro que ustedes se preguntarán a qué santo vienen estas digresiones un poco desordenadas sobre escritores británicos, física planetaria y palmeras en islas desiertas. Yo se lo digo aunque no me crean: hay que aprovechar la semana santa. Vale que estén de vacaciones, que los días litúrgicos caigan cada año un poco más en la indiferencia general, que estas fechas se hayan convertido en vacaciones de primavera, tal como se las denomina desde hace tiempo en el Reino Unido —ya les advertí que tengo el día anglófilo—, que la semana, por santa que sea, tiene diez o doce jornadas de asueto y que este tiempo es para viajar un poco o permanecer en la paz hogareña, pasear, tomar el sol quien pueda, leer un rato, comer a buena hora y hacer sana digestión. Pero también, considérenlo, puede ser época de meditar un algo, en algo que merezca la pena, y abundar en interrogaciones de las que avivan pájaras en el alma; la semana santa, tal como se va perfilando con el paso de los años, ya no es tiempo de preguntar al mundo sobre su misterio ni a la humanidad sobre sus pendencias y malestares. Es tiempo de preguntarnos a nosotros mismos sobre nosotros mismos, de creer, de no creer o de querer creer, de reparar lo sagrado porque no hay nada más sagrado que el corazón de cada uno plantado pinturero ante la conciencia; y descubrir que, en el fondo, la verdad de la vida y del universo, de lo que existe y de lo que pudo ser, es cuestión de propia estima y de fe en uno mismo. Una fe grande y animada y muy oculta donde nadie la molesta: en lo profundo de nosotros mismos. Es tiempo de tomarse las cosas con calma, tal vez de meditar.