La inmigración y los nuevos cruzados

La inmigración y los nuevos cruzados. Javier Bilbao

Alertar de que vivimos en el mundo distópico de 1984 está, admitámoslo, bastante trillado. Recordemos además que Orwell encontró la inspiración leyendo la prensa española de los años 30 —que desde entonces tampoco es que haya mejorado mucho— así que es como ir a asustar al niño de El sexto sentido hablándole del hombre del saco. «Lo que tú llamas infierno yo lo llamo hogar» podríamos decir cualquiera de nosotros con la mirada perdida en el horizonte… así que nada, necesitamos nuevos referentes.

Uno bastante querido en los últimos tiempos es la novela Sumisión, de Houellebecq, a mi juicio lejos de la brillantez de Las partículas elementales o La posibilidad de una isla, pero que suele gustar mucho porque advierte de la inminente “islamización de Europa”, preocupación que ha adquirido cierta resonancia últimamente entre los centinelas de Occidente que nos rodean. La cuestión no es del todo novedosa porque ya desde comienzos de este siglo se interpretó con notable facundia los atentados del 11 de septiembre a la luz de las teorías de la década anterior de Huntington sobre el choque de civilizaciones. «Nos odian por nuestras libertades» proclamaban los dirigentes estadounidenses, pero si uno indagaba un poco en las causas alegadas por los autores encontraba que fue más bien por su política exterior en Oriente Medio. Luego llegó el 11 de marzo, también de inspiración islámica (¿seguro?), seguido de toda una pléyade de matanzas, a menudo en suelo francés, reivindicadas por Al Qaeda y el Isis. Que es lo que sirvió de contexto a la mencionada novela, así como los conflictos culturales y la criminalidad de las banlieues.

Ahora bien, sería un tanto incongruente para alguien que reivindique el soberanismo, el patriotismo y la vigencia de los Estados nación reducir la ecuación a una cuestión de religión/civilización eliminando el componente, precisamente, nacional, para terminar situándonos en unos parámetros puramente europeístas ¿Son acaso los países de la UE intercambiables? ¿No tiene cada uno su propia historia, cuyas vicisitudes han forjado su identidad? Pretender que lo que ocurre en Francia podría pasar indistintamente en cualquier parte de Europa es desconocer qué es lo que le ha llevado a donde está. Aquello que servidor esbozó en este artículo remontándonos a su pasado colonial y a la profunda influencia que tuvo Argelia en la metrópoli durante el siglo XX, hasta culminar en la Guerra de Independencia en los años 50, que dejó cerca de medio millón de muertos y un profundo sentimiento de agravio que ha perdurado generaciones. Si en España nuestra Guerra Civil aún es tan efectiva para polarizar sociológicamente tampoco es de extrañar que otro conflicto más reciente y aún más cruento también lo haga en el país vecino.

Al fin y al cabo, cada vez que vemos celebraciones futbolísticas (que inevitablemente acaban en disturbios) o cualquier vídeo de rap francés lo que nos encontramos no es a jóvenes enarbolando el Corán, sino banderas nacionales: la marroquí, la tunecina y la argelina. Así que su identidad distintiva es una amalgama que incluye la nacionalidad, la religión, la cultura e idioma árabe, cierta conciencia de diferencia racial, las banlieues como marcadores de clase social y una subcultura mafiosa urbanita muy influida en su estética y costumbres por la de los negros estadounidenses, que en el norte de África también ha arraigado bajo la etiqueta de «Tcharmil» (Menas, los llamamos aquí) y termina exportándolos a sus vecinos del norte.

De manera que reducirlo todo a una guerra santa entre el cristianismo y el islam parece que deja fuera muchas cosas… No digamos ya si a continuación pretendemos aplicar esa plantilla a la realidad española. ¿Realmente existe una amenaza de «islamización» en España o es un problema migratorio más amplio? Asomémonos a los datos.  Según el INE en 2024 había en España 8,8 millones de inmigrantes, de los que un millón eran marroquíes, el principal origen de procedencia. A continuación, estaban en orden descendente Colombia, Venezuela, Ecuador, Argentina, Perú, Reino Unido, Cuba, Francia, Ucrania, Honduras, República Dominicana, China… Hay que bajar hasta el puesto 21 de la lista para encontrar otro país musulmán, Pakistán. Si nos fijamos en las concesiones de nacionalidad —y por tanto de aquellos que legalmente dejan de ser extranjeros— el orden es similar. ¿Con estos mimbres se va a reinstaurar el Califato de Córdoba?

Así que antes que hablar de una invasión islámica sería mucho más preciso hablar de una marroquí, y haríamos bien en tener presente el elemento nacional dadas las ambiciones territoriales de la monarquía alauí. No hay versículo alguno del Corán donde ponga que Ceuta, Melilla o Canarias deben ser marroquíes, es una cuestión nacional/geopolítica y si quienes pueblan esas regiones sienten lealtad a su Estado de origen entonces tendríamos un problema… Pero difícilmente podremos percibir estas cuestiones de (mala) vecindad entre naciones si el clivaje es de lucha de civilizaciones donde la amenaza a España estaría en Teherán y no en Rabat. Como tampoco tomaremos conciencia de los problemas que genera la inmigración masiva si solo nos preocupamos de uno de cada nueve inmigrantes.

Si se instala cada año medio millón de personas en nuestro país —tal como está pasando— eso invariablemente va a elevar el precio de la vivienda, van a saturarse los servicios públicos e infraestructuras y se reducirán los salarios al aumentar la mano de obra disponible. Esto ocurre y ocurrirá independientemente de la mayor o menor afinidad cultural, religiosa e histórica de la población inmigrante. Tampoco está de más señalar que de las 50 ciudades más violentas del mundo, 37 están en Hispanoamérica. Que no se nos vaya a pasar por alto, mientras seguimos acongojados por la islamización de Europa.

¿Qué interés puede haber, entonces, en seguir manteniendo la narrativa contra el moro de los neocruzados? Uno inmediato es servir de concesión, de señuelo, para poder seguir manteniendo el flujo migratorio que permita tirar a la baja los sueldos y al alza la vivienda. Lo contaba Espinosa de los Monteros en su libro, que aquí reseñamos : hay que atraer inmigrantes, decía, «que provengan de regiones culturales más cercanas». Demonizar a uno para facilitar la entrada de los otros ocho. No obstante, hay otro factor más profundo, quizá el fundamental, que explica la ubicuidad de ese discurso acerca de que todas las mujeres europeas en general y españolas en concreto acabarán vistiendo un burka: porque lo patrocina Israel.

Algunas derechas soberanistas/patrióticas europeas han aceptado gustosas ese apoyo (de soberanistas tienen poco, entonces) hasta el punto de que, por poner un ejemplo, Geert Wilders tiene una bandera israelí en su despacho semejante, por tamaño y ubicación, a la de su propio país —lo que debería hacer dudar a sus votantes de a quién debe lealtad última— mientras que, por su lado, el activista británico Tommy Robinson, conocido por su oposición a la inmigración musulmana (de la india sí es partidario), acude regularmente a Tel Aviv y se hace fotos con la camiseta del ejército israelí y del Mosad. Dos ejemplos entre otros. De esa manera Israel no solo obtiene un apoyo recíproco de un lado del espectro político que tradicionalmente le era reacio (Franco, por ejemplo, no lo reconocía como Estado) también capitaliza un discurso de brocha gorda enfrentando moros y cristianos, Occidente contra el islam, donde sus enemigos regionales pasarían a serlo también de los europeos porque, al fin y al cabo, todos serían musulmanes, indistintamente. Frente a una posible identificación y simpatía entre poblaciones autóctonas ante el invasor, el discurso neocruzado considera a los palestinos, iraníes o libaneses como el enemigo musulmán. Nada más. Aunque no tengan empeño alguno en emigrar a Europa y sí en seguir viviendo en la tierra de sus antepasados. Y no merecerían ninguna piedad por más que veamos imágenes de niños de Gaza hechos pedazos. En nuestra mano está desdeñar dicha retórica manipuladora que sirve a los intereses de otros, no a los que nos son propios como españoles. Esa «sumisión» tampoco la queremos.

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