- La dialéctica intraclasista
La dialéctica de clases no se interpreta como una lucha exclusivamente interclasista (de clase contra clase), porque también puede ser y de hecho es intraclasista, es decir, la lucha entre facciones de una misma clase. Así, la burguesía está en continua lucha contra aquellas facciones opuesta a los intereses de sus industrias (lo que suele llamarse «la competencia») y contra la burguesía de los demás países, lo cual nos metería de lleno en la dialéctica de Estados en el que se mueve el mercado mundial (la competencia entre los diferentes poderes federativos de las diferentes capas corticales de cada Estado, una competencia tan feroz como la que se da entre los poderes diplomáticos y no digamos entre los poderes militares si se precisa llegar a tales extremos).
Por eso, tal y como señala el propio Marx en el Dieciocho Brumario, ni la burguesía constituye una clase unidimensional u homogénea ni, a su vez, todos los participantes en la trama política forman parte de una clase. Del mismo modo puede hablarse de una dialéctica intraclasista en las filas del proletariado, siendo muy notable la competencia entre los trabajadores por conseguir un puesto de trabajo.
Ya en 1845 decía Engels: «La competencia es la expresión más completa de la guerra de todos contra todos, dominante en la moderna sociedad burguesa. Esta guerra, guerra por la vida, por la existencia, por cada cosa, por lo tanto, en caso de necesidad, una guerra de vida o muerte, no existe solamente entre las clases diversas de la sociedad, sino, además, entre los particulares individuos de estas clases cada uno estorba al otro y cada cual busca suplantar a todos aquellos que están en su camino y ocupar su lugar. Los trabajadores se hacen competencia entre sí, los burgueses hacen otro tanto. Los tejedores mecánicos compiten con los tejedores a manos; el tejedor empleado y mal pagado, contra aquel mejor pagado, a quien trata de suplantar» (Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Akal Editor, Madrid 1976, pág. 107). «Pero esta competencia entre los trabajadores es el lado más triste de su actual condición, el arma más aguda contra el proletariado, en manos de la burguesía. De ahí los esfuerzos de los trabajadores para suprimir, con las asociaciones, esta competencia; de ahí el furor de la burguesía contra estas asociaciones y su triunfo por cada derrota sufrida por ellas» (Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, págs. 107-108).
También hay que anotar la lucha entre los partidos que presuntamente representan o representaron al proletariado. Así fue el caso de las luchas entre comunistas, anarquistas y socialdemócratas, a sangre y fuego, dada la imposible unidad de las generaciones de izquierda definida. Asimismo podemos mencionar la lucha entre los propios comunistas como, por ejemplo, entre trotkistas y estalinistas; por no hablar, ya en plena dialéctica de Estados, del conflicto chino-soviético.Esta heterogeneidad de clase es lo que posibilita la existencia del Partido, aunque éste -como vemos- se enfrenta sobre el terreno a diferentes partidos pro-proletarios en la lucha por el reclutamiento de militantes y simpatizantes. «Si la clase trabajadora fuera absolutamente uniforme, podría responder en todos los momentos con absoluta energía; sus luchas podrían ser dirigidas por personas o grupos escogidos en forma rotativa; una organización permanente de dirección sería superflua e innecesaria. Es un hecho que la lucha de clases obrera es inevitable, que esta lucha necesita dirección, que esta dirección se requiere por cuanto el enemigo es astuto y poderoso y luchar con él es un problema difícil. ¿Quién debe, pues, dirigir toda la clase? ¿Cuál de sus partes? La más avanzada, la más entrenada, la más unida: el partido» (Nikolai Bujarin, Teoría del materialismo histórico, Traducción de Pablo de la Torriente Brau, Grabriel Barceló y María Teresa Poyrazián, Siglo XXI, Madrid 1974, pág. 382, corchetes míos).
11. La dialéctica entre hombres y mujeres
En 1891, tras ocho años de la muerte de Marx, Engels, en la cuarta edición de El origen de la familia, afirmó que «el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino» (Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Editorial Fundamentos, Madrid 1996, pág. 83).
En la institución de la monogamia Engels ve «una imagen en pequeño de las contradicciones y de los antagonismo en medio de los cuales se mueve la sociedad dividida en clases, desde la salida a escena de la civilización, sin poder resolverlos ni vencerlos» (Engels, El origen de la familia, pág. 86). Y más adelante dice: «El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella el proletariado» (Engels, El origen de la familia, pág. 93).
Antes de la formación de la institución de la monogamia, en la era del matrimonio sindiásmico en la que no prevalecía el control masculino rígido sobre la mujer o la descendencia, el hombre trabaja fuera de casa cazando y consiguiendo alimentos, y así era dueño en la selva; la mujer, por su parte se dedicaba a cocinar dichas alimentos y a cuidar de la casa, en la cual era dueña. Pero, con el paso del tiempo, al trabajo del hombre fuera de casa (en la selva o incluso en la guerra) se le dio mucha mayor importancia, viniendo a considerarse el trabajo de la mujer en casa un accesorio insignificante. «Esto demuestra que la emancipación de la mujer y su igualdad de condición con el hombre, son y seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluida del trabajo productivo social y confinada dentro del trabajo privado doméstico. La emancipación de la mujer no es posible sino cuando ésta puede tomar parte en vasta escala en la producción social, y el trabajo doméstico no le ocupe sino un tiempo insignificante. Y esta condición sólo ha podido realizarse en la gran industria moderna, que no solamente admite el trabajo de la mujer de vasta escala, sino que hasta lo exige formalmente, y tiende a transformar cada vez más el trabajo doméstico privado en una industria pública» (Engels, El origen de la familia, pág. 202).
El fin del derecho materno fue, a juicio de Engels, la gran derrota del sexo femenino. «El hombre se apoderó también de la dirección de la casa; la mujer fue inferiorizada, dominada, pasó a ser la esclava de su placer y un simple instrumento de reproducción. Esta situación degradada de la mujer, tal como se manifestó sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los tiempos clásicos, fue gradualmente retocada y disimulada, en ciertos lugares incluso fue revestida de formas más suaves; pero de ninguna forma fue suprimida» (Engels, El origen de la familia, pág. 66).
Este es el único texto de Engels en que establece semejante analogía, desacertada a nuestro juicio (y muy en boga en nuestros días por el feminismo administrado por el gobierno socialdemócrata podemizante-sumarizante; por no hablar de la ideología de género, que es una auténtica aberración). Dicha analogía -que, como decimos, Engels no desarrolló y ni siquiera matizó- ha sido acogida por diversos movimientos autoproclamados feministas de orientación, si no marxista o marxista-leninista, sí más bien izquierdista en el sentido de la izquierda indefinida, bien divagante, extravagante o fundamentalista, aunque también socialdemócrata; y asimismo ha sido acogida por los diferentes partidos separatistas -que en lo ideológico no se diferencian mucho de sociatas, podemitas y sumaritas- bajo el peregrino argumento de que «España es machista» (a su vez, ante las violaciones a mujeres y niñas de inmigrantes ilegales, todos estos partidos, en realidad sectas, callan como puertas).
- La guerra civil como la máxima expresión de la dialéctica de clases
Como señalaron Marx y Engels, la lucha de clases ha sido «una lucha interrumpida, en ocasiones velada, en ocasiones abierta» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, pág. 581). La dialéctica de clases, en el sentido de lucha «abierta», es una lucha por el dominio en la sociedad, esto es, por el poder y la conquista del Estado, y «educa a las masas más que nada y mejor que nada» (Vladimir Ilich Lenin, Actitud del partido obrero hacia la religión, Colección V. I. Lenin, Marx Engels Marxismo, Ediciones en Lenguas Extranjeras, http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/APR09s.html, Pekín 1980, pág. 305).
La lucha «velada» no quiere decir que todo esté tranquilo. «Ello sólo significa que la lucha de clases sigue un cauce subterráneo o que es todavía incipiente, que más tarde se convertirá en una lucha de clases en el verdadero sentido de la palabra. No olvidemos que la dialéctica lo concibe todo en el curso de su evolución, en movimiento. Aun cuando parezca que la lucha de clases no existe, ella se está desarrollando, crece» (Bujarin, Teoría del materialismo histórico, pág. 379). «Y así como en los días pasados, parecía que la revolución había muerto, pero en realidad estaba obrando silenciosamente. ¡Bien has hozado, viejo topo!» (Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Traducción de Elisa Chuliá, Alianza Editorial, Madrid 2003, pág. 158). Esto es, avanzar sin ser visto para irrumpir (lo que podríamos corresponder con un ejemplo perfecto de emergencia positiva). Esta expresión fue usada por Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía refiriéndose al progreso del Espíritu en la historia de la filosofía y, en general, en la Historia Universal: «¡Bien has trabajado, inteligente topo!» (Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre Historia de la Filosofía, Edición preparada por Elsa Cecilia Frost, Fondo de Cultura Económica, Méjico D.F. 1995, pág. 513).
La lucha abierta viene a ser la guerra civil. La dialéctica de clases lleva en sí las condiciones de posibilidad del desencadenamiento de una guerra civil, es decir, la guerra civil vendría a resolver lo que la política menuda del día a día no resuelve con la paz (la paz de los vencedores de la anterior guerra, porque no se trata de una paz ética o evangélica sino, como bien sabemos, de una paz política y militarmente implantada de un determinado Estado en tensión diplomática con otros Estados e Imperios).
Esto lo sabía muy bien Lenin, cuando en 1908 -en un escrito sobre las enseñanzas de la Comuna de París- afirmó que los medios pacíficos de lucha sirven a intereses de cada día y son fundamentales para los preparativos de la revolución, «pero jamás olvidaremos que, en determinadas condiciones, la lucha de clases toma la forma de lucha armada y de guerra civil; hay momentos en que los intereses del proletariado exigen el exterminio implacable de los enemigos en francos choques armados. El proletariado francés lo demostró por primera vez en la Comuna, y el proletariado ruso lo confirmó brillantemente en la insurrección de diciembre [de 1905]» (Vladimir Ilich Lenin, «Las enseñanzas de la Comuna», en La Comuna de París Akal, Madrid 2010, pág. 101, corchetes míos).
Y en septiembre de 1916 -en plena Primera Guerra Mundial, la «Gran Guerra» o «guerra imperialista»- afirmaba que cualquiera «que acepte la guerra de clases debe aceptar la guerra civil, que en toda sociedad de clases representa la continuación, el desarrollo y la acentuación naturales de la guerra de clases» (citado por Nikolas Werth, «Un Estado contra su pueblo. Violencias, temores y represiones en la Unión Soviética», en El libro negro del comunismo, Traducción de César Vidal, Ediciones B, Barcelona 2010, pág. 73).
Trotski no se cortaba un pelo a la hora de proclamar loas a la guerra civil, y de esto entendía bastante no sólo en teoría; y así el 29 de abril de 1918, ante el Comité ejecutivo central de los soviets, exclamó: «Nuestro partido está a favor de la guerra civil. La guerra civil es la lucha por el pan… ¡Viva la guerra civil!» (citado por Werth, «Un Estado contra su pueblo. Violencias, temores y represiones en la Unión Soviética», pág. 94).
Martin Latsis, uno de los principales colaboradores del fundador de la Cheka, Feliks Dzerzhinsky, en un artículo en Izvestia, publicado el 23 de agosto de 1918, afirmaba que «En la guerra civil no hay tribunales para el enemigo. Es una lucha a muerte. Si no matas, te matarán. ¡Por lo tanto mata, si no quieres que te maten!» (citado por Werth, «Un Estado contra su pueblo. Violencias, temores y represiones en la Unión Soviética», pág. 104).
En el III Congreso de la Komintern, celebrado en Moscú en junio de 1921, las «tesis sobre la táctica» que debían de llevar a cabo los partidos comunistas allí congregados consistía en «inculcar en todas las capas del proletariado, por medio de los hechos y de la palabra, la idea de que todo conflicto económico o político puede, si se da un cúmulo de circunstancia favorables, transformarse en guerra civil, durante la cual la misión del proletariado será apoderarse del poder político» (citado por Stéphane Courtois y Jean Louis Panné, «La Komintern en acción», en El libro negro del comunismo, Traducción de Mercedes Corral, Ediciones B, Barcelona 2010, pág. 365).
Estas proclamas incendiarias no deben interpretarse desde el moralismo filisteo tan en vigor en nuestra época de fundamentalismo democrático, sino sin ánimo de condenar o de justificar, simplemente pensando más allá del bien y del mal, porque la historia es el entendimiento no la memoria o un tribunal. Ya en Posmodernia advertí sobre esto: https://posmodernia.com/contra-el-eticismo-en-la-historiografia-y-en-el-analisis-geopolitico/.