La noticia recorrió algunos informativos, la semana pasada, subida al tiovivo con música de feria donde se exhiben, cual niños casi felices, lo curioso, lo bizarro, lo amable y lo risible: la ínclita, luminosa y nunca bien ponderada ciudad de Torrevieja sufre una invasión de gallinas ponedoras que campan libremente por sus parques, plazas y rotondas, lugar este último que aprovechan para depositar y empollar sus ovadas. Inteligentes animales, sin duda, pues las propias rotondas suelen ser el único lugar de las ciudades por las que no deambulan ni meten narices y manazas los humanos. Aparte de ese detalle, se comportan las gallinas sueltas —y los gallos sueltos—, como cualquier otro bicho de pico, patas y muchas plumas: revolotean en torno a desperdicios domésticos, picotean y pelean con las palomas por cuatro cáscaras de pipas, una pizca de pan o las sobras que caen al suelo en las terrazas de los bares.
Perfectas aves a medio civilizar son las gallinas, igual que sus competidoras las palomas, los vencejos y los gorriones. En esta materia del trato que damos a los pájaros urbanitas hemos avanzado mucho. Cuando yo era niño y después adolescente, los gorriones huían de nosotros, bípedos implumes, con la prontitud de quien escapa de la muerte por dos décimas entre vuelo y pedrada de tirachinas o escopetilla de plomos. No se fiaban y hacían muy bien, aunque ya se dijo que eran otros tiempos. Ahora, como si conocieran la legislación sobre bienestar animal, los pajarillos asoman a las mesas al aire libre de los restaurantes y las cafeterías con una seguridad traviesa, muchos se acercan a tomar de la mano el picoteo que se les ofrezca, y como uno se descuide le roban el maní que ponen de tapa con la cocacola. Es un avance, no cabe duda. Sin embargo, gorriones y palomas, no digamos las gallinas, siguen empecinados en el mayor error de la especie avícola: no volar o volar muy poco.
Decía Josep Pla, a cuya autoridad en ciencias naturales me acojo, que los pájaros tienen un punto de repelencia porque lo que menos hacen es volar. Los majestuosos como el águila, el cóndor y otras rapaces de alarde sí suelen volar mucho rato en oteo de presas; los buitres también marcan elegancia durante el vuelo, pero se hacen rutinarios por la costumbre de dar vueltas y encima bajan muy pronto a tierra para su dedicación necrófaga, lo que nos resulta desagradable. Las demás aves, cuanto más cercanas al ser humano, menos vuelan. Las de siempre, las nuestras ya catalogadas en el censo de pájaros urbanos, apenas despliegan las alas. Pasan su tiempo prácticamente en el suelo, brincando o revoloteando, zampando escorias y apareándose con tanta prisa como el loco de Pitres cuando se santigua. Y si no están pie a tierra se paran en los cables de la luz, en alares y cornisas o en las ramas de los árboles, observándonos con apetito ancestral, tal cual los viejos dinosaurios reconvertidos en pajarracos contemplarían a los neandertales mientras aquellos infelices protohumanos se extinguían: con mucha pena y mucha hambre atrasada. De ahí a los pájaros de Hitchcock hay un paso, un extender las alas y un golpe de pechuga para alzar vuelo y dejarse caer en busca de lo que más brilla, que es el iris de los difuntos.
Estábamos con Pla, sin embargo. Aquel buen camperol, ciertamente, no se llevaba bien con los pájaros. Yo creo que conservaba la manía tradicional de los payeses hacia todo lo que vuela y roba entre cultivos. Sostenía que el español —castellá— es el único idioma que ha sabido dar a los pájaros un nombre tan feo como feas son esas criaturas. «Pájaro» —escribió y cito de memoria—, «suena a hombre de paja y trapos abandonado en un secarral falto de siega». Algunos idiomas han matizado esa fealdad cultural de los pájaros próximos a los humanos. Hoy diríamos que «la han blanqueado». El bird inglés, el oiseau francés, el uccello italiano y el ocell catalán son palabras bonitas que sólo sirven para distraer sobre una realidad desapacible: lo incordiosos y a menudo repelentes nos parecen.
Si hablamos de gallinas, la ecuación tiende a varios múltiplos: no es que vuelen poco, es que no saben volar, o no pueden porque son malditas por las leyes de la evolución; y cuando agitan las alas remueven el fondo orgánico excremencial de los gallineros. También por ese emotivo les tenía fobia Harry Angel, protagonista de la obra grande de Alan Parker, El corazón del ángel. Claro que los filósofos Anaxímenes y Louis Cyphre atribuían a las gallinas una capacidad o virtud casi sagrada: poner huevos; pues es sabido que el huevo se muestra depositario del aliento espiritual eterno, como la cuna del alma. El huevo y la eternidad fueron al mismo tiempo y desde luego muchísimo antes que las gallinas. Así es, o mejor dicho: así era.
De Torrevieja y sus gallinas se ha hablado poco a pesar del título de este artículo; y poco se va a hablar, aun en redomado conflicto con dicho título. Qué decir más que lo obvio: que durante las pandemia del covid y sus confinamientos mucha gente tuvo la idea de instalar gallineros en sus domicilios, en patios, terrazas y antiguos corrales; una idea razonable que evocaba a La Habana en tiempos del «período especial», o sea: los del hambre y el abandono por el Estado, como es costumbre, sobre todo si quien manda nos invita a comer igualdad y beber agua del grifo mezclada con néctar de progresismo. Total, que aquellos previsores convertidos o retornados al oficio de granjeros, con el paso del tiempo dieron de bruces contra las regulaciones del Gran Unicornio: bienestar animal, producción agropecuaria, normas tributarias… De cada huevo que ponían sus gallinas, la yema era para hacienda; si se despistaban o, peor aún, escondían algún huevo en el doblado de la pollerita, multa. Resultado: suelta generalizada de gallinas y que ellas mismas se buscasen la vida, la comida y el estar. Y a otra cosa.
Y esa es la razón por la que ahora, en Torrevieja, corretean —ya que no vuelan—, cientos y muchos cientos de gallinas sin dueño y de gallos sin censura ni biblia que les frene su obsesión por cubrir a las hembras de su especie. Como la ley de bienestar animal ha impedido hasta ahora darles caza y erradicarlas del entorno, y lo que rondará el asunto, en poco tiempo este bonito municipio mediterráneo será al paraíso de los plumíferos involantes. Mira, por lo menos alguien está a gusto en España, sin rendir cuentas a nadie, sin que nadie les moleste y poniendo el huevo donde les da la gana. Al final, por lo raras que son las cosas y tal como va la patria, la suerte de la gallina fea los humanos la desean.