Cataluña, 12 de octubre

Cataluña, 12 de octubre. José Vicente Pascual

Desde 2014 la festividad del 12-O en Cataluña ha tenido un claro subrayado político enfrentado al discurso oficial mayoritario en las instituciones autonómicas, el separatismo. Era una fecha para reivindicar la Constitución, la igualdad de los españoles ante la ley y la soberanía nacional irremplazable por maniobras ideológicas o cambalaches doctrinarios perpetrados desde las élites locales. El de 2017 fue un 12 de octubre clamoroso porque muy poco antes el separatismo despendolado había agitado las calles hasta el paroxismo, también proclamado aquella famosa república catalana que sólo duró nueve segundos pero tuvo como efecto quebrar la presunción de convivencia para siempre en estas tierras. O para casi siempre, tampoco exageremos.

Ocho años después, las movilizaciones nacionalistas/separatistas se han desinflado notoriamente. Al mismo tiempo, la alerta en defensa de los derechos ciudadanos y antagónica al separatismo golpista ha decaído en la misma proporción; no porque cale el desánimo sino por fenómeno más sencillo: las personas “de orden” saben lo que NO quieren y sólo se manifiestan a la contra. Quizás por eso se les llame “reaccionarios”. En la medida en que el aluvión nacionalista y separatista se desmoviliza, las personas razonables se quedan en casa tranquilamente. Un viejo amigo me decía hace poco: “Nadie sale a la calle para manifestarse tras una pancarta que diga VIVA LA MODERACIÓN”. Lo que hay.

Vivir hoy en Cataluña bajo estas coordenadas de impase, como de conflictos larvados que esperan mejor ocasión para resurgir y volver a emporcarlo todo, es una experiencia desconcertante. Por una parte sobreviven la voluntad de convivencia, el trato amable con quienes hacen años eran adversarios irreconciliables y, más o menos, el respeto a la legalidad. Hay quienes apuntan a que este cambio, la desactivación del separatismo callejero, se debe a la “integración” de ERC y JxC en la política nacional —¡a qué precio!— y al pacto del PSC con la izquierda nacionalista para la gobernanza en Cataluña. Pudiera ser, sobre todo si consideramos que los resultados electorales del PSC en las últimas elecciones autonómicas engordaron hasta lo casi grotesco con la fuga de votos de C’s, un partido desaparecido y del que algún día alguien analizará su nefasta gestión de la mayoría en 2018, su traición al electorado soberanista catalán y su histórica cobardía. Pero vamos a otra cosa, que no es el momento de acordarse del tándem Rivera-Arrimadas. A lo que iba: unos dicen que gracias al PSC —o sea, al PSOE y Pedro Sánchez—, el separatismo catalán está hibernando y por el momento desactivado; otros, que el nacionalismo supremacista nunca ha tenido tanto poder en Cataluña y en España; y luego están los que no dicen nada, que es de lo que trata este artículo: de la gente que está muy cansada y muy saturada de una pugna política que en el fondo ni les va ni les viene porque en ese mismo fondo lo que se debate son privilegios entre castas históricamente dominantes, en absoluto los intereses del pueblo. Hay también quien dice que “Silvia Orriols”, que “Alianza Catalana” y “la extrema derecha separatista”. Muy bien, será por decir… ¡Y será por partidos en el ajo…! La fragmentación política en Cataluña es expresión nítida de la poca fe en la gestión pública y en las posibilidades de que desde la Generalitat se haga algo en verdad favorable a la ciudadanía. Aquí, el que espera algo del poder, distinto a la murga de siempre, puede esperar sentado. Por fortuna la sociedad civil tiene agilidad suficiente para ir saliendo adelante; a trancas y barrancas, es cierto, pero sin que las instituciones molesten demasiado.

En los procesos electorales, en Cataluña, llegar al 50% de participación ya es un éxito. Empezó la tendencia con el famoso referéndum para la reforma del estatuto de autonomía, en 2006. La participación fue del 48’9% y los votos afirmativos recabaron el 78’07%. O sea y en plata: el 31% de los electores catalanes decidieron el futuro del estatuto y, de paso, trazaron la línea de acoso nacionalista a la legalidad que concluiría con el “procés”, el referéndum falsario del 1-O/17, etc. Ese es el tono desde entonces: los que están en la controversoa porque tienen que perder y que ganar, intervienen; y el pueblo calla, va a lo suyo y apenas vota. ¿Para qué?

O sea que el personal se pone al margen, como siempre. Es una sensación genuina, muy sentida y siempre percibida que empapa la vida cotidiana y la realidad social en Cataluña: por un lado están ellos, los que mandan, con su conversación política aburridísima, cansina, más repetida que Antonio Lobato, con su cultura oficial, su escuela catalana, su televisión catalana y todo muy catalán. En la otra banda, lo que llamaríamos el frente cotidiano, frisando un poco más con la realidad, están las burbujas: los modernos del barrio gótico de Barcelona que cada noche son reemplazados por la delincuencia menuda, la prostitución esquinera, los carteristas y tironeros y el tráfico hormiga de estupefacientes; está la burbuja musulmana que se extiende y aplica en todas las ciudades grandes y en las pequeñas, en todos los pueblos grandes y en los pequeños, esa gente que pasea niños, muchos, en vez de perritos, que aguanta y espera; está la burbuja hispanoamericana, en las mismas: trabajar y trabajar y esperar turno, que ya llegará el momento; y está la burbuja inmigrante nacional en tercera y cuarta generación, esos críos que estudian en la lengua de Verdaguer y hablan durante el recreo su castellano en voz bajita, para que no los descubran sus profesores, y lo hablan con un acentazo familiar de Jaén que impresiona. Sólo he conocido un escenario en Europa donde el paisaje pintado por el discurso oficial difiriera tanto del mundo real: París en julio de 2019, cuando turbas de argelinos-franceses embrutecidos por el alcohol y la farlopa tomaron las calles para celebrar el éxito de su selección en la copa de África; de aquel exceso, entre otros daños y saqueos, aparte de dieciséis violaciones denunciadas murieron una madre y sus dos hijos —el más pequeño un bebé—, atropellados por un conductor ebrio que saltó la acera y empotró su coche contra un escaparate; mientras, la alcaldesa Ana Hidalgo felicitaba a la afición futbolera por el triunfo de Argelia y por el civismo con que habían manifestado su alegría. Las élites son así, cuando los pobres mueren entre sí no les importa mucho; lo malo es cuando intervienen los poderosos, como en Palestina y otros campos de batalla. Como en Cataluña: si el pueblo les ignora, ¿qué culpa tienen ellos? Bastante preocupación les causa su empecinada búsqueda del bien para, encima, preocuparse por el pueblo.

En unos días conmemoraremos el 12 de octubre, un año más. Y un año más las élites nacionalistas aplicarán ley de hielo a la efeméride, los indigenistas recalcitrantes y la izquierda adolescente volverán con aquello de “Nada que celebrar” y otras pomposidades; y las gentes de calma, los de “la fuerza tranquila”, verán en su casa el desfile militar. Y hasta el año que viene, que seguiremos igual. Cada uno a lo suyo y Dios en la de todos. Ese es el panorama. Cambiarlo llevaría muchas décadas, unas cuantas generaciones de catalanes sin adoctrinar y un ambiente despejado para las ideas. No hablo de una utopía sino de un imposible. No es que en estos territorios la batalla cultural esté perdida, es que aún no ha empezado. Ni empezará en mucho tiempo. Me avisen cuando alguien diga de alzar la trinchera, que si no he colgado los tenis allí estaré. Y si he muerto, que me entierren. Como debe ser.

 

Top