No sentó bien a la vigilancia incansable del Gran Hermano que Arturo Pérez Reverte, el pasado septiembre, citase en El Hormiguero a Manuel Chaves Nogales, aquel sentido prólogo de su libro A sangre y fuego (Santiago de Chile, 1937), en el que el periodista y escritor sevillano analizaba los motivos por los de que dejó España en plena guerra civil y, de paso, atizaba con ganas y exquisita lucidez al espíritu cainita de los tiempos: «Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes».
Chaves Nogales ha sido celebrado por la progresía oficial durante mucho tiempo, de modo que no creo que molesten tanto Pérez Reverte y sus opiniones sobre la canalla que hoy nos gobierna —tan parecida ideológicamente a «las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid»—, como que el mismo autor haya sacado del olvido la visión sobre la guerra de Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944) y su refutación moral del desastre español vigesémico; sin concesiones a la demagogia, sin dejarse aturdir por el discurso dominante porque él venía del horror y sabía de lo que hablaba: «¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano».
Si hay algo que el progresismo ficcionario y la izquierda amapola no soportan es la realidad, cuya consecuencia más inmediata suele ser la verdad. Para sus voceros más inquietos, lo que hizo Pérez Reverte fue imperdonable: deslocalizar a Chaves Nogales, desincrustarlo del tótem «antifascista» —que lo era, antifascista quiero decir: lo era— y situarlo en el territorio de la ecuanimidad histórica y la lucidez de análisis sobre el que preveía futuro de España, y poco se equivocaba. Naturalmente, como no pueden renegar de Chaves Nogales arremeten contra Pérez Reverte por haber citado mal y a destiempo a Nogales y haberse instalado en el bando de la fachosfera, o por relapso antigubernamental, o algo así. Todo muy penoso y muy siniestro.
El caso que comento resulta en verdad paradigmático, un ejemplo, triste por lo repetido y por su misma obviedad, del cuentecillo del rey desnudo: ellos construyen un mito bien acomodado a su relato maniqueo y victimista de la historia, embadurnan con esos colores a todo el que consideran «suyo», a todo el que necesitan que sea «suyo» aunque sepan que no es tan «suyo» como lo pintan, y si alguien señala el truco y descubre y airea las hechuras ocultas del artificio, ése es un tipo infame, un carca, un facha. La cultura, la historia, la ciencia y verdad, para esta gente, o son maleables hasta servirles de argumento ideológico o no significan nada. Manuel Chavez Nogales los tenía muy calados: «Mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo».
Hace uso años se me ocurrió escribir en un periódico de provincias sobre Clara Campoamor, la gran defensora del voto femenino en España que también fue muy crítica con la segunda república. Señalé que en su ensayo La revolución española vista por una republicana, lamentaba la falta de respeto a la legalidad constitucional, manifestada en conocidas fechorías entre las que se cuenta la destitución arbitraria del presidente Alcalá-Zamora, algo que molestó mucho a la autora; también denunciaba cómo la mayoría parlamentaria, apoyada por socialistas y comunistas, violaron la constitución cada vez que les convino y llevaron a la deslegitimación de las instituciones republicanas. Bueno, no hace falta que lo diga: la gallofa progre local se me echó encima con saña lobuna, me dijeron de todo y me tacharon de lo peor. Yo me había limitado a citar algunos párrafos de Clara Campoamor, reproduciendo sus opiniones, no las mías. No exagero, la única opinión propia expresada en aquel artículo fue la que indicaba algo evidente: no todos los intelectuales republicanos adhirieron incondicionalmente a la república; y a veces, incluso, las críticas más acervas y más sentidas hacia aquel régimen provenían de sus mismos partidarios, más que nada porque eran personas inteligentes —o sea, no eran estúpidos, ni fanáticos, ni visionarios anarquistas ni iluminados estalinistas— y veían venir el desastre de una república maniatada por el paroxismo izquierdista y los sueños soviéticos que para la mayoría de la población eran pura pesadilla. Pero en fin, de nada sirvieron mis protestas en aquella ocasión: para los lectores del famoso periódico de provincias —sus lectores de izquierdas, quiero decir, supongo que a los demás les daría igual—, yo me convertí poco menos que en un bicho malo fascista.
No me queda otro remedio que pensar —desde hace tiempo así es, la experiencia se impone—, que el personal obediente en progrelandia insiste por convicción en la cultura como relato contado por una feminista de pelo azul y flequillo batasuno que vuelve a casa sola y borracha. Así la entienden: un armatoste subvencionado por obligación que replica consignas del gobierno entre el ruido y la furia. Tal el panorama. Y lo que no les sirve, no existe. Cultura, lo que se dice propiamente cultura, no es; ni en su sentido antropológico ni en expresión creativa es cultura, pero a ellos qué más les da. No necesitan cultura, tampoco ideas, mucho menos debate sobre las ideas de unos y otros. Esta gente alimenta su espíritu y su intelecto —perdón, quería decir su ego y sus rencores— con las soflamas mañaneras de TVE, los bulos de Público y las epístolas de Pedro a los monclovitas. Y poco más. Como dijo san Vladimir: ¿Cultura, para qué? O como dijo el pequeño poeta: «La cultura es un lujo cultural de los neutrales que lavándose las manos se desentienden y evaden». Para cultura, los Bardem y el Gran Wyoming. Lo demás es decadencia y ganas de perder el tiempo. Aunque lo malo de verdad es que esos mismos, los de san Vladimir y los que toman partido hasta mancharse, controlan la cultura oficial de las Españas y señalan todo lo que no sea su barro para decir que es fango. Eso es lo malo y de momento no hay remedio.
En próximo artículo les comento sobre el —supuesto— páramo cultural del franquismo. Tan próximo al quincuagésimo 20N, yo creo que merecerá la pena acercarnos un momento, a ver qué tal respiraba la intelectualidad en tiempos de don Francisco. Prometido.