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De Brest-Litovsk a la Segunda Guerra Mundial
En el Séptimo Congreso del partido bolchevique, entre el 18 y el 23 de marzo de 1918, Lenin afirmó que los bolcheviques no renegaban ni condenaban la guerra en general, y distinguía entre guerras justas e injustas, guerras progresistas y reaccionarias, guerras de clases avanzadas y guerras de clases retrasadas, guerras que fortalecen la opresión de clase y guerras de emancipación de clase. Son justas las guerras que la clase oprimida emprende contra la clase opresora, esto es, la que emprenden los esclavos (como Espartaco) contra los propietarios de esclavos, la de los siervos feudales contra los señores terratenientes, y la de los proletarios contra la burguesía. Por ello -pensaba Lenin- la revolución es la única guerra legítima, justa y además necesaria porque va a favor del interés de millones de explotados.
Y así como no hay una paz sin vencedores y vencidos (sin vencedores y vencidos en todo caso puede hablarse de tregua, pero no de paz) tampoco las guerras son justas e injustas. Las guerras son más bien o prudentes o imprudentes, porque la guerra es la continuación del arte o prudencia de la conservación de la eutaxia.
¿Era prudente para la Rusia bolchevique seguir adelante en la Gran Guerra? Pues parece que el armisticio de la «vergonzosa» paz de Brest-Litovsk fue prudente, luego prolongar la guerra era imprudente (aunque por supuesto esto es discutible). Lenin interpretó la paz de Brest-Litovsk como una tregua, es decir, una paz para la guerra al estar convencido por entonces del estallido de la revolución proletaria en los países occidentales, lo cual hubiese supuesto una enorme ayuda para la Rusia soviética. Por tanto, no se trataba de «capitular ante el imperialismo, sino de aprender a prepararnos a combatir contra él»; pero «si nuestra revolución se queda sola, si no existiese un movimiento revolucionario en otros países, no existiría ninguna esperanza de que se llegase a alcanzar el triunfo final» (citado por Francisco Díez del Corral, Lenin. Una biografía, Ediciones Folio, Hospitalet 2003, pág. 347).
Pero la paz «vergonzosa» no duró mucho y tras abdicar el káiser Guillermo II y caer derrotadas las potencias centrales ante las potencias aliadas el 13 de noviembre de 1918, el Comité Ejecutivo Central panruso anuló el tratado de Brest-Litovsk. Como decía Lenin, sólo se trataba de ceder espacio para ganar tiempo. Y ahora esas mismas potencias que vencieron a Alemania y Austria trataron de no perder más tiempo para achicar espacios revolucionarios y liquidar a la revolución bolchevique.
De modo que a la Primera Guerra Mundial le sucedió la Guerra Civil entre bolcheviques y antibolcheviques; una guerra que contó con hasta catorce naciones políticas involucradas en el conflicto con la intención de estrangular a la revolución «en la cuna» -como amenazaba y hacía todo lo posible para que eso fuese así el cien por cien imperialista y convencido anticomunista Winston Churchill- y ocupar puestos estratégicos importantes como el de Murmansk o el de Vladivostok, y así apoderarse de las riquezas del país.
Luego la paz de la Gran Guerra internacional se convirtió en una guerra fratricida nacional, aun siendo muy internacionalizada, en la que Rusia se jugaba literalmente el ser o no ser. Dicho de otro modo: la paz en el frente se canjeó por la guerra civil en la retaguardia.
¿Era la guerra civil una guerra prudente? Sí para los intereses de la revolución bolchevique y la revolución rusa en general, pues si los bolcheviques no hubiesen peleado lo más probable -si se nos permite la ucronía- es que el zarismo se hubiese restaurado con la ayuda de las potencias occidentales o, lo que es peor, Rusia hubiese sido colonizada por Occidente como lo era África (mutatis mutandis).
La llamada por Churchill «cruzada de las catorce naciones», para «estrangular en su cuna» a la Revolución pretendía condenar a Rusia a la dependencia económica y al atraso. Por eso decimos que para Rusia era cuestión de ser o no ser (o de ser pero colonizada).
Aunque la guerra civil se declaró pensando en que en los demás países beligerantes también estallaría la revolución: «Algunos gobiernos imperialistas se resistirán a nuestras condiciones de paz, no nos hacemos ilusiones a este respecto. Pero confiamos que pronto en todos los países beligerantes estallará la revolución y por eso nos dirigimos con particular insistencia a los obreros franceses, ingleses y alemanes» (citado por John Reed, Diez días que estremecieron el mundo, Traducción de Ángel Pozo Sandoval, Akal, Madrid 2011, pág. 148).
Por tanto tampoco se trataba en el fondo de un pacifismo pánfilo, por así decir, esto es, tampoco era un pacifismo fundamentalista ingenuo, porque la guerra mundial debía de seguir por los medios de la guerra civil de las diferentes naciones (especialmente Francia, Gran Bretaña y Alemania) y alcanzar así una paz proletaria (no burguesa), como pensaba Lenin: «Nosotros queremos una paz justa, pero no tememos la guerra revolucionaria… Es muy probable que los gobiernos imperialistas no respondan a nuestro llamamiento, pero no debemos plantarles un ultimátum que sea demasiado fácil rechazar… Si el proletariado alemán ve que estamos dispuestos a examinar cualquier proposición de paz es posible que eso sea la última gota que desborde la taza y en Alemania estalle la revolución» (citado por Reed, Diez días que estremecieron el mundo, pág. 149, subrayado mío).
Pero la revolución que estalló en Alemania fue sofocada inmediatamente y el horizonte de la revolución mundial se esfumó como se esfumó la paz perpetua que dicha revolución traería como consecuencia per saecula saeculorum. (También, mutatis mutandis, el presidente estadounidense Woodrow Wilson, de modo kantiano, afirmaba que la Gran Guerra traería la paz que acabaría con todas las guerras, creyéndose o tal vez vendiendo el cuento de que ésta sería la guerra que acabaría con todas las guerras).
La cuestión es que los bolcheviques vencieron a sus numerosos enemigos, e impusieron su paz política, militar y revolucionariamente implantada. Y en dicha paz el Estado soviético lejos de extinguirse creció hasta llegar a ser segunda potencia mundial, es decir, un Imperio (aunque no se hablase en estos términos).
Sin la concentración del poder que llevó a cabo el estalinismo es posible que en la URSS hubiese estallado una guerra civil que hubiese debilitado al país de cara a la Segunda Guerra Mundial. De hecho las guerras civiles que se llevaron a cabo, aparte de la guerra civil inicial contra los blancos y las potencias que los apoyaban, fueron realizadas desde el poder contra el campesinado Kulaks y las facciones rebeldes del partido (buena parte de ellos eran de la «vieja guardia» bolchevique) durante el Gran Terror. Luchas que reestructuraron notablemente la capa conjuntiva, la capa basal y la capa cortical del Estado soviético, para así afrontar con mayores garantías de éxito (como así ocurrió) de cara a las ofensas extranjeras.
Como se ha dicho, «no se puede olvidar que la gran concentración de poder venía ya un poco predeterminada por la guerra civil y por la intervención extranjera. Un régimen que nace a través de una guerra civil y de una intervención extranjera tiene inevitablemente un predominio del aspecto militar del gobierno. Y ese aspecto militar, por otra parte, siempre ha sido predominante en cualquier revolución. Entonces, todo eso ha hecho que ya desde el primer momento haya habido una concentración del poder casi desconocida hasta entonces por las sociedades del Imperio ruso» (Manuel Sacristán, Seis conferencias, El Viejo Topo, Barcelona 2005).
El 27 de agosto de 1928 hubo un tratado de renuncia de la guerra llamado «Pacto Briand-Kellog» que rezaba así: «El presidente de los Estados Unidos de América, el presidente de la República francesa, Su Majestad el rey de Gran Bretaña, Irlanda y los dominios británicos, el presidente del Reich alemán, Su Majestad el rey de Italia, Su Majestad el emperador de Japón, el presidente de la República de Polonia […] han acordado los siguientes artículos: Artículo 1. Las Altas Partes Contratantes declaran solemnemente, en nombre de sus respectivos pueblos, que condenan el recurso a la guerra para la resolución de los conflictos internacionales, y que renuncian a ella como instrumento de su política nacional en sus relaciones con las otras naciones […]» (citado por Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los libros, Madrid 2004, pág. 278).
Tres años después estas palabras simplemente eran papel mojado, puesto que Japón invadió China por Manchuria (Manchukuo) y a los pocos años el Reich alemán tomó Checoslovaquia e invadió Polonia. «Y a continuación las restantes potencias firmantes se empeñaron en el conjunto de guerras legales que, junto con las ilegales, solemos englobar bajo el nombre de “segunda guerra mundial”» (Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 279).
«¿Y quién puede afirmar que en los próximos años la situación internacional no se va a parecer más que a ninguna otra a la que se tejió en los años veinte del siglo XX, durante la cual se firmó el Tratado para la deslegitimación de la guerra?» (Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 280). Y en esas parece que estamos.