Esto sí existe

Esto sí existe. José Vicente Pascual

La ha organizado Juan Soto Ivars con su libro Esto no existe, una rigurosa exposición del abuso de las denuncias falsas por violencia de género y otros delitos conexos, sin concesiones a la corrección política y sin cautelas ante el discurso oficial sobre esta materia, según el cual las denuncias falsas son el 0’001%, una anécdota sobre la que no merece la pena hablar y, en definitiva: algo que —prácticamente— no existe.

Juan Soto, repeinado como siempre y con calcetines de un color imposible, del todo desconjuntados con su indumentaria, tuvo el arrojo casi suicida de encerrarse en Espejo Público con cuatro feministas en modo indignado, añadida alguna otra que intervino por vídeo conferencia y con bastante más vinagre y peor tono que las presenciales. Como era de prever, las desautorizaciones y exabruptos alcanzaron niveles épicos, y habrían llegado a mayores, incluida la excomunión y la hoguera, de no haber sido por el papel moderador de Susana Griso, muy atenta a su función arbitral en el desaforado debate.

Dos consecuencias produjo el evento: el incendio mediático contra el autor —machista, misógino, charlatán, pseudo escritor, fascista, impresentable… —, acompañado de peticiones pasadas de rosca como que se retire el libro de librerías, que se procese a Soto Ivars por delitos de bla, bla y, en fin, el protocolo inquisitorial de siempre; la segunda secuela: el libro disparado en ventas, cinco ediciones en una semana, colas de dos horas en la presentación de Madrid, como si Ivars fuese la J. K. Rowling del periodismo…

Algo ha cambiado, o está cambiando. Hasta hace muy poco tiempo nadie se habría atrevido a exponerse en una televisión generalista, en horario de amplia audiencia, defendiendo posiciones parecidas. Semejante temeridad suponía la inmediata cancelación y muerte civil del transgresor. Ahora ya no. En palabras del mismo periodista: «Os ha funcionado durante veinte años, ahora ya no os va a funcionar». Amén y así sea.

El feminismo hiperventilado pierde el relato. La izquierda woke se queda atrás en sus berrinches. Paradójicamente, mientras la sociedad adoctrinada ahonda en su desquiciamiento —con sus señores bigotudos usando el wc y los vestuarios de señoras, con sus bebés que nacen sin sexo, con sus niños, niñas y niñes sexualizados a tope y su aborto en vías de convertirse en derecho «consagrado» en la Constitución—, mientras eso sucede, decía, la realidad camina por su propia senda y con propios medios y se distancia galanamente de todo ese barullo, ese guirigay histeriforme del feminismo alucinado y de la izquierda adolescente, quienes ven alejarse el barco de la orilla y no encuentran mejor remedio que meter fuego a los océanos, y en todo caso, a la desesperada, llamar fascistas a los embarcados que con el pañuelo les dicen adiós.

Sí, algo está cambiando. Me apunta mi amigo Javier Ruiz Portella que el fenómeno se debe a la ley del péndulo, ya saben: a la derecha, a la izquierda. Ojalá se equivoque y en la raíz de este asunto no se encuentre el péndulo sino la voluntad de retorno a los ámbitos comunes de la razón, la sensatez y la voluntad de encarar los problemas reales de la contemporaneidad desde un punto de vista equilibrado; y cuando digo equilibrado no me refiero a lo consensual sino a lo no desequilibrado desde la perspectiva psicológica y de la salud mental.

Cierto es que las sociedades se renuevan, que llegan otras generaciones y todas pasan por su fase, digamos, reivindicativa. Esto parece incuestionable y nunca fue tragedia mayor. El problema supino surgió cuando, tras la caída del telón de acero y la ruina absoluta del “socialismo realmente existente”, la izquierda tradicional perdió su discurso todavía más tradicional —lucha de clases, conquista del Estado, economía planificada/centralizada—, cedió por tanto la gestión de la producción y administración de la riqueza a los de siempre, abolió al proletariado como clase revolucionaria e incluso como clase social y, en lo peor de la retirada, nombró nueva vanguardia, custodios de la utopía, a un conglomerado abstruso y vociferante de colectivos en plena eclosión de sus resentimientos históricos; el primero de ellos, el feminismo hiperventilado, pero no el único.

Pongamos el mapa en su sitio. Lo que hasta hace treinta o treinta y cinco años eran, según la izquierda obrera y el marxismo de dogma, teorías enloquecidas de cuatro iluminados decadentes, son hoy el catecismo de la nueva izquierda refundada al estilo Tele 5/Jorge Javier Vázquez. Los mismos jóvenes leninistas, eurocomunistas y maoístas que en los años ochenta se reían de la “chorrada” del “todos y todas”, son hoy enmohecidas estantiguas, como era de esperar, pero muy fanáticos del nuevo sujeto revolucionario: las activistas de la lucha de sexos hasta la aniquilación del varón y los pedófilos que montan campamentos de verano para “mariconizar” a nuestros hijos. No exagero ni trazo una visión paródica de esta nueva realidad —click—; nada de eso: esta nueva realidad, para la izquierda tronada y el feminismo charocrático, es La Realidad.

Cómo no íbamos a llegar a esto. A poco que nos fijemos en los teóricos fundacionales —históricos— del delirio woke, entenderemos hasta qué punto el giro era previsible si somos gente de mediana templanza y sin estragar por la «verdad boomer-45». Aquellos ilustres pensadores, sociólogos y sociólogas, filósofos y filósofas, tratadistas y tratadistos, formaron la cofradía predicante más estrafalaria del siglo, una pléyade de esquizofrénicos, pederastas, drogadictos, suicidas y esgarramantas como no se ha visto otra en el siglo XX ni en lo que va del XXI. Del odio a los hombres de Simone de Beauvoir a la demencia paranoide progresiva de Wilhelm Reich; de la esquizofrenia de Althusser y Shulamith Firestone a lo obsesión sadomasoquista de Focault… Así hasta dos o tres docenas de históricos de la “revolución divertida”, teóricos que en su día tuvieron la misma audiencia entre las clases trabajadoras, sindicatos y partidos de izquierdas que Norma Duval, por poner un símil; teóricos que hoy son la Biblia. Cómo no íbamos a llegar hasta donde hemos llegado.

Naturalmente, se queja el progrerío de su pérdida de influencia en la sociedad, de que el ideario público se les escapa de las manos como la arena en la playa a un niño que juega sobre las olas. ¿Qué esperaban? ¿Creían que con aquel bagaje de disparates, exageraciones y sofismas iban a tener encandilado a todo el mundo todo el tiempo? Lamentan y se encrespan: ya no pueden cancelar al disidente así como así, ya no pueden escrachear a demanda sin que el público en viceversa les salga respondón, ya no pueden imponer su “relato” sin que el mismo relato suene a milonga. Cada vez pueden menos.

En contra de su lógica —o mejor dicho, de su ilógica—, la gente madura. Y no en el sentido que les gustaría.

Me gustaría no equivocarme, no afirmar esto por ligereza o voluntarismo. Me gustaría no confundir mis deseos con la realidad porque, a fin de cuentas, hace muchísimo que dejé de ser de izquierdas y no me apetece parecerme en nada. Me gustaría no dejarlo escrito para el vacío y el olvido. Aún así, con todo el riesgo de decirlo, lo digo: me parece que algo está cambiando.

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