Sin Cheka no hay comunismo

Sin la Cheka no se hubiese podido llevar a cabo la Revolución de Octubre, luego sin Cheka no hay comunismo. Sin terror no hay revolución. Sin la Cheka y el terror, los comunistas hubiesen sido imbéciles (en sentido etimológico: «sin bastón»). La Cheka es la prudencia revolucionaria, lo contrario sería el suicidio político: la distaxia o el aborto de la revolución. Como dijo Lenin, «un buen comunista es igualmente un buen chekista» (citado por Nikolas Werth, «Un Estado contra su pueblo. Violencias, temores y represiones en la Unión Soviética», en El libro negro del comunismo, Traducción de César Vidal, Ediciones B, Barcelona 2010, Pág. 111). La daga roja, el órgano de la Cheka, explicaba la razón de ser del comunismo: «Nosotros rechazamos los viejos sistemas de moralidad y “humanidad” inventados por la burguesía para oprimir a las “clases inferiores”. Nuestra moralidad no tiene precedentes, nuestra humanidad es absoluta porque se basa en un nuevo ideal: destruir toda forma de opresión y de violencia. Para nosotros, todo está permitido, porque somos los primeros en el mundo que levantan la espada no para oprimir y reducir a la esclavitud, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas… ¿Sangre? ¡Que la sangre corra a raudales! ¡Porque solo la sangre puede teñir para siempre la bandera negra de la burguesía pirata en estandarte rojo, bandera de la revolución! ¡Porque solo la muerte definitiva del viejo mundo puede liberarnos para siempre del retorno de los chacales!» (Citado por Federico Jiménez Losantos, Memoria del comunismo, La esfera de los libros, Madrid 2018, Pág. 264).

Isaac Shteinberg, socialista revolucionario de izquierda, llamó a la Cheka «Comisariado de Aniquilación Social»; a lo que Lenin respondió: «¡Bien dicho! ¡Eso es exactamente lo que va a ser!». Y a otro personaje conocido le dijo: «Estamos ocupados en la aniquilación. ¿No te recuerdas de lo que decía Pisarev? “¡Romper, machacarlo todo, golpear y destruir!” ¡Todo lo que se rompe es basura y no tiene derecho a vivir! Lo que sobrevive es lo bueno» (citado por Simo Sebag Montefiore, Llamadme Stalin, Crítica, Traducción de Teófilo de Lozoya, Madrid, Pág. 444). Como dijo Feliks Dzerzhinsky, el fundador de la Cheka, «Es la vida misma la que dicta su camino a la Cheka» (citado por Werth, Pág. 85).

Trotski también lo sabía, y ya el 1 (13) de diciembre de aquel convulso 1917, dirigiéndose a los delegados del Comité ejecutivo central de los soviets, pronosticó que «En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy violentas, a ejemplo de lo que sucedió durante la gran Revolución francesa. No será ya solamente la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la gran Revolución francesa, que tiene como ventaja reconocida la de recortar en el hombre una cabeza, lo que se dispondrá para nuestros enemigos» (citado por Werth, Pág. 86). Para Trotski, hacia la contrarrevolución no cabían misericordias de ningún tipo, y a través de la violencia de la dictadura del proletariado se debía «poner fin de una vez por todas a la palabrería papista-cuáquera en torno a la inviolabilidad de la vida humana» (citado por Montefiore, Pág. 444). Y Lenin no se quedaba atrás: «¡A menos que apliquemos el terror a los especuladores -una bala en la cabeza en el momento- no llegaremos a nada!» (Citado por Werth, Pág. 86). Y en una carta a Zinoviev sentenciaría: «Camarada Zinoviev, acabamos de saber que los obreros de Petrogrado deseaban responder mediante el terror de masas al asesinato del camarada Volodarsky, y que usted (no usted personalmente, sino los miembros del comité del partido de Petrogrado) los ha frenado. ¡Protesto enérgicamente! Estamos comprometidos: impulsamos el terror de masas en las resoluciones del soviet, pero cuando se trata de actuar, obstruimos la iniciativa absolutamente correcta de las masas. ¡Es i-nad-mi-si-ble! Los terroristas van a considerar que somos unos locos blandengues. La hora es extremadamente marcial. Resulta indispensable estimular la energía y el carácter de masas del terror dirigido contra los contrarrevolucionarios, especialmente en Petrogrado, cuyo ejemplo es decisivo» (citado por Werth, Págs. 99-100, subrayado mío).

Tras los atentados contra M.S. Uritsky, jefe de la cheka de Petrogrado, y del mismo Lenin, llevados a cabo el 30 de agosto de 1918, el terror se incrementó. El día 31, el gobierno bolchevique señalaba en Pravda que había llegado «la hora de aniquilar a la burguesía, de lo contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben ser implacablemente limpiadas de toda putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria exterminados. […] ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!» (Citado por Werth, Pág. 105). Ese mismo día Dzerzhinsky y su adjunto, Jan Peters, redactaron «un llamamiento a la clase obrera» en el que decían: «¡Que los enemigos de la clase obrera sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado en el mismo terreno, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de concentración!» (Citado por Werth, Pág. 105).

Tras sufrir su atentado, Lenin declaró en septiembre a Rusia «un campo militar». En ese mismo mes Grigori Zinoviev afirmó que «Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados» (citado por Werth, Pág. 107).    

Las matanzas «sobre una base de clase» eran los dolores de parto del nacimiento del socialismo o la construcción del mismo. Como le explicaba a sus lectores el editorial del primer número de Krasnyi Mech (La espada roja), periódico de la cheka de Kiev: «Rechazamos los viejos sistemas de moralidad y de “humanidad” inventados por la burguesía con la finalidad de oprimir y de explotar a las “clases inferiores” [¿acaso se refiere a los derechos humanos del hombre burgués?]. Nuestra moralidad no tiene precedente, nuestra humanidad es absoluta porque descansa sobre un nuevo ideal: destruir cualquier forma de opresión y de violencia. Para nosotros todo está permitido porque somos los primeros en el mundo en levantar la espada no para oprimir y reducir a la esclavitud, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas… ¿Sangre? ¡Que la sangre corra a ríos! Puesto que sólo la sangre puede colorear para siempre la bandera negra de la burguesía pirata convirtiéndola en estandarte rojo, bandera de la Revolución. ¡Puesto que sólo la muerte final del viejo mundo puede liberarse para siempre jamás del regreso de los chacales!» (Citado por Werth, Pág. 142, corchetes míos).

Luego el terror, sin perjuicio de sus numerosos atropellos, no era meramente gratuito, sino que correspondía con la lógica y la racionalidad revolucionaria puesta en marcha, dado que con las purgas «Stalin consolidó su poder absoluto, sin el cual no hubiera podido modernizar de arriba abajo el país: la industrialización a marchas forzadas, la colectivización, el fortalecimiento militar y tantos otros logros que no se hubieran conseguido sin violencia y sin la universalización de la cultura, “el oxígeno que precisamos” (Stalin dixit)» (Anselmo Santos, Stalin el Grande, Edhasa, Barcelona 2012, Pág. 88).

Los tiempos de Stalin eran años de hierro, y como decía Ilia Ehrenburg «Todo era insoportable y magnífico» (citado por Santos, Pág. 132). Según cuenta Saint John Ervine en su biografía de la aristócrata Bernard Shaw, ésta le preguntó a Stalin cuánto tiempo pensaba seguir matando gente, a lo que el Vozhd contestó sin inmutarse: «Mientras sea necesario, señora» (citado por Santos, Pág. 634). Así es: no por capricho o por sadismo o por cualquier conspiranoia psicológica subjetiva como insisten Donald Rayfield y tantos otros historiadores retroanticomunistas negrolegendarios, sino por pura necesidad condicionada objetivamente dada la dificilísima situación interior y exterior de la política real de la época. Había muchos infiltrados en el gobierno soviético, como por ejemplo Boris Bajanov, el cual llegó a ser ni más ni menos que secretario personal de Stalin desde agosto de 1923 hasta finales de 1925, y también ocupó diferentes posiciones en el Politburó desde 1925 hasta 1928, año en el que desertó de la URSS. En sus memorias escribió: «En las fortalezas comunistas, era muy importante introducir un caballo de Troya… El golpe de Estado no podía en adelante salir más que desde allí» (citado por Ludo Martens, Otra visión de Stalin, Biblioteca Digital Partido Comunista Obrero Español, Pág. 75). La colectivización de la agricultura y el consecuente final de los kulaks como clase no fue un capricho, sino más bien se puso en marcha en vistas de la estabilidad de la retaguardia y los suministros alimenticios provenientes del campo conectados en la cuestión militar en vísperas de la agresión de las potencias capitalistas, como ya sabía Stalin desde el otoño de 1918 en el contexto de la guerra civil: «un ejército no puede subsistir sin una retaguardia sólida. Para que el frente sea estable es necesario que el ejército reciba regularmente de la retaguardia los complementos, suministros militares y avituallamientos» (citado por Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra, Traducción de Antonio Antón Fernández, El Viejo Topo, Roma 2008, Pág. 151). Por lo tanto, un campo atrasado, controlado por los kulaks, hubiese supuesto un peligro enorme para la eutaxia de la Unión Soviética en el momento de la agresión de las potencias del Eje, pues de ese modo se hubiesen bloqueado los suministros del campo a la ciudad y no se hubiese abastecido al ejército para mantener firme la defensa de la patria socialista, el cuerpo realmente existente de la revolución realmente existente.

Ahora bien, la represión no sólo venía de arriba sino también desde abajo, es un proceso ascendente y descendente de las capas y ramas del poder político. Los obreros, imbuidos en una «fe furiosa», denunciaban y condenaban a muerte a saboteadores y terroristas, a los «traidores». En este sentido no es muy disparatado hablar, como se ha hecho, de una «democratización de la represión», la cual tuvo que ser canalizada por el gobierno para evitar excesos e histerias.

Si -como dice el filósofo Alenxandre Kojève- el revolucionario que fracasa es un criminal y es juzgado como un criminal al ser vencido, entonces el revolucionario que vence criminaliza al adversario como contrarrevolucionario, es decir, como «enemigo del pueblo»; pues tras la revolución los revolucionario vencedores tienen derecho sobre los vencidos que se oponían a los planes y programas revolucionarios, porque el derecho de los primeros sobre los segundos lo han ganado en el campo de batalla y -como dijo Stalin- «no se juzga a los vencedores» (citado por Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, Traducción de Amado Diéguez Rodríguez y Miguel Martínez-Lage, Taurus, Madrid 2003, Pág. 110). También lo dijo Francisco de Quevedo: «Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor».

También los bolcheviques vencidos en Estonia y en Finlandia fueron recluidos en campos de concentración, y al ser vencidos perdieron sus derechos que hubiesen tenido en caso de victoria, como así fue en los otros territorios del Imperio Ruso donde sí supieron vencer y, en consecuencia, juzgar y aniquilar a sus enemigos.                                 

Al parecer, según N. Rosental, inspector de la dirección de los departamentos especiales, muchos chekistas consumían cocaína para «soportar mejor la visión cotidiana de la sangre» (citado por Werth, Págs. 143-144). Del mismo modo que los soldados alemanes consumían morfina para soportar con buen ánimo las atrocidades que cometían.

El terror rojo es algo que nunca fue comprendido por el socialismo blando, es decir, la socialdemocracia. El socialdemócrata alemán y marxista «renegado» Karl Kautsky afirmaba que la revolución rusa era una tragedia que traería consigo la derrota del socialismo; y respecto al terror rojo y las consecuentes purgas que se estaban llevando a cabo el teórico alemán decía: «Fusilar: esto se ha convertido en el alfa y el omega de la capacidad administrativa de los comunistas» (citado por Bernard Bruneteau, El siglo de los genocidios, Traducción de Florencia Peyrou Tubert y Hugo García Fernández, Alianza, Madrid 2006, Pág. 91).

Luego, efectivamente, sin Cheka no hay comunismo; pero eso no quiere decir que el comunismo gubernamental realmente existente se redujese a las chekas y a los gulags. Hubo represión, como no podía ser de otro modo en el Segundo período de desórdenes, pero también una buena parte de la población pudo prosperar. Y finalmente la URSS venció en la Segunda Guerra Patriótica que los mismos soviéticos llamaron «Gran Guerra Patriótica».   

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