El pasado es el único lugar donde nos sentimos seguros. Allí somos inmortales. Ningún daño causó tanto estrago como para impedirnos llegar hasta hoy. El presente es el problema, claro está. Los humanos somos muy vulnerables ante la incertidumbre. Un zorro solitario deambulando por el bosque, en mitad de la noche, se encuentra a sus anchas. Por el contrario, la inmensa mayoría de las personas temen al bosque, a la noche y la soledad. Y cuando el futuro no despeja el terreno ni trae nuevas luces del día —como ocurre en estos tiempos por causa de la pandemia vírica—, de casi nada sirven los mensajes bienintencionados que se obcecan en mitigar aquel horizonte de sombras al que parecemos condenados. La humanidad necesita garantías: alguna voz sólida, con experiencia y, sobre todo, autorizada por ese poder de naturaleza omnímoda que todos identifican con “el poder” —sea cual sea su procedencia—, que garantice el regreso al nido de seguridad idealizado en los bellos —seguros— buenos viejos tiempos.
Es en este contexto, o mejor dicho, respondiendo a esa urgencia por la promesa de seguridad que todos necesitamos oír, donde aparece el artículo de Henry Kissinger titulado “La pandemia del coronavirus cambiará para siempre el orden mundial”, publicado en The Wall Street Journal (06/04/2020) y difundido por multitud de agencias internacionales y medios digitales en varios idiomas. El veteranísimo político estadounidense —pronto cumplirá 97 años—, analiza las consecuencias, no las causas, de esta crisis, y expone con suave suficiencia lo que en realidad podría haber sido el título de su artículo, mucho más ajustado a la propuesta del autor: la pandemia del coronavirus consolidará para siempre el nuevo orden mundial y hará inviable cualquier alternativa al mismo.
Desde hace un par de meses vengo escribiendo en distintos medios que quien gane el relato de la pandemia ganará la crisis, porque la batalla de las ideas no va a librarse en el terreno del debate científico, ni sobre datos técnicos, ni tan siquiera en torno a asépticas cifras sobre contagiados, fallecidos, recuperados, etc. Quien sea capaz de crear una posverdad útil a las masas empobrecidas y aterrorizadas por la magnitud de la última catástrofe, seducirá mayoritariamente la voluntad de esas mismas masas que se autoperciben desprotegidas, huérfanas de un discurso tranquilizador y muy faltas de líneas de esperanza en el futuro, por muy débiles que sean sus rastros. Kissinguer, zorro viejo y astuto entre los más astutos, solventa la cuestión del “relato” con un elegante pragmatismo, muy a la americana: discutir sobre lo pasado es inútil; lo que importa es qué hacer mañana. Literalmente (salvo error en la traducción), así lo expresa:
“La realidad es que el mundo nunca será el mismo después del coronavirus. Discutir ahora sobre el pasado sólo hace más difícil hacer lo que se debe hacer”.
En efecto. En la lógica mundialista no importa dónde, cómo y por qué nació el fenómeno; por qué el virus de Wuhan se ha contagiado de manera exponencial por todo el planeta, cómo se ha gestionado la crisis desde sus inicios, quién lo ha hecho con eficacia y quién con desidia, temeridad e incluso dolo por dejación de funciones y responsabilidades de cada gobierno. Lo importante es hallar una cura, sea vacuna o medicación, y tomar conciencia de una vez por todas de que la salud de la población ya no es un asunto meramente local, nacional, sino plenamente global; y estando como están directamente relacionadas la salud de las gentes y la buena marcha de la economía, volvemos al principio del teorema: la libertad, la solidaridad, la justicia, el bienestar, los derechos sociales, ya no son asunto que competa en exclusiva a los gobiernos de cada nación sino al concierto internacional y a la soberanía de masas humanas que transitan de acá para allá, en “un mundo sin fronteras”, conocedoras del otro gran mantra pseudoliberal en el que se apoya la tesis de Kissinger: “La pandemia ha provocado un anacronismo, un renacimiento de la ciudad amurallada en una época en que la prosperidad depende del comercio mundial y el movimiento de personas”.
De modo que advertidos quedamos. Henry Kissinguer, fundador y miembro muy activo del foro Bilderger lo anuncia con una claridad que es muy de agradecer: se acabó el sueño de las naciones soberanas y de las civilizaciones con voluntad de perpetuarse en la historia. Sólo hay una nación, la humanidad; y sólo una cultura: la libertad y la seguridad entendidas como las entienden aquellas élites financieras, políticas, tecnológicas y comerciales que controlan el mundo —o casi—, desde ámbitos tan selectivos como el foro Bilderberg y similares. Si un país quiere que sus ciudadanos permanezcan sanos y a salvo de nuevas pandemias —a saber cuántas más saldrán de a saber qué laboratorios de vaya usted a saber qué China—, ya sabe lo que tiene que hacer: mundializarse a o morir, con perdón por la redundancia.
Así son ellos, así piensan el mundo y así han intervenido en todas las crisis conocidas, e intervendrán en las que están por conocer. Los mismos que nos han conducido hasta aquí, los mismos que han marcado la senda y lo han controlado todo hasta el presente, tienen el cuajo de decirnos, por boca de un anciano venerable y más listo que siete virus, que o bien seguimos y perseveramos ciegamente en el camino que ellos digan o los resultados podrían (sic) “dejar el mundo en llamas”. Y se ofrecen galanamente como bomberos voluntarios.
Pues muchas gracias.