No hay como vivir en París y usar a diario el metro y el RER para apreciar la calidad, puntualidad y limpieza de los suburbanos en España. Hablando del género underground, no hay como una excursión a Londres y unos cuantos desplazamientos por la ciudad para echar de menos la higiene, amplitud y eficiencia de nuestros trenes subterráneos, tranvías y autobuses. No hay como pasear por ciudades de prestigio turístico como Florencia o Roma para apreciar, por inevitable comparativa, el excelente estado de nuestras vías públicas, lo arreglado de nuestra aceras y lo cuidado del asfaltado. Y no hay como ir a cualquier sitio y echar la vista a los edificios públicos para llegar a dos conclusiones: nuestras autoridades se respetan y trabajan en espacios irreprochables. Hasta nuestras comisarías de barrio, por lo general, tienen su toque de diseño y un aspecto flamante. Europa está habitada por una civilización muy antigua cierto; pero el único país de dicho entorno que ha erradicado “lo viejuno” del paisaje urbano ha sido España. Aquí, parece que todo se haya estrenado la semana pasada.
Es posible que esa obsesión nuestra por los espacios brillantes y los servicios públicos bien lucidos tenga que ver con la tensión emulativa entre las administraciones locales, autonómicas y central; ninguno quiere quedar atrás en la faena de dar lustre al entorno, todos quieren su propio esplendor, y la competencia, dicen, siempre ha sido algo bueno para los usuarios. También es posible que ese adecentamiento del solar hispano nos haya costado a todos, a las arcas públicas, un poco más de lo que podemos pagar, o muchísimo más; ahí no me meto —hoy no toca—, pero lo innegable y evidente para el viajero/turista en ruta europea es que sólo Grecia nos iguala —y sólo en lo referente a espacios urbanos típicos—, en pulcritud y mimo del entorno.
Eso ha sido España hasta ahora y desde hace muchísimo tiempo: un país pulcro. Y además la gente se lava, detalle no menor y muy de agradecer, sobre todo si uno conserva el recuerdo pituitario del metro de París, los autobuses de Roma o el aeropuerto de Gatwick. Normalizar, estandarizar un país que funciona y se mueve sin temor a meter el pie en un charco y sin que al conductor del bus le canten los alerones es un logro histórico. Hace cuarenta años soportábamos un ambiente en el que era normal ver carteles de “Prohibido escupir” en los autobuses, se fumaba en los transportes públicos y en las salas de espera de los consultorios médicos, el personal tomaba un baño cada quince días y el 81% de la población creía que el bidé servía para lavarse los pies. Toda esta miasma consuetudinaria resultaría para nuestras jóvenes generaciones, por fortuna, algo insoportable y macabro. Llámenme iluso, complaciente o lo que quieran, pero estoy orgulloso de vivir y haber vivido en un país capaz de este esfuerzo, de transformarse en sociedad moderna —no “modernizada”—, y superarse hacia el bien común de la eficiencia y la higiene.
La de arena. En estos tristes tiempos de emergencia sanitaria, se ha disparado la obsesión de culpar “al otro” por la expansión del virus. Si preguntan al ciudadano de calle, la opinión se extiende como el éxito de una mala película: la culpa de los “rebrotes” del coronavirus la tienen los demás, gente incívica, temeraria e irresponsable. Pero, vamos a ver, almas de cántaro: ¿alguien puede mantener en serio que las costumbres y usos higiénicos de los españoles son determinantes en la expansión de la pandemia? Somos el país con más cultura de higiene y cuidado personal de Europa —no lo digo yo, lo dicen los fabricantes de productos relacionados— y nuestros usos sociales, por más que se nos achaque ser “toquetones”, resultan mucho más escrupulosos que en cualquier país de la civilizada UE. Además, dejémonos de cursilerías y conjeturas angélicas: el virus no entiende de civismo sino de hábitats: personas aisladas han enfermado por la visita del electricista y gente que lleva todo el verano en la playa, jugando en la orilla con sus hijos y los hijos de sus vecinos, están sanas como manzanas. No soy partidario del “Si te toca, te ha tocado”, pero tampoco veo ninguna ventaja en salir al balcón para insultar al crío del sexto izquierda porque está paseando al perro y aprovecha para echar unas risas con los amigos. Si usted, amable lector, tuviese diecisiete años, estaría deseando bajar al perro y echar unas risas con sus amigos. Usted y cualquiera, sobre todo por lo de tener diecisiete años.
O sea, no saquemos la cosas de quicio. Somos un país pulcro, relimpio, y a gala deberíamos tenerlo. Y también deberíamos empezar a estar orgullosos de nuestra buena educación. O de nuestra bondad a secas. Y lo dicho: al que le toque le ha tocado; si me toca a mí, prometo no quejarme.