Los derechos humanos no son una revelación a un supuesto Género Humano sino producto de un desarrollo histórico e ideológico que se ha ido construyendo con el Nuevo Régimen y la industrialización y, en parte, están pensados contra las iglesias cristianas y también de otras confesiones (el artículo 2 reza: «sin distinción de raza, color, sexo, lengua, religión…»).
En el preámbulo de la Declaración se habla ni más ni menos que de «la familia humana» e incluso de la «conciencia de la humanidad». La ONU presenta la Declaración como «ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción» (https://www.un.org/es/universal-declaration-human-rights/#:~:text=LA%20ASAMBLEA%20GENERAL%20proclama%20la,educaci%C3%B3n%2C%20el%20respeto%20a%20estos). Se trata de una declaración idealista (y no precisamente de un idealismo filosófico sino -como vamos a ver- ingenuo).
Para dar cuenta de ese idealismo, el primer artículo de la Declaración reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Habría que ver qué entienden por «razón» y por «conciencia» los declarantes o onuburócratas firmantes.
Como bien se dijo setenta años antes, «Para conseguir el axioma fundamental de que dos hombres y sus voluntades son totalmente iguales entre sí y ninguno de ellos puede mandar nada al otro, no podemos en modo alguno tomar dos hombres cualesquiera. Tienen que ser dos seres humanos tan liberados de toda realidad, de todas las situaciones nacionales, económicas, políticas y religiosas, que no queda ni de uno ni de otro más que el mero concepto “ser humano”; entonces sí que son “plenamente iguales” entre sí» (Friedrich Engels, Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring, Traducción de Manuel Sacristán Luzón, Editorial Grijalbo, México D. F. 1968, págs. 87-88). Según esto es absurdo el artículo segundo: «Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición».
Contra el artículo uno afirmaremos que la libertad de ningún modo es dada por nacimiento. El artículo primero de la Declaración se postula desde unas coordenadas nominalistas y en sentido distributivo porfiriano: «el Género Humano, definido con características naturales eternas, ahistóricas, que se predican distributivamente de las sustancias individuales humanas» (Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», El Catoblepas, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm, Diciembre 2008, Nº 82, pág. 2).
«La Declaración de los Derechos Humanos, al formular su artículo sobre la igualdad primaria, presupone que los derechos son anteriores a cualquier especificación histórica del género humano, y con ello atribuye a los hombres, ahistóricamente, en abstracto, antes de la Historia, esos derechos. Lo que no se sabe bien es si la Declaración de los Derechos Humanos está definiendo al hombre antecessor, o al australopiteco, sin lengua, sin religión, sin cultura, &c., o al hombre actual. ¿Y dónde está la línea divisoria?» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
«Gran parte del “éxito” que tuvo (sigue teniendo) la Declaración se debió (y se debe), sin duda, precisamente a la indeterminación de sus ideas, por ejemplo, a la indeterminación de la idea de libertad del artículo primero, o a la indeterminación de la idea de “derecho a la vida” del artículo tercero. Esta indeterminación permitía y permite a cada cual interpretar los artículos en función de sus propias ideologías y de su propia conveniencia. Así, del artículo primero deducían algunos la “ilegitimidad” de la pena de prisión, incluso para los delincuentes. Del artículo tercero (“Todo individuo tiene derecho a la vida”) deducían los abolicionistas (y lo siguen deduciendo con renovado fanatismo, como es el caso de Amnistía Internacional) que la llamada pena de muerte implica una violación monstruosa de los derechos humanos y, por tanto, que los Estados que mantienen tal institución debieran quedar fuera de la comunidad ética humana internacional. Pero en cambio muchos de quienes invocan el artículo tercero para justificar su cruzada contra la pena capital no suelen acordarse de este artículo en el momento de atender a su particular cruzada en pro del aborto libre, que justificarán en cambio por el artículo primero (por la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo)» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
En el artículo 3 leemos: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». Siempre y cuando tal individuo cumpla con las leyes del Estado en el que esté, pues si no las cumple no tiene derecho a la libertad (y en algunos Estados ni siquiera derecho a la vida). Aunque el individuo es una abstracción, ya que requiere necesariamente un desarrollo histórico y una matriz social, entramados no exentos de polémicas.
En el artículo 4 se sostiene: «Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas». Pero la esclavitud está prohibida por el desarrollo que se ha ido dando en los diferentes Estados, no porque en 1948 lo decidiesen los onuburócratas. No obstante, la esclavitud ha sido una pieza fundamental para el desarrollo de la civilización; Grecia y Roma no hubiesen sido posibles sin la misma. Asimismo fue muy importante para la revolución industrial, como así se lo comentó Marx desde Bruselas al periodista y crítico literario ruso Pavel Annenkov en un carta fechada el 28 de diciembre de 1846: «La esclavitud directa es el pivote de nuestra industrialización actual, tanto como las máquinas, el crédito, etc. Sin esclavitud no tendríamos algodón; sin algodón no tendríamos industria moderna. Es la esclavitud la que ha dado valor a las colonias, son las colonias las que han creado el comercio mundial, es el comercio mundial lo que constituye la condición necesaria para la industria mecánica. Así, antes de la trata de negros, las colonias proporcionaban al mundo antiguo muy poco provecho y no cambiaban visiblemente la faz del mundo. De ahí que la esclavitud sea una categoría económica de la mayor importancia. Sin la esclavitud, América del Norte, el pueblo más progresivo, se transformaría en un país patriarcal. Suprima tan sólo a América del Norte del mapa de los pueblos y tendrá la anarquía, la completa decadencia del comercio y de la civilización modernos. Y hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa de los pueblos. De ahí que la esclavitud, en razón de que es una categoría económica, figura desde el principio del mundo en todos los pueblos. Los pueblos modernos no han hecho más que disfrazar la esclavitud entre ellos e importarla abiertamente al Nuevo Mundo» (Karl Marx y Friedrich Engels., Cartas sobre El capital, Traducción de Florentino Pérez, Edima, Barcelona 1968, pág. 27).
En el artículo 5 tenemos lo siguiente: «Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes». Que se lo digan a los presos de Guantánamo (campo de concentración que Obama, el premio Nobel de la Paz a priori, lejos de abolir, como prometió, fortificó). Aunque los servicios de seguridad de todos los Estados (con mayor o menor intensidad según las circunstancias) recurren a métodos de tortura y otra clase de atropellos.
En el artículo 13.1 se afirma: «Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado». Un asunto que está muy de actualidad con la inmigración masiva como consecuencia de las guerras de Siria y Libia, y por la tradicional inmigración africana. Aquí hay un claro enfrentamiento entre las normas éticas y políticas. Las primeras prescriben dar acogida, alojo y alimento a todo inmigrante que traspase nuestras fronteras. Pero la prudencia política exige que el número de inmigrantes sea controlado, pues una abrumadora cantidad de inmigrantes sólo traería un consecuente caos que harían insostenibles la economía política y la eutaxia o la estabilidad social de cualquier Estado (y no digamos en España, dada la gigantesca crisis económica que va a dejar el COVID-19).
El artículo 26 afirma que la educación «favorecerála comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y promoveráel desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz». ¿A qué educación se refiere la Declaración? ¿Tal vez se está dando por supuesto una educación universal válida para todos los seres humanos? ¿Y en qué idioma se hablaría para ofrecer esa educación? ¿Acaso en catalán o euskera? La tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos, favorecida por una educación indefinida, que apoyará a las Naciones Unidas para mantener la paz es la ignorancia supina de los declarantes en cuanto a la realidad polémica permanente de la dialéctica de Estados y la dialéctica de clases. Es desconocer lo más básico de los entramados de la política real, es puro idealismo ingenuo (no ya filosófico).
¿Y a qué paz se refieren los declarantes? ¿A la paz romana? ¿Acaso a la paz hispana? ¿O tal vez a la paz americana? Puede, que en el fondo, se trate de mantener esta última paz, a no ser que los declarantes se refieran a una paz sostenida por las Naciones Unidas o por el grupo de naciones políticas inscritos en dicho club, lo cual sería afirmar mucho, pues vendría a ser una petición de principio, porque la paz tiene que ser impuesta tras una guerra por una determinada potencia vencedora; se trata pues de la paz de la victoria, la paz política y militarmente implantada.
Y la Declaración concluye con el artículo 30: «Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración».
Visto esto, podremos decir que los declarantes parecen vivir en un mundo ideal, más propio del idealismo ingenuo que del idealismo filosófico; porque, entre otras cosas, no son conscientes de que la ética, por universal que sea, está desbordada por la moral y por la política. Y por política entendemos dialéctica de clases y dialéctica de Estados, es decir, polémica cruda y no armonía aliciescaaterciopelada que tiene los pensamientos en el limbo de la Alianza de las Civilizaciones (ocurrencia que tuvo el presidente Zapatero precisamente en la sede de la ONU, como si hubiese sido una revelación, y que su secretario general, por entonces el inepto y siniestro Kofi Annan, acogió con entusiasmo; siendo apoyado el 27 de noviembre de 2005 en Mallorca por el presidente de Turquía: el no menos siniestro Recep Tayyip Erdogan).
La Declaración Universal de los Derecho Humanos es «como la definición misma de las condiciones mínimas necesarias que será preciso consensuar por todas las grandes y pequeñas potencias para hacer posible una sociedad de mercado pletórico de carácter universal, una sociedad en la que los pueblos más empobrecidos, en lugar de ser masacrados o esclavizados como meros productores coloniales, pudieran alcanzar un desarrollo suficiente para que sus ciudadanos llegasen a participar del mercado pletórico en calidad de compradores y, si ello fuera posible, pudieran alcanzar el estado de consumidores satisfechos» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los libros, Madrid 2004, pág. 190).
Si la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 se pronunció desde una escala de clases porfirianas, el Manifiesto comunista de 1848 se hizo desde una escala de clases plotiniana. El Manifiesto comunista, a diferencia de la Declaración, no trata al Género Humano como una clase lógica intemporal ahistórica, «cuyos elementos fuesen unos individuos libres preexistentes, que ulteriormente contrajeran relaciones de ayuda mutua o de solidaridad» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»). Más bien trata al Género Humano como «una totalidad atributiva que va desplegándose o evolucionando históricamente siguiendo morfologías diversas y “partes anatómicas” enfrentadas entre sí» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
Lejos de empezar proclamando solemnemente la libertad e igualdad de todos los hombres por el mero hecho de haber nacido, el Manifiesto comunista empieza afirmando que «La historia de todas las sociedades anteriores y la nuestra es la historia de luchas de clases» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, pág. 581). Esto es, las luchas entre patricios y plebeyos, amos y esclavos, señores y siervos, burgueses y proletarios. Desde esta posición dialéctica (y no armonista y metafísica, como sí lo es la de la Declaración solemne de 1948) se establece un diagnóstico del estado de la cuestión para llevar a cabo planes y programas de repercusión política mucho más definidos que los que presenta la metafísica y pánfila Declaración. Aunque finalmente el Manifiesto resulta utópico, puesto que pide la unión del proletariado de todos los países como si fuese posible que la dispersión de los mismos convergiese en una totalidad atributiva que contribuye a la alianza de todos los proletariados y se realizase la revolución universal. Pero la dialéctica de Estados impidió, como se vio en las dos guerras mundiales, la unión del proletariado internacional o mundial para imponer la dictadura del proletariado, el socialismo y, finalmente, el comunismo triunfante que acabaría con la explotación del hombre por el hombre: «y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades» (Karl Marx, Crítica del programa de Gotha, Traducción de Gustau Muñoz i Veiga, Gredos, Madrid 2012, pág. 662). Estos vendría a ser los derechos humanos comunistas, tan inexistentes como los capitalistas, e igualmente imposibles «como los planes y programas del Antiguo Régimen que prometían la libertad, la igualdad y la fraternidad en la otra vida, en el Cielo» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
Cuando estalló la crisis financiera de 2008 Gustavo Bueno se preguntaba: «¿no está demostrando que los principios del humanismo asociado a la Declaración de los Derechos Humanos son todavía más débiles que los principios del Manifiesto Comunista? Y, sobre todo, que la escala en la que se mantiene este humanismo gradualista y progresista está mucho más alejada de la realidad que la escala en la que se movió el Manifiesto Comunista de Marx y Engels» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
En 1948 la clave de todo este asunto estaba en que la Declaración firmada (no de forma universal) se pensó contra la Unión Soviética. Los derechos humanos del 48 son más afines al capitalismo por su individualismo laico. Pero para los dirigentes políticos de Estados Unidos (y de sus aliados) todo era profunda hipocresía (como hemos visto en el caso de Obama).
Precisamente en 1948 escribía George F. Kennan, una de las figuras claves de los inicios de la Guerra Fría, en el Estudio 23 de Planificación de la Política, es decir, a puerta cerrada: «Tenemos cerca del 50% de la riqueza del mundo, pero sólo el 6,3% de su población (…). En esta situación, no podemos fallar en ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra tarea real es diseñar un modelo de relaciones que nos permitirá mantener esa posición de disparidad (…). Para hacer eso, tenemos que deshacernos de todo sentimentalismo y ensueño; y la atención deberá concentrarse en todas partes en nuestros objetivos nacionales inmediatos (…). Deberíamos cesar de hablar de objetivos vagos e irreales como los derechos humanos, la mejora de niveles de vida, y la democratización. No está muy lejos el día en que tendremos que tratar con conceptos de poder directo. Mientras menos nos estorben consignas idealistas, mejor» (citado por Cristina Martín Jiménez, El Club Bilderberg. La realidad sobre los amos del mundo, Absalon Ediciones, http://esystems.mx/BPC/llyfrgell/0400.pdf, 2010, pág. 24).
A causa de las demandas de los defensores de los Derechos Humanos en diciembre de 1974 el secretario de Estado Henry Kissinger (que un año antes fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, esto es, de la paz americana, of course) manifestó con indignación ante sus colaboradores: «Eso no son más que estupideces sentimentales. Aquí hacemos política exterior, no regeneración moral» (citado por Martín Jiménez, El Club Bilderberg, pág. 46).
En definitiva: no hay atropello que se haga en nombre de los Derechos Humanos. Estados Unidos puso como pretexto la defensa de los mismos para intervenir en Siria y Libia. «We came, we saw, he die», decía con una malévola carcajada la desastrosa Hillary Clinton sobre el linchado líder libio Muamar el Gaddafi (https://www.youtube.com/watch?v=mlz3-OzcExI&ab_channel=CBS).
«Sigue causando asombro el que una filosofía tan miserable como la que está presupuesta en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 pueda ser tomada en serio sesenta años después por millones y millones de ciudadanos que se consideran progresistas en su humanismo, e incluso lo contraponen al sobrehumanismo cristiano» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»). Aunque vemos que muchos políticos, y de relevancia mundial, son conscientes de la miseria de la filosofía de la Declaración; y los artículos de la misma son más bien creídos a pies juntillas por el pueblo ignaro.
Al menos Jacques Maritain dijo, no sin cierta ironía, que «podríamos estar de acuerdo de estos derechos con tal de que no se nos pregunte por sus fundamentos». Y, como dijo Kelsen, la Declaración es ajurídica, y sólo puede ser efectivamente derechos cuando estén bajo el amparo de una constitución política que mantendría un ordenamiento jurídico determinado.
Final.