Publicamos el vigésimo trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Laura y Lucas
Pseudónimo: Ernesto Garrido
Querida Laura,
Te escribo estas líneas para que no se me olviden. Tu bisabuelo Joaquín pasó gran parte de su vida obsesionado por la memoria, reflexionando en voz alta sobre qué era y cómo funcionaba. Algo se me ha pegado, aunque mi prioridad en este caso, más que recordar, es no olvidar. Y también que tú sepas.
No sé si vas a nacer, ni siquiera sé si vas a ser concebida. Sí que sé que sueño contigo hace muchos años. En esos sueños eres una niña linda, que lleva el nombre de mi abuela materna, una castellana buena como el pan que me sentaba a su derecha en las cenas de navidad para llenarme el plato de langostinos. Lo de la bondad no está relacionado con los langostinos, aunque reconozco que puedan haber creado cierto sesgo.
Siempre quise tener una hija y tu (futura, esperemos) madre, feminista a machamartillo, todavía más. Por eso, cuando nos dijeron que venía un chico, no pudimos evitar una puntada de decepción. Tu madre reaccionó como sólo los grandes remontan los golpes del destino, viendo la oportunidad más allá de la decepción: “¡Educaré un varón feminista!”.
A mí me costó un poco más. Claro que le veía ventajas a tener otro hombre en casa: hobbies que esperaba compartir, menos miedo cuando saliese por la noche, cero celos hacia sus parejas, los inevitables momentos de “male bonding”, como dicen los cursis de los yanquis… Pero yo ya había soñado contigo, mi niña, y por esas intrincadas razones de la memoria que don Joaquín se esforzaba por entender, recordaba perfectamente varios de esos sueños y los había incorporado a mi mente como anticipaciones de lo que iba a suceder.
Muchas de esas imágenes las tengo frescas, como si las hubiese soñado ayer. Jugamos en unos columpios y llevas un vestidito blanco. Saltamos olas en la playa. Comemos helado en el Bulevar. Me das un beso en la mejilla y noto tu piel suavecita. Te agarro la manita para cruzar la calle. Son recuerdos de un futuro hipotético, algo cursis, melosos, pero muy agradables, a los que he recurrido varias veces cuando me he sentido estresado, nervioso, irritado.
Así que tardé en aceptar la idea de que, por lo menos por ahora, no vendrías.
Y llegó Lucas.
Tu (futuro) hermano es un macho tan estereotípico que parece sacado de un tebeo de la posguerra española. Podría llamarse Cuchifritín. No para un segundo. Salta, corre, se revuelca por el suelo, sangra, berrea por cualquier cosa y se le pasa en un instante, le pega unas patadas de miedo al balón desde que empezó a tenerse en pie, le encantan los coches y las motos…
Gabriela, vuestra madre, va poniendo toques de educación sin clichés de género aquí y allá, pero a cada pequeña victoria – Lucas acepta los chupetes rosas igual que los azules – se suceden sonoras derrotas – con menos de dos años y sin haber visto a nadie levantar la mano en su vida, el enano suelta unas chufas tremendas a quien tenga delante cuando algo no le gusta.
No te quiero confundir: violencia gratuita aparte, Lucas es un niño de anuncio. Rubio, ojos azules oscuros, fuerte como un roble, musical y bailongo, un infante seductor y bastante caradura.
Como muchos niños, Lucas empezó a hablar diciendo las últimas sílabas de las palabras, aunque su caso era exagerado. Cuando la pediatra nos preguntó cuántas palabras sabía, fuimos nosotros los que nos quedamos sin habla. Entera, ninguna. “¿Treinta? ¿Veinte?”, insistió. “No, ninguna. Debe saber la sílaba final de unas 150, pero no sé muy bien a cuántas completas equivale eso”.
Eso sí, cualquier cosa que te cuente de Lucas palidece ante su característica más impresionante: siempre es el primero en ver la luna.
Una tarde calurosa de mayo, dos meses después de haber cumplido un año, le llevé al parque. Eran las seis, todavía había bastante luz. Mientras yo andaba despacio empujando el carrito, su dedo asomó por encima de la capota apuntando al cielo. Miré hacia arriba. Allí estaba la luna, recién salida en cuarto menguante. Perplejo, paré en seco y me puse delante de él.
Lucas miraba hacia arriba y señalaba la luna de forma inequívoca. “¿La luna?”, pregunté. “Nuna”, dijo él. Fue su primera palabra bisílaba.
No sé si mi cara de asombro o el haber pronunciado su primera palabra completa hicieron que le cogiese gusto al asunto. El caso es que, desde ese momento, Lucas se aficionó a buscar la luna en pleno día. En los momentos más insospechados, en mitad de un juego, de una carrera o de vuelta a casa en el carrito, Lucas levanta el dedo hacia el cielo y dice: “Nuna”. Y ahí está. Unas veces mayor, otras casi difuminada, pero él ya ha visto la luna antes que nadie y nos avisa. Y qué quieres que te diga, tener un hijo con radar lunar parece algo mágico.
Hoy vivimos muy cerca de un parque, y con frecuencia vamos allí a jugar a algo que te encantaría. Lucas entra en un grupo de arbustos bajos pero muy densos, con flores violetas y rojas. El conjunto de ramas, raíces y flores dibuja un laberinto pequeñito, con dos salidas. Lucas entra y se mueve por los pasillos, sabiendo que en una salida estará su madre y en otra yo. Tropieza, se levanta, se vuelve a caer, se muere de risa y acaba encontrando siempre una sonrisa al final del camino.
Te esperamos, Laura, llega pronto. Estamos los tres juntos aguardándote en la misma salida, al final del laberinto y con la cara iluminada por la alegría, para darle una oportunidad a que esos recuerdos soñados sucedan de verdad.