Cuento de Navidad

Cuento de Navidad. Fernando Sánchez Dragó

Dice mi amigo Pedro Ruiz que la actualidad es un secuestro de la vida. Tiene razón, sobre todo desde que Internet (hogaño, la Araña; antaño, la Autopista de la Información) lo convirtió todo en instantáneo y a la vez en permanente, pero hoy, pese a ello y a la repugnancia ética y estética que el arácnido citado me inspira, voy a rendirle tributo. A la actualidad, digo, y no al arácnido.

Hace tres o cuatro noches tuve una pesadilla que me condujo a dar un salto en la cama con los ojos como soperas y las facciones demudadas por el espanto. Soñé que deambulaba por un edificio en ruinas sorteando hervideros de arañas negras, gruesas como polvorones y provistas de pedúnculos oscilantes que pugnaban por clavarse en mí. Todo lo onírico está cargado de significación simbólica. Lo supo Sófocles, lo supo Shakespeare, lo supo Freud, lo supo Jung… Despierto ya, aunque aún abrazado a la almohada como si fuese el tablón de un náufrago, rebusqué entre los cascotes de mi aturdido inconsciente y llegué a la conclusión, terrorífica, de que Internet se había infiltrado en ese sanctasanctórum. Haré todo lo posible para que no vuelva a suceder, pero sucederá. No hay rincón, por blindado que esté, al que no lleguen los tentáculos de ese Pulpo Macrocósmico y Macroscópico creado por el Anticristo (Bill Gates).

Perdonen la digresión. Era sólo un desahogo. Vuelvo tras ella a mi cuento de actualidad, digo, de Navidad. Esta columna aparecerá el 24 de diciembre. ¿Les suena la fecha? La escribo en la víspera, hacia las seis de la tarde, cuando ya las sombras del crepúsculo de un día de temperatura moscovita, se cuelan por mi balcón. Acabo de dejar en mi cuenta de Twitter, poblada ya por casi tantos seguidores como forofos de los merengues caben en el Bernabéu, un picotazo en el que propongo que se traslade al 23 de diciembre la conmemoración del degüello de los Santos Inocentes. El Senado ‒explico‒ acaba de aprobar la Ley Celáa, émula del decreto que promulgó Herodes. Entre las respuestas de los tuiteros hay una que reproduce, junto una aspaventosa fotografía de la ministra en cuestión, el cuadro en el que Goya escenificó al dios Saturno devorando a su hijo. No sé cómo incluir aquí esas dos imágenes contiguas, pero les aseguro que la semejanza entre los dos rostros ‒el de la deidad antropofágica y parricida, y el de la titular del ministerio de Deseducación, Linguicidio y Asnalfabetismo‒ pone los pelos de punta. En fin… Otra pescadilla, digo, pesadilla rabiosa de ésas que se muerden la cola. Un plato, por cierto, que era frecuente en mi niñez, cuando la Navidad aún era una fiesta en la que se rendía alegre y canoro culto precisamente a un Niño recién nacido que se libró por los pelos de ser devorado, digo, degollado, por los manejos de Herodes. Quizá los responsables de Posmodernia sepan ilustrar mi cuento de terror, digo, de Navidad, con la secuencia fotográfica dejada por el tuitero en mi cuenta de la Araña, digo, de Twitter. Sírvales para ello de indicación su referencia. Se acoge al heterónimo de Diablo Cojuelo. Las víctimas de la Ley Celáa nunca sabrán quién era éste, ni Vélez de Guevara, que lo noveló, ni Saturno y, ni siquiera, probablemente, el Divino Sordo que lo pintó.

Hora es ya de ir rematando mi cuento de Navidad. Antes de iniciarlo, masoquista que soy, puse un telemortuario, digo, telefalsario, digo, telediario, en el que la práctica totalidad de las noticias se referían al virus, a su nueva cepa, a las colas de serpiente del Lago Ness formadas por los camioneros que pasarán su Nochemala atrapados en las cabinas de sus prisiones, digo, camiones, a las medidas adoptadas por las autoridades carentes de autoridad moral, aunque no política, para evitar que las navidades acaben siendo funerales y, en definitiva, a informar sobre lo que va a suceder en Cosvidonia, digo, en España. 

Mediocre cuento de Navidad es el que no incluya un villancico. Sea. Aquí lo tienen… «La Nochebuena no viene, / la Nochebuena se irá, / y si el Niño no lo remedia, / el virus se quedará».      Perdonen que en vísperas de Navidad haya escrito una columna tan fúnebre y un cuento tan poco navideño. No era mi intención amargar la fiesta a nadie. Tampoco a mí ni a los míos. La culpa es del virus, del telediario y de la ministra Celáa, a la que desde aquí, sin sorna ni retintín, deseo una feliz navidad. También a los senadores que han votado a favor del infanticidio. Yo cenaré esta noche a solas con el menor de mis hijos, con la menor de mis nietas y con sus respectivas madres, seremos cinco, airearé la casa, mantendré las distancias, prescindiré de los besos y de los abrazos, y encenderé todas las luces del Belén, del Árbol, del cariño, del respeto a las tradiciones, de la melancólica añoranza de un mundo que quizá esté ya tan perdido como el del Portal y de la fértil esperanza de que mi cuento de navidad sea sólo pasajero fruto de una sucesión de pesadillas que se desvanecerán en cuanto despertemos y recuperemos la cordura. Falta nos hace. Feliz Navidad, amigos.

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