De los únicos que no nos hemos librado, por el momento, han sido los débiles mentales, tarados emocionales y tontos de baba que siguen divirtiéndose en Nochebuena, Nochevieja y otras fiestas de guardar explotando petardos. Esta gente, como es imbécil de nacimiento y, tal como reza el dicho valenciano, “al que nace gilipollas no lo madura ni Dios”, continúan considerando que toda fiesta lleva aparejado el derecho a dar la tabarra y amargar la vida al vecino. No les importa la tranquilidad doméstica de los demás —¿qué digo “no les importa”… Si no se importan ellos mismos, si se degradan como energúmenos en pleno éxtasis de estupidez inundando ciudades y pueblos con pólvora y estruendo barato, cómo va a importarles nada más?—, ni que en muchos hogares haya personas enfermas que necesitan descanso, bebés que tienen que dormir, ancianos y niños con disfunciones cognitivas que se angustian lo indecible con el estrépito callejero, mascotas que sufren ansiedad hasta la muerte —hasta la muerte—, por causa de estos jolgorios populares que tan felices hacen a los idiotas. A ver, no quiero ponerme repolludo, pero, en esta sociedad hipersensible en la que nos estamos acostumbrando a vivir, ¿a ningún político mamaúvas de esos que campean por doquier se le ocurrido legislar y prohibir el uso de piroctenia lúdica por las masas embrutecidas? O sea, convertimos en debate nacional “la tortura” de las corridas de toros pero a nadie se le pasa por la cabeza poner coto a la tortura que para miles y muchos miles de mascotas, y de familias que las quieren, suponen unas navidades con petardos de fondo. Y para los miles de familias que cuidan y se preocupan por seres queridos expuestos a los estragos de esa barbaridad.
De la chusma petardera no nos hemos librado, es justo decirlo y también penoso admitirlo. No sé hasta cuándo nos tocará aguantarlos, sospecho que largo se presenta el ejercicio de paciencia, pero en fin… Algún día.
De otras germanías bípedas implumes si nos libramos gracias al denostado 2020 y sus pandemias. Por ejemplo, los turistas de botellón, las hordas ebrias veraniegas, las muchedumbre asiáticas que invadían museos y calles céntricas en las ciudades más emblemáticas de la vetusta Europa. ¡Qué placer para el espíritu, qué alivio para el alma contemplar, siquiera en vídeos y fotos, esas aguas cristalinas de Venecia impoluta y vacía! ¡Qué satisfacción las salas del Louvre habitadas sólo por obras de arte, el Barrio Latino vaciado de transeúntes glotones y carteristas rumanos, la avenida de la Ópera sin cohortes chino-coreanas desgastando sus venerables aceras! Y Eurodisney cerrado a cal y canto, como reliquia industrial y como debería haber sido desde el principio de los tiempos.
Ya me dirán más de cuatro que esa tranquilidad ambiental momentánea ha tenido un precio muy alto: la crisis económica global que está llevando a la ruina a buena parte de la ciudadanía. Cierto es, mas no desesperen los adeptos y partidarios de la dimensión económica de los fenómenos: esa crisis se llama “reinicio”, o “reseteo”, o “gran recambio” y “gran sustitución”, y estaba prevista con pandemia o sin pandemia. El virus sólo ha tenido la virtud, un poco maldita, de acelerar el proceso. Y un servidor, qué quieren que les diga: puesto a que me precaricen y me conviertan en inquilino sin derecho a queja en un mundo de identidades multibasura y Estados omnímodos, prefiero pasar el trago con la capa de ozono en los niveles de los años 70 del siglo pasado, jabalíes en la Gran Vía de Madrid, delfines en La Malagueta y lobos de mar en Punta del Hidalgo, un rompeolas para surfistas en Tenerife que recuperó a esta especie casi extinguida en cuanto los dichos surfistas desaparecieron, confinados en sus lugares de origen y reconvertidos en público de HBO. En casa, como en ningún sitio.
Lo único malo, en verdad malo: la gente que, dicen los buenrolleros, “ya no está”. O sea: los que han muerto para siempre por causa de la pandemia. Pérdidas terribles en soledad y desamparo. Irreparables. Imperdonables. Cuando ya no hay esperanza para las víctimas, cualquier resarcimiento parece inútil. Mas, aún así… es posible que todas esas muertes silenciadas, ocultadas, camufladas en estadísticas falsarias, disfrazadas por la indecencia de un “dolor oficial” impostado y cínico, todas ellas, sobre todo las habidas en residencias de ancianos, hayan establecido una base de responsabilidad histórica y legal ante la que tarde o temprano tendrán que responder los incompetentes embusteros que, en teoría, estaban encargados de evitar la catástrofe, al menos prevenirla. Sí, puede que al final, cuando el tiempo pase y se agoten los plazos para la cursilería y el teatrillo gubernamental, alguien consiga algo de justicia verdadera para aquellas víctimas que nunca debieron serlo. Aunque sea justicia poética, si bien yo prefiero la otra: la de toga. Todo se verá.
Total, lo dicho. Adiós 2020. Y que no crean: a mí me ha parecido, así a grandes rasgos, que ni tan mal…