La presencialidad, poco a poco y día desaparecida de nuestras vidas, otorga rango a los individuos, solemniza los actos públicos y privados y nos refuerza en la pretensión de trascendencia que cada cual asume para sí mismo. Hasta un reo conducido ante la autoridad judicial tiene derecho a ser condenado por un funcionario sentado tras la mesa de su sobrio despacho, con un montón de papeles sobre la mesa y la bandera nacional de fondo, no a que se le despache desde una pantalla líquida en la que flota la imagen de un señor (seguramente señora) que aprobó las oposición hace dos o tres años. Lo primero dignifica la humanidad del suceso y de quienes participan en él; lo segundo es tecnología popular aplicada al impulso de resignación: “esto se hunde, esto acaba, menos mal que nos queda internet”.
La presencialidad cura. Usted, antes, iba al centro de salud y era atendido y, sobre todo, escuchado por su médico. Y para oírle, aunque tuviese que contarle banalidades, aquel profesional vestía la bata blanca como vistieron los galenos romanos la túnica pulla que sólo a los peritos en su arte les era permitido vestir. Ser recibido, oído, “consultado”, tocado, aconsejado y recetado era recorrido ritual sanador. Un acto civilizado. La asistencia telefónica es barbarie y algo más: un recordatorio al ciudadano habitante de la modernidad sobre su irrelevancia. No deja de ser paradójico —a veces, cruelmente paradójico—, que en tiempos de inusitada reivindicación de la identidad de los colectivos oprimidos, la única identidad posible, la de cada hijo de vecino, se haya difuminado en una turba de cifras, estadísticas y datos de gestión. Oh, no voy caer en la simpleza de protestar porque nos hayan “convertido en un número” porque, en el fondo, siempre hemos sido un número, la letra pequeña de las condiciones de uso de la vida que nunca lee nadie. Sí me desasosiega, no obstante, que esa misma presunción de insignificancia del individuo haya impuesto su razón, su evidencia, sin que nadie lamente la pérdida. Lo malo no es que seamos prescindibles como gotas de agua en el mar; lo malo es que no nos quejamos y, a mayor desventura, nos parece lógico, cómodo y ajustado a la necesidades del bien común el que nuestras vidas, nuestros rostros, nuestros cuerpos, desaparezcan de los espacios públicos y sean sustituidos por la apariencia-espejo en una aplicación informática, y nuestras necesidades más o menos atendidas desde la perspectiva de los grandes guarismos sociales. Mientras estemos por encima de la ratio 500/100.000 en casos covid, los enfermos de cáncer sólo pueden hacer una cosa: esperar; con una sola alternativa: morirse.
El historiador H.K. Rewood, en su “El segundo imperio ruso”, documenta cómo Lenin, Trotski y Stalin —sin disensiones en esta materia—, cuando se proponía alguna iniciativa de gobierno en beneficio del estado soviético, siempre preguntaban: “¿Esto, cuántos muertos va a costar?”. Si las pérdidas humanas eran razonables, o sea, por debajo del millón de personas… adelante.
Así el tercer imperio, llamado mundialismo por no llamarle stalinismo de cuarta generación. Con la ventaja de que hoy no es necesario preguntar cuántos individuos hay que borrar de escena para enviarlos al limbo de los realmente inexistentes, e instalarlos allí con nombre, voz, rostro y palabra; todos viajeros conformes hacia una vida presunta entre cuatro paredes, expulsados del espacio común y resumirlos en una línea de un listado informático. ¿Cuántos? La respuesta es axiomática: todos. Claro que tampoco el espacio público tiene ya consistencia, apenas es una quimera de señoras con mascarilla desayunando ateridas en una terraza de Logroño, deseando salir de figurantes en “España Hoy” para volver corriendo al calor doméstico. Tachar gente de lugares que no las puede albergar y recluirlas en el único sitio de donde no se las puede expulsar por el momento, es una hazaña de ingeniería social en la que ningún dictador de los antiguos habría pensado. A las masas ya no hay que exterminarlas, gracias a Dios. Sólo hay que convencerlas de que ya no existen. Y que siga el Gran Paso Atrás y todos tan felices; o mejor dicho: tan sanos.