Marx y la Comuna (continuación)
La Comuna de París, lejos de destruir el mito revolucionario, lo reforzó. En su crítica, Marx contribuyó a crear una leyenda heroica del socialismo: «Compárese estos parisienses, que toman el cielo por asalto, con los esclavos hasta el cielo del Imperio germano-prusiano del Sacro Imperio romano, con sus mascaradas póstumas, apestando a cuartel, a iglesia, a repollo de hacienda junker y, sobre todo, a filisteo» (Karl Marx, «Cartas a Kugelmann», en La Comuna de París, Akal, Madrid, pág. 104).
Dicha crítica trajo a su vez una situación un tanto embarazosa y desconcertante para la Internacional, precipitando su final. Marx dijo que el escrito era sólo suyo, a título personal. Marx admiró a los comuneros porque no construyeron una corporación parlamentaria sino del trabajo, en donde se legislaba a la vez que se ejecutaban las leyes. Entonces Marx empezó a ser odiado, y era popularmente conocido como «El doctor terror rojo», y empezó a recibir amenazantes cartas anónimas, y con júbilo le escribió a Engels: «Esto me hace mucho bien después de veinte largos y aburridos años de aislamiento idílico, como el de una rana en una charca. El órgano del gobierno –The Observer– hasta me amenaza con una querella judicial. Que lo intente, si ello les place. ¡Me burlo de la canaille!» (Citado por Isaías Berlin, Karl Marx: su vida y su entorno, Alianza Editorial, Traducción de Roberto Bixio, Madrid 2009Berlin, pág. 213).
Como comentaría Lenin en 1914, «la derrota de la acción revolucionaria era, desde el punto de vista del materialismo dialéctico en que se situaba Marx, un mal menor en la marcha general y en el resultado de la lucha proletaria, que el que hubiera sido el abandono de las posiciones ya conquistadas, la capitulación sin lucha: esta capitulación hubiera desmoralizado al proletariado y mermado su combatividad» (Vladimir Ilich,«Carlos Marx», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 72). Y en septiembre de 1917 añadía: «Marx veía en aquel movimiento revolucionario de masas, aunque éste no llegó a alcanzar sus objetivos, una experiencia histórica de grandiosa importancia, un cierto paso hacia delante de la revolución proletaria mundial, un paso práctico más importante que cientos de programas y de raciocinios. Analizar esta experiencia, sacar de ella las enseñanzas tácticas, revisar a la luz de ella su teoría: he aquí cómo concebía su misión Marx» (Vladimir Ilich Lenin, El Estado y la revolución, Traducción cedida por Editorial Ariel S.A, Planeta-Agostini, Barcelona 1993, pág. 57-58).
Y en 1918 escribía Franz Mehring: «Corriendo los años Marx había de verse acusado por algunas voces aisladas del campo de la socialdemocracia por haber puesto en peligro la vida de la Internacional al echar sobre sus hombros la responsabilidad por el movimiento de la Comuna, con la que no tenía por qué cargar. Bien estaba -se dice- que defendiese aquel movimiento contra los ataques injustos, pero guardándose mucho de comprometerse con sus errores y deslices. Pero Marx, no podía, sin dejar de ser Marx, seguir esas tácticas tan cómoda, muy propia de “estadistas” liberales. A él, jamás se le pasó por las mientes sacrificar el porvenir de la causa llevado de la engañosa esperanza de reducir de este modo los peligros que la acechaban en el presente» (Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, Pág. 466-467).
Con todo, tras el fracaso de la Comuna, Marx, que como hemos dicho sería llamado por sus enemigos «Doctor Terrorista Rojo» o simplemente «Doctor Rojo», pasó a ser la principal figura de la Comisión de Refugiados que se hallaba en Londres para asistir a los revolucionarios frustrados que huyeron de París de las garras de la represión contrarrevolucionaria. Marx rescató de los tribunales militares a un buen número de comuneros, y les consiguió pasaportes, dinero y trabajo. De hecho algunos se refugiaron en su propia casa, que era llamada por los refugiados la «posada de la justicia». Entre estos refugiados se encontraba Eugene Pottier, el cual, mientras huía de la ciudad de la Comuna, compuso unos versos en junio de 1871 que dedicó a su amigo y camarada de la Comuna Gustave Lefrançais. Estos versos con los años serían traducidos a diversos idiomas y además se convirtieron en el himno del proletariado internacional que poco después, otro obrero, Pierre Degeyter, ya en los tiempos de la Segunda Internacional y al poco tiempo de llegar del exilio de Estados Unidos, le puso música (aunque en principio Eugene Pottier la escribió para que fuese cantada con la música de la Marsellesa, pero finalmente Pierre Degeyter decidió crear una nueva composición musical igualmente épica y emotiva). Dichos versos, pese a su espíritu utópico y su ingenuidad, su maniqueísmo y su irrealismo político, bien merecen ser citados:
¡Arriba, parias de la Tierra.
En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha,
Es el fin de la opresión.
Del pasado hay que hacer añicos,
legión esclava en pie a vencer,
el mundo va a cambiar de base,
los nada de hoy todo han de ser.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
Ni en dioses, reyes ni tribunos,
está el supremo salvador.
Nosotros mismos realicemos
el esfuerzo redentor.
Para hacer que el tirano caiga
y el mundo siervo liberar,
soplemos la potente fragua
que el hombre libre ha de forjar.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
La ley nos burla y el Estado
oprime y sangra al productor.
Nos da derechos irrisorios,
no hay deberes del señor.
Basta ya de tutela odiosa,
que la igualdad ley ha de ser,
no más deberes sin derechos,
ningún derecho sin deber.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
¡Agrupémonos todos,
en la lucha final!
El género humano
es la Internacional.
Tanto en Inglaterra como en Suiza los comuneros refugiados gozaron de poder continuar el trabajo político de la Comuna en reuniones con sus camaradas o compañeros de viaje. El gobierno de Francia pidió a los gobiernos de Suiza e Inglaterra que extraditasen a los fugitivos de la Comuna no ya en calidad de revolucionarios o delincuentes políticos sino como delincuentes comunes (cosa a la que Suiza estuvo a punto de conceder). Como pasó 20 años antes con los refugiados alemanes tras la revolución de 1848, los refugiados franceses empezaron a enzarzarse en discordias intestinas, con lo cual se acabaría la paciencia de Marx, como exclamó en noviembre de 1871: «¡Así me pagan cinco meses perdidos trabajando por ellos y el servicio que les presté saliendo en su defensa con la alocución!» (Citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, Pág. 470).
Y pese a toda esta labor, según un informe secreto de la policía de París desde Londres, con fecha del 31 de octubre de 1878, «Muchos exiliados de la Comuna consideran a Marx agente de Bismarck. Los medios necesarios para su subsistencia no pueden proceder -en vista de su tren de vida- únicamente de la caja de las asociaciones alemanas. Y a pesar de todo lo que se diga, también queda excluido que un estilo de vida como el suyo pueda financiarse exclusivamente de los honorarios que le puedan llegar por la venta de sus escritos. Está comprobado que Marx no dispone de capital privado. Y en caso de que tales medios hubieran existido alguna vez, ya se habrían agotado hace tiempo. Por consiguiente, sólo queda la caja de los socialistas alemanes o… ¡quién sabe qué otras fuentes!» (Citado por Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, Traducción de Michael Faber-Kaiser, Anagrama, Barcelona 1999, pág. 369).
La alocución de la guerra civil en Francia escrita por Marx ocasionó, entre otras consecuencias, la ruptura con la Internacional de los prestigiosos directivos del tradeunionismo Lucraft y Odger, mientras desde el principio del Consejo General (el segundo incluso como presidente hasta que se suprimió dicho cargo). De todos modos el interés de las tradeuniones en la Internacional consistía en presionar al gobierno para que cediese la reforma electoral, y una vez que ésta fue concedida los tradeunionistas empezaron a coquetear con los liberales, y además el tradeunionismo no se proponía la revolución social contra el sistema capitalista sino simplemente la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores, es decir, se trataba de una organización reformista y no revolucionaria (más próxima a lo que sería la cuarta generación de izquierda, la socialdemócrata, o el fabianismo, que a la quinta generación de izquierda, el comunismo marxista-leninista de la Tercera Internacional).
Los «integrantes» de la Internacional como Odger, advertía Marx ya en 1868, estaban más preocupados por trabajar en sus candidaturas para el Parlamento que por aunar esfuerzos para la revolución. Era, pues, el «cretinismo parlamentario» el motor de sus aspiraciones, así como la protección jurídica para sus organizaciones y sus cajas, y no la subversión política y social contra el orden burgués vigente en pos de la emancipación del proletariado y, en consecuencia, del Género Humano. Cuando por fin los directivos tradeunionistas desertaron de la Internacional Marx les reprochó haberse vendido al gabinete liberal del gobierno de Su Majestad. En la primavera de 1871 el gobierno inglés presentó un proyecto de ley que daba derecho a toda tradeunión a registrar legalmente sus cajas gozando así de la protección estatal siempre y cuando los estatutos de estas organizaciones obreras no violasen los preceptos penales. No obstante, el gobierno de Su Majestad daba con una mano lo que quitaba con la otra, pues la ley incluía una segunda parte en la que se suprimía la libertad de coalición e incrementaba la política contra las huelgas, prohibiéndose «actos de violencia», «amenazas», «coacciones», «injurias», «obstáculos», etc. Se trataba ni más ni menos que de una ley de excepción, y así se quejan los historiadores del tradeunionismo: «De poco servía declarar legal la existencia de asociaciones sindicales, si luego la ley penal se ampliaba hasta englobar los recursos pacíficos y cotidianos por medio de los cuales solían estas asociaciones conseguir sus fines» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 472). «Era la primera vez en la historia que se reconocían los sindicatos elevándolos a corporaciones legalmente existentes y protegidas por el derecho; pero, a la vez que se hacía esto, se refrendaban expresamente, agudizándose, las normas legales encaminadas a combatir la acción sindical» (Mehring, Carlos Marx, pág. 472).
Engels, por su parte, señaló que la Comuna realizó, aun de modo efímero, lo más parecido a la dictadura del proletariado. Así lo dijo en 1891: «las palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!» (Friedrich Engels, «Introducción a la edición alemana de La guerra civil en Francia, publicada en 1891», en La Comuna de París, Akal, Madrid 2010, pág. 95).
Continuará.