La famosa paradoja de Karl Popper sobre la tolerancia dejó hace tiempo de ser un futurible distópico para convertirse en empalago cotidiano. Según el filósofo austríaco (y británico), en cualquier sociedad y momento de la historia la tolerancia ilimitada conduce a la intolerancia absoluta. Si todo está permitido, todo está prohibido. Es el revés, bastante más realista, de la muy citada intuición de Dostoievski en Crimen y castigo: “¡Si Dios no existe, todo está permitido!”. Ni hablar del caso, Fiodor: si Dios no existe (entendámonos, hablamos de prototipos en la representación ideológica del mundo), todas las creencias son igual de legítimas, ninguna puede prevalecer sobre las demás y nadie puede hacer nada que moleste al de enfrente. Todo prohibido.
Me viene al santiscario este antiguo debate a propósito del pequeño revuelo organizado la semana pasada, en España, tierra de vinos y aceites y primer productor mundial de papel de fumar, en torno a un hecho en sí muy injusto, socialmente interesante: una azafata de la Feria Internacional del Turismo (FITUR-2021) se quedó sin trabajo porque la empresa encargada de proveer los uniformes no había incluido tallas de su tamaño. No hace falta decir que la chica, encantadora por otra parte, es bastante corpulenta. La organización del evento se ha disculpado unas trescientas veces, han prometido resarcirla, etc. Pero claro, ya tenemos montado el escándalo y el espectáculo.
A partir del anterior punto y aparte, este artículo no versa sobre la chica que sufrió la arbitrariedad respecto a su talla de uniforme, sino sobre el comportamiento general de la sociedad ante este suceso y otros similares. Dicho queda.
La histerocracia siempre actúa como su propio nombre indica: por resorte predispuesto e implacable. Los discursos, lamentos y reivindicaciones contra la “discriminación” de mujeres usuarias de tallas grandes (de los hombres no se ha dicho nada), saltaron a los medios con esa prontitud y santurrona iracundia a la que ya estamos acostumbrados. Combatir la anorexia, el estereotipo comercial de mujer delgada, esbelta hasta la flaqueza, tiene ahora su corolario optimizado: ensalzar la gordura como una decisión liberadora para mujeres enfrentadas a la tiranía patriarcal del modelo estético femenino, expresado en las tallas 36 y 38, como mucho la 40. Ser mujer esquelética es un horror (porque lo es); ser mujer obesa es guay y “empoderante”. La lógica tolerantista impone de nuevo su disparate: no hay límites para las tallas de los uniformes que deben vestirse en actos cuya naturaleza aconseje el uso de estas prendas. Una talla 44 está bien, aunque mejor la 46, o la 48… ¿y por qué no una 50, o una 52, 54, 56…? Cuanto más grande la talla, mayor el grado de tolerancia hacia quien la usa, mayor el grado de liberación de la desacomplejada, hasta llegar a la cesación de la actividad uniformada, no por falta de talla sino por imposibilidad de quien podría usar aquellas prendas si pudiera alzarse del lecho, la parálisis ambulante en que acaban postrados casi todos los obesos mórbidos y todas las obesas mórbidas, todos los grandes obesos y todas las grandes obesas.
Si la tolerancia ilimitada y la denuncia sin límites de la intolerancia acaba en despropósito, el resabio democrático es peor aún. Mata. No exagero y me explico:
Cualquiera puede ser gordo. O gorda. Pero no todos pueden ser delgados. O delgadas. Para ser delgado y también para ser delgada es necesario mantener unos hábitos de vida y alimentación saludables, actuar enérgica y positivamente respecto a nuestros cuerpo y nuestra salud. Por el contrario, para ser gordo, y no digamos gorda, no es preciso hacer nada. Basta con apoltronarse frente al televisor, picotear chucherías cada treinta y dos minutos y cotillear por el móvil en redes sociales unas nueve horas al día, sin moverse del sitio. Ser gordo y, evidentemente, gorda, está al alcance de cualquiera. Es democrático. Abundando: si todo el mundo puede ser gordo, ser gordo no es nada, no significa nada ni tiene mayor relevancia. ¡A engordar, seamos democráticos, tolerantes con la grasa e intolerantes con los estereotipos machistas sobre el aspecto físico de las personas y, sobre todo, de las mujeres!
Objeción: la anorexia es una enfermedad terrible que afecta al 0’6% de la población mundial. La obesidad, en todas sus manifestaciones, no es menos devastadora que la anorexia en cuanto a sus consecuencias para la salud, y afecta al 14’3% de los jóvenes europeos menores de 35 años; entre los 35 y los 75, el porcentaje se dispara hasta el 38%, si bien en esta cifra se incluye a las personas que simplemente sufren sobrepeso y deberían corregir su masa corporal si no quieren tener problemas de salud graves en el futuro. (Fuentes de los datos anteriores: Observatorio de la Infancia/Junta de Andalucía; Prevalencia de la obesidad en Europa, Google Académico).
Conclusión: la diferencia de enfermedades y muertes causadas por estos trastornos, entre quienes sufren obesidad y quienes padecen “delgadez”, es abrumadora, tanto porcentualmente como en cifras absolutas. Si la anorexia es un problema muy serio, la obesidad es una de las plagas de occidente, la segunda causa de fallecimiento en Europa y países desarrollados (con permiso del Covid-19). Sin embargo, hay que ser extremadamente intolerantes con la anorexia y extraordinariamente tolerantes con la obesidad. ¿Por qué? Sencillo: porque ser obesos, o mejor aún, obesas, forma parte de nuestro modo de vida, está al alcance de todos y supone un acto de rebeldía cívica contra los cánones tradicionales de belleza. No lo duden: si el pensamiento y la emotividad neoprogres odian algo con especial inquina, es la belleza. La capilla Sixtina es propaganda clerical, la Venusde Botticelli una mujer oprimida por el modelo patriarcal y Las Meninas una intolerable apología de los regímenes monárquicos y, por ende, autoritarios.
¿Imaginan a una decrépita chica de talla 36 apareciendo en los medios del sistema, reivindicando su derecho a la extrema delgadez como expresión de su libérrima individualidad? Un espanto. Pues la misma grima me embarga cuando veo a señoras gordas (señores gordos muy pocos, concretamente ninguno), defendiendo sus michelines y clamando por las TVs y demás espacios de reinformación su improfanable derecho a morir con las arterias colapsadas, las piernas hinchadas y el estómago dilatado hasta su perfecta talla 3XL. Otro horror contemporáneo.
Lo dicho: si Dios no existe, todos gordas. Y lo que es peor: todos idiotas.