Que yo recuerde, las versiones más modernas e intelectualmente potables del marxismo político —en versión socialdemócrata o comunista, tanto monta—, señalaban la necesidad de construir un gran consenso social en torno a determinados valores estratégicos e intereses materiales a corto/medio plazo, representados por diversas clases sociales y colectivos —“bloque histórico” se le llamaba—, que serían los agentes necesarios para el cambio hacia una sociedad más justa, solidaria, igualitaria, democrática, de arroyos de leche y miel, etc.
La teoría, perfecta.
Durante bastantes años, en España y en las décadas 80/90 del siglo XX, les salió redonda la jugada, consiguiendo una mayoría social incontestable bajo postulados “progresistas” que me parecieron entonces y me parecen ahora razonables, incluso dotados de cierta legitimidad histórica fronteriza con la famosa justicia poética de las cosas, por cuanto a varias décadas de gobierno dictatorial de la derecha correspondía el auge del izquierdismo más o menos moderado, por una mera cuestión de simetría, dijéramos.
Felipe González y el PSOE de los años ochenta no gobernaron en España durante casi tres lustros porque la gente fuese socialista acérrima sino porque el partido, su programa y dirigencia encarnaban y gestionaban con solvencia dos ventajas que convencían a la mayoría del electorado: progreso económico y estabilidad política. Con aquella organización, aquellos programas y aquellos políticos al frente del Estado, los españoles, por lo general, estaban convencidos de andar en manos fiables. Podías estar más o menos de acuerdo con ellos, o nada de acuerdo, pero nadie tenía la sensación de andar en aguas perdidas y bajo mando de un almirantazgo ebrio. EL PSOE, en sus años de más pujanza, era un partido serio. Casi me atrevo a afirmar que era el partido de la “gente de orden”, en la medida en que un recambio hacia la alternativa derechista, o sea, Alianza Popular, sugería demasiados riesgos y proponía un escenario en exceso incierto. Si algo quedó bien demostrado durante la Transición fue que los españoles, esta vez sí, mayoritariamente, no eran partidarios de súbitas y poco reflexionadas “vueltas a la tortilla”. Los experimentos, con gaseosa. Los cambios, poco a poco.
Aquella fue la única etapa de la historia en que a la izquierda le cuadró la teoría —perfecta—, con la práctica. Después pasamos a otras épocas y otras coyunturas que han ido del mal al peor, y al mucho peor, y que podríamos definir como el tiempo de “la teoría perfecta y los hechos jodidos”.
Hablaba antes, por hablar y decir algo, de ese consenso social incontestable que la izquierda moderna necesita para desarrollar su proyecto. Dejemos de lado, por ahora, el proyecto y su real o ficcionaria existencia, y centrémonos en el consenso…
¿Ustedes se han dado cuenta también de que, desde que el “nuevo” PSOE y sus flagrantes aliados de la podesmia están en el poder, el consenso social ha saltado por los aires? No les voy a preguntar si se estremecen como un servidor al comprobar cómo día a día va degradándose más el sentido de lo colectivo, se desacreditan las instituciones y se enfrenta a unos ciudadanos contra otros ante la impavidez, a veces complacida, de un Estado sectario, descaradamente partidista, entre jacobino y bananero. Mas, como síntoma pintoresco y cañí del desmadre, ¿no les resulta chocante que incluso entre las filas del sedicente “progresismo” se haya desatado una guerra civil que amenaza con pasar de lo larvado a las bofetadas callejeras? Los enfrentamientos, el pasado 26 de junio, entre feministas por lo clásico y defensor@s de la cuchipandesca ley trans del gobierno son muestra, como diría el castizo, más que evidente de lo expuesto. No es ya que el consenso social y los supuestos bloques de “progreso” estén siendo desarticulados a marchas forzadas por el sectarismo visionario de los líderes más contumaces de esta izquierda implosiva —puede que suicida—, sino que entre sus propias filas cunde tal estado de inquietud, nerviosismo y posiblemente histeria, que el proyecto promete fracasar por su propio peso antes de que las urnas den el relevo a otros gobernantes menos intensos.
Los de hoy llegaron, decían, para regenerar la vida pública y acabar con los privilegios de la satrapía política. A la evidencia me remito sobre este aspecto, a cómo han evolucionado quienes llegaron al congreso sin ducharse y ahora propietean, el que más y el que menos, un pisito en el otrora odiado barrio de Salamanca, o un chalecito en Boadilla del Monte.
También llegaron, decían también, para acabar con el abismo social existente entre la clase política y “la gente”, y unirnos a todos en un gran proyecto nacional de justicia, solidaridad e igualdad. Hermosos principios que la dura realidad ha convertido en inmenso lodazal: nunca, jamás de los jamases en la historia de nuestra democracia, se encontró la sociedad española tan dividida, enfrentada y desalentada. Y nunca fue tan difícil, imposible en verdad, conjuntar los ánimos y voluntades de la izquierda y los sectores “de progreso” en torno a un eje común de aspiraciones y un programa compartido de intervención sobre la facticidad objetiva. Pues no hay partido, sindicato, asociación o colectivo que no haya sentido en su núcleo el desgarro y el enfrentamiento que estos aventureros trajeron bajo el brazo. Ni el mismo partido de los inventores del ingenio, el Podemos en vaqueros y zapatillas deportivas del primitivo Iglesias, se ha visto libre del atiliano debacle. Para las tres cuartas partes de la militancia que ha abandonado la organización, son unos traidores. Para los anticapitalistas andaluces, unos oportunistas sin escrúpulos. Para sus socios de IU, “unas ratas”. Y si ellos mismos lo dicen, algo habrá por debajo. Mucho más que aquel simple exabrupto de la candidata nº3 a la Comunidad de Madrid por UP, de eso no hay duda. Quien haya militado alguna vez en un partido de cualquier signo, sabe que nunca encontraron tanto odio los dirigentes y mandamases del tinglado como entre sus propios seguidores.
Y así va, de momento, la lucha por el gran consenso social de la izquierda y la construcción de los bloques históricos que nos llevarán a la tierra prometida y los arroyos de leche y miel, aunque esto último ya lo dije antes. Y antes que yo, la Biblia.