La expulsión de Bakunin de la Internacional
En el Congreso de la Haya de 1872 se procedió a expulsar a Bakunin con 27 votos a favor de la expulsión, 7 en contra y 8 abstenciones. El editor de Bakunin, James Guillaume, también sería expulsado con 25 votos a favor, 9 en contra y 9 abstenciones.
Al romper definitivamente con Bakunin Marx se refirió a éste con improperios como «enorme masa de carne y grasa, gentuza paneslava, charlatán, ignorante, saltimbanqui capaz de cualquier infamia», e incluso «agente secreto del gobierno austriaco» (citado por Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, Traducción de Michael Faber-Kaiser, Anagrama, Barcelona 1999, págs. 523-524). Según George Sand, que era amiga de ambos, el papel de Bakunin como agente secreto del gobierno austriaco fue un infundio que se difundió por la embajada rusa en París y que Marx difundió a sabiendas de su falsedad (de hecho siempre había dicho de manera conspiranoica que el anarquista ruso era en realidad un agente del Zar).
Bismarck, el formidable Canciller de Hierro, se congratuló de la expulsión de los bakunistas y acogió la noticia como la mejor para los intereses de la civilización, y sobre todo para la eutaxia del recién fundado Segundo Reich.
Como se quejaba Bakunin en La Liberté, el Congreso de La Haya «no se trataba de un Congreso de la Internacional, sino de un Congreso del Consejo General, cuyos miembros marxistas y blanquistas sumaban casi una tercera parte de todos los delegados, a remolque de los cuales navegaba por una parte el disciplinado batallón de los alemanes, y por otra algunos franceses extraviados, [y que] habían acudido a la Haya, no para discutir en serio las condiciones de la liberación del proletariado, sino para erigir su dominio dentro de la Internacional» (citado por Enzensberger, pág. 329). Y continúa diciendo que Marx «tiene a sus órdenes un numeroso cuerpo de agentes secretos jerárquicamente organizados y directamente dependientes de él, una especie de francmasonería socialista y literaria, integrada en su mayor parte por sus compatriotas, judíos, alemanes y de otras nacionalidades, quienes demuestran un celo digno de mejor causa. Y, por último, disponía del gran nombre de la Internacional, que es capaz de ejercer unos efectos tan mágicos sobre el proletariado de todos los países, y que durante demasiado tiempo le fue permitido explotar para sus ambiciosos proyectos» (citado por Enzensberger, pág. 334).
Y más adelante dice el líder anarquista: «En marzo de 1870, y siempre en nombre del Consejo Central y con la firma de todos sus miembros, el señor Marx escribió una circular difamatoria contra mí en alemán y francés, dirigida a todas las federaciones nacionales. Yo no me enteré de dicha circular hasta hace unos seis o siete meses, con ocasión del último proceso contra los señores Liebknecht y Bebel [marzo de 1872], en el cual dicha circular figuraba como prueba de acusación, y como tal fue leída en público. En dicho memorándum, dirigido al parecer exclusivamente contra mí, y cuyos detalles todavía desconozco, el señor Marx recomienda a sus íntimos la labor de zapa en la Internacional, y luego se dirige contra mí. Me acusa, entre otras muchas cosas deliciosas, de haber fundado en el seno de la Internacional y con el evidente fin de destruirla, una sociedad secreta perniciosa llamada Alianza. Lo que, sin embargo, me pareció el colmo de la ridiculez, es que mientras yo permanecía tranquilamente en Locarno, muy alejado de todas las Secciones de la Internacional, el señor Marx me acusó de llevar a cabo una terrible labor de intriga -así yerra uno cuando juzga a los demás según uno mismo- tendente a conseguir el traslado del Consejo General de Londres a Suiza, para poder fundar así mi dictadura en él. La circular finaliza con una prueba muy erudita y victoriosa de la necesidad -que hoy por lo visto ya no existe- de mantener el Consejo General en Londres, dado que hasta el Congreso de La Haya aquella ciudad era para el señor Marx el centro natural, la verdadera capital del comercio mundial. Pero ahora parece haber dejado de serlo desde que los trabajadores ingleses se han sublevado contra el señor Marx o, mejor dicho, desde que han adivinado sus aspiraciones de dictadura y han conocido sus medios demasiados hábiles para conseguirla» (citado por Enzensberger, págs. 337-338).
Como observó Bakunin, tras el Congreso de La Haya la Internacional se dividió en dos campos irreconciliables que con el tiempo llegaría a las manos en el campo de batalla: «En uno de ellos se encuentra, en rigor, Alemania sola. En el otro se encuentran, en diferente grado, Italia, España, el Jura suizo, gran parte de Francia, Bélgica, Holanda y en un futuro próximo los pueblos eslavos. Estas dos tendencias chocaron finalmente en el Congreso de La Haya. Gracias a la enorme destreza del señor Marx, gracias a la organización completamente artificial de su último Congreso, venció la tendencia germana» (citado por Enzensberger, pág. 326). En Rusia vencería la tendencia «germana», es decir, la marxista.
Al romper con la Internacional, en el mismo año de 1872 Bakunin reunió a sus seguidores en Saint Imier (Suiza), donde se congregaron delegados anarquistas de España, Italia y el Jura, así como de Francia, Bélgica y Holanda, con el fin de configurar una rama europea de la Internacional enfrentada al autoritarismo marxista. En 1873 celebraron un congreso en Ginebra donde se acordó la huelga general como principal arma y estrategia revolucionaria (estrategia que tomarían prestada los comunistas).
Como escribió Bakunin a la redacción de La liberté de Bruselas tras su expulsión en el Congreso de La Haya, «La victoria del señor Marx y los suyos ha sido total. Seguros de una mayoría largamente preparada y organizada con destreza y cuidado, aunque no con demasiado respeto por los fundamentos de la moral, la verdad y la justicia -que encontramos con tanta frecuencia en sus discursos y tan pocas veces en sus actos-, los marxianos se quitaron la máscara. Y tal como corresponde a unos hombres amantes del poder, y hablando siempre en nombre de la soberanía del pueblo -que a partir de ahora servirá a taburete a todos los pretendientes al gobierno sobre las masas-, han decretado audazmente la esclavitud del pueblo a la Internacional… Nosotros no aceptamos -ni tan sólo como forma revolucionaria transitoria- convenciones nacionales ni asambleas constituyentes, ni tampoco las llamadas dictaduras revolucionarias, dado que estamos convencidos de que la Revolución sólo es honesta, honrada y real en manos de las masas, pero que si se concentra en manos de unas pocas personas gobernantes, se habrá de convertir inmediata e inevitablemente en reacción… No cabe duda de que entre la política de Bismarck y la de Marx existe una sensible diferencia, pero entre los marxianos y nosotros se abre un abismo. Ellos son los hombres del gobierno y nosotros los anarquistas, ocurra lo que ocurra» (citado por Enzensberger, págs. 323-324-325-326). Y ya sabemos que para los anarquistas cualquier forma de gobierno explota y aplastas a los individuos.
El 15 de febrero de 1875 Bakunin le escribe desde su refugio suizo al geógrafo y anarquista francés Élisée Reclus que, como buena parte de los revolucionarios tras la derrota de la Comuna de París, estaba amargado y que «el mal ha triunfado y no queda el más mínimo vestigio de pensamiento, esperanza o pasión revolucionaria en las masas […] La única esperanza es una guerra mundial ¡aunque vaya perspectiva!» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio, Espasa, Barcelona 2017, pág. 326). Esa guerra estallaría 49 años después y, aun destrozando el internacionalismo proletario, hizo surgir un Estado (que no se extinguió sino que colapsó) en el que se impuso, frente a otros Estados, el «socialismo realmente existente».
Final.