Acabásemos… La culpa de la brutal subida del precio de la energía eléctrica y, en consecuencia, del recibo de la luz que pagan las familias españolas, la tiene Franco. Lo dejó dicho con toda claridad doña ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico —tiene sopranos el título ministerial— Teresa Ribera, el pasado 28 de agosto, ante las cámaras de TVE y hablando sobre la problemática del sector: “Hay que ver hasta qué punto se puede producir una regulación perfectamente justificada, porque no es razonable que esto se siga gestionando como se gestionaba durante el franquismo”. Ahí es nada. Una conspiración tramada hace sesenta años, al descubierto gracias al cráneo privilegiado de esta formidable señora.
A veces tengo la sensación de vivir en el lado equivocado de la existencia, de ser habitante en un país que no existe, dirigido —es un decir—, por un gobierno de ficción cuyos integrantes son expertos impostores, como si un director de escena cruelmente bromista los hubiese contratado para hacerse pasar por ministros, ministras y apuntadores de chistes malos. A veces, por desgracia con frecuencia, siento esa escisión entre la verdad de mis días, la realidad de mi entorno, la gente que puebla ese territorio, y el panorama oficial que describe las condiciones imaginarias bajo las que se desarrolla la vida pública. En serio, no me gusta escribir sobre “la rabiosa actualidad”, pero, también a menudo, lo trivial cotidiano se convierte en categoría, una bofetada sonora y rotunda que nos despierta de la realidad y nos conduce por vía traumática al mundo de vastas emociones y pensamientos imperfectos donde sueñan —deliran—, nuestros mandamases.
Sólo desde esa perspectiva sobre el escenario, la importancia de la irrealidad consciente en la humana carnalidad del calendario, puede uno explicarse tanto disparate y, como diría el tanguista, tanto atropello a la razón. Ya no se trata de una gansada cada cierto tiempo, sino que las grouchadas gubernamentales son pan de cada día, afán de cada jornada, al punto de que encender el televisor a la hora de los garbanzos y las noticias es una promesa de brillantes novedades en la Editora Nacional de Sandeces. Un día nos cae la ministra de igualdades con un antiguo montaje fotográfico de Dalí-Lorca amartelados, muy necesario para reforzar la imagen loquita del icono gay en que están convirtiendo al poeta; al siguiente nos caen con la teoría de que cualquier bípedo implume puede ser mujer con sólo declararlo —lo que convierte al hecho “ser mujer” en irrelevancia suma—; para el fin de semana se acuerdan de que comer carne es malísimo para la salud y aún peor para el planeta, por no hablar del catastrófico efecto de los pedos de las vacas —con los pedos humanos todavía no se han metido, todo llegará—, y en fin etcétera. Con un presidente de vacaciones semiperpetuas, sus ministros anónimos y sus charos vicepresidiendo lo que haya que vicepresidir, este gobierno es una factoría inagotable de ideas piroplásticas, un remedio monumental, brutal, a la sequía informativa que tradicionalmente abarcaba todo el mes de agosto. Vaya verano nos están dando.
Pero en fin, no caigamos en las claras argucias del trilero que maneja los cubiletes con una mano mientras que, con la otra, nos birla la cartera. A ver, estimados lectores: ¿A ustedes no les parece raro, pero raro de verdad, el despliegue mediático y la pertinaz insistencia en el abuso de los precios de la energía eléctrica, especialmente en las emisoras de radio y canales de TV controlados por el gobierno? O sea, que por un lado autorizan estas subidas escandalosas en el recibo de la luz, y por otro, con ímpetu indesmayable, machacan a la ciudadanía con los detalles del sindiós. A diario nos informan, con todo despliegue, sobre los “máximos históricos” en el precio del megavatio, la desecación de los pantanos provocada por la turbinación de las empresas eléctricas, con objeto de gastar más y facturar más, la voracidad de los consejos de administración y accionistas de estos emporios… y la última, claro está: el origen franquista de este caos y este atraco.
Tanto aparato y tanto rasgamiento de vestiduras, ¿a qué conduce y adónde nos lleva? No lo duden: a la nacionalización del sector. Ya lo dijo la ministra del ramo ecológico, la misma Ribera con “b”: “No tenemos la menor intención de expropiar ni de revertir…”. O sea, que prepárense.
Prepárense para la nueva ocurrencia: el Estado gastará una milmillonada en “reajustar” las concesiones de las hidroeléctricas y demás empresas del sector energético, con la nacionalización de trasfondo. Y prepárense para una campaña cívico-doctrinaria sobre las ventajas de esta intervención de urgencia que evitará —de ilusión también se vive, y con mentiras se sobrevive—, futuros desmanes como el actual. Sobre lo que no deben hacerse ilusiones es acerca de una posible bajada de los precios de la energía que consumen nuestros hogares. Los precios son como el paraíso celestial: cuando se llega hasta él, ya nunca se baja de la nube.
Así funciona la dura irrealidad en el novísimo concepto de la política, entendida como arte de generar desastres para resolverlos a ganancia de pescadores. Porque eso tampoco lo duden: al final, ganarán los de siempre; que el Falcon gasta mucho en combustibles y la mitad de la podesmia está aún sin colocar. Vamos a ello.