El pasado 16 de agosto, cincuenta y dos personas perdieron la vida en alta mar, trescientos cincuenta kilómetros al sur de Gran Canaria. En una lancha neumática concebida para transportar, como máximo, a veinticinco viajeros, se hacinaron alrededor de sesenta inmigrantes, con origen en la costa africana, entre Tarfaya y El Aaiún, y destino conjeturable en Fuerteventura o el litoral de Arinaga, en Gran Canaria. Abandonados por las mafias del tráfico de personas en el océano, sin medios para navegar, sin conocimientos del mar, sin más ayuda que algunos teléfonos celulares para llamar al 112 e intentar ser localizados por los servicios de rescate y emergencias, fueron muriendo durante días, unos deshidratados y otros ahogados, todos en la desesperada soledad hasta donde fueron conducidos por sus ansias de cambiar de mundo, dar el salto de la infravida africana a la opulencia occidental, su ignorancia sobre las condiciones del viaje y los riesgos que implicaba y, sobre todo, la espeluznante maldad de las organizaciones criminales dedicadas a este inmundo negocio. Al final, del pasaje embarcado en la mortífera lancha sobrevivió una mujer, de unos 27 años, que había permanecido a la deriva, durante varios días, en compañía de dos cadáveres. Cierto: los esclavos que viajaban encadenados en barcos, desde África a América o las costas del Algarve, en los siglos XVII y XVIII, lo hacían en condiciones menos letales.
El 31 del mismo mes de agosto, otras treinta personas murieron en la travesía entre Tan-Tan, al sur de Marruecos, y Fuerteventura. Viajaban en condiciones similares a las ya descritas. La historia es siempre la misma y se repite como una maldición sobre las aguas que circundan el archipiélago canario: lanchas sobrecargadas, gentes que han pagado su puesto en el pasaje a precio de oro y sin sospechar que el coste del viaje les incluye la vida, desalmados que abandonan a sus víctimas en el océano, confiando estas en que las autoridades españolas de salvamento y vigilancia, o las organizaciones humanitarias, los encuentren antes que la muerte en alta mar; deseando aquellos, los modernos tratantes de esclavos, que todo concluya sin dejar rastro de su indeseable protagonismo en este sindiós.
Entre un suceso y otro, hay un rosario de desastres marítimos más pequeños —la medida es la muerte—: cuatro ahogados un día, dos o tres deshidratados al siguiente… No hay jornada en que los servicios españoles de rescate en alta mar no hagan un par de salidas en busca de estos infelices errantes. Así llevamos meses en Canarias, y el verano ha sido la culminación. No sabemos a ciencia cierta cuántos cadáveres se ha tragado el océano, cuántas lanchas y pateras y cayucos se han perdido en el Atlántico. A finales de primavera, una de estas embarcaciones, con origen en las costas de Mauritania, fue encontrada en el mar de los Sargazos, más cerca de Cuba que de la Europa desarrollada a la que aspiraban llegar sus tripulantes. Como es natural, ya les importaba un pito el detalle geográfico porque aparecieron todos muertos.
No hay manera, no parece existir método ni intervención para acabar con este perpetuo encadenamiento de pesadumbre, explotación y muerte en el mar. Seguramente, en otra época y si el pulso informativo que embebe la atención de los medios fuese distinto, estas noticias aparecerían de continuo en los telediarios y programas de actualidad. Mas parece ser que, ahora, la única crisis humanitaria que interesa en la de Afganistán, con especial atención a las mujeres y el colectivo gay. Este último asunto, por supuesto, merece nuestra atención y preocupación, pero, demonios… ¿hasta qué punto es de recibo exhibir machaconamente la intranquilidad internacional por futuros y previsibles atentados a la dignidad de las personas, aún por producirse, y desentenderse de la tragedia real, realmente ejecutada, con resultados a la vista, de gentes que mueren a diario?
El gobierno español ni siquiera tiene pergeñado un plan de contingencia para crisis humanitarias en las islas canarias. La labor de rescate y atención a los “inmigrantes sin papeles” se realiza desde el puro voluntarismo y por inercia en el funcionamiento intachable —también insuficiente—, de nuestros servicios de salvamento marítimo, vigilancia costera y seguimiento del tráfico de embarcaciones por parte del ejército; los ayuntamientos afectados hacen lo que pueden, con los medios de que disponen y al mejor criterio de quienes gestionan estas situaciones. Y así hasta hoy, desde hace mucho, y no parece que la situación vaya a cambiar en fechas próximas.
No se trata de una “crisis migratoria”, es importante señalarlo. Según la Cruz Roja española, el número de inmigrantes llegados a Canarias hasta el 30 de agosto era de 1.609 personas, una cifra insignificante por relación a la población total de las islas. La tragedia tiene otra dimensión, la de una crisis humanitaria de insoportable magnitud porque al menos otros 1.609 compañeros de viaje están alimentando a los peces del Atlántico, con perdón por lo morboso de la imagen pero no se me ocurre otra mejor para describir este horror del que todo el mundo parece haberse olvidado. Detrás de este silencio, esta abulia moral frente a una de las lacras más repulsivas de nuestro tiempo, cómo no: la codicia criminal de las mafias del mar, la corrupta complicidad de los mandatarios regionales y locales en los puntos de origen de las víctimas, la indiferencia culpable de los gobiernos implicados, de todos ellos; y, por supuesto, los “lucros secundarios” de esta indecencia: la trata de blancas, el abuso de menores, la narcoesclavitud, la explotación laboral de los “sin papeles” y su condena vitalicia a la miseria y la puerilidad. Y suma y sigue.
No se trata ahora de elevar ardorosos discursos políticos, ni de señalar aquí y allá con ansias por echar la culpa al adversario que proceda, de hacer demagogia ni buenismo. La caridad en alta mar sirve lo mismo que en tierra firme: de muy poco. Se trata, de una vez, de hacerse cargo del problema, sin excusas ni florituras. Para empezar, se trataría de intervenir con la autoridad y el peso de la ley, de los tratados internacionales, los acuerdos de la ONU y el Alto Comisionado para los Refugiados y Desplazados; y si es necesario, la fuerza de las armadas de cada país implicado, que para eso están.
Mas no penen los pacifistas a ultranza, los que clamaban por la retirada de los ejércitos occidentales de Afganistán y ahora lloran por los derechos del colectivo LGTBI en aquellas remotas tierras… No se apuren, que no llegará a producirse situación en que una corbeta española capture un solo barco dedicado a la piratería contemporánea, la que en vez de secuestrar y pedir rescate por sus víctimas, les saca primero el dinero —mucho—, y después las lanza a la muerte. No llegará el caso porque de esta crisis humanitaria, por el momento, nada dicen los telediarios, ni se enteran los políticos que sientan cátedra en Madrid y culo en Barcelona. Ya saben: la posdemocracia consiste en que la realidad se encuentra en los hechos alternativos narrados por los medios y asumidos como fiables por la inopia pública; lo demás son ganas de enredar y aguar la fiesta a los ciudadanos felices de ser engañados. Los parias del océano, los muertos del Atlántico, los errantes sobre las olas que sólo conocieron el mar en el momento de su muerte, tendrán oportunidad de no repetirse a sí mismos cuando algún publicista de ideas bondadosas descubra el glamour de los cadáveres abrazados por las algas, allá en el mar de los sargazos. Sólo entonces, alguien con mando en plaza dirá que hay que empezar a hacer algo. Y así funciona este negocio.