Libertad: flatus vocis, concepto confuso y difuso que de boca en boca va y ninguno se lo queda. Quiénes más presumen de ella ‒los políticos, por ejemplo‒, más nos engañan con ella. ¿Cabe comprimir en unos folios lo mucho que sobre la libertad se ha dicho, se dice y se seguirá diciendo? Intentaré esbozar aquí un cartulario de urgencia que nos ayude a entenderla.
Su primer renglón viene del diccionario. La libertad, dice el de la RAE, es la facultad natural que tiene el hombre para obrar de una manera u otra y para no obrar, y eso lo convierte en responsable de sus actos.
Ya tenemos aquí dos sugerencias de interés: la libertad es, por una parte, algo natural, que no se da ni se quita, sino que se tiene o no se tiene ‒por eso todos los políticos mienten cuando nos dicen que vivimos en un régimen de libertades por ellos formuladas, dispensadas y garantizadas‒; y, por otra parte, la libertad ‒nos dice su definición canónica‒ descarga sobre los hombros de su usuario el duro peso de la responsabilidad. No es, por lo tanto, un derecho, sino un hecho, del que se deriva un deber arduo, grave enojoso e incómodo.
Remontémonos al interior de la Caverna platónica. El filósofo expuso ese mito en el séptimo libro de La República, y lo hizo, como era costumbre en él, en forma de un diálogo cuyo interlocutor es Glaucón, hermano suyo y filósofo convencido de que el nomos‒las leyes, los hábitos, las costumbres‒ y la naturaleza son cosas no sólo distintas, sino opuestas, de tal modo que para el primero es bueno y justo lo que para la segunda es injusto y malo. De ello se deduce que sólo son fuertes y, en consecuencia, libres, pues de poco sirve la libertad si no va acompañada por la fuerza de voluntad, las personas capaces de transgredir las normas que rigen la sociedad. Antígona, por ejemplo, hija de Edipo y Yocasta, tal como la evoca o la inventa Sófocles, que pagó con su vida la insolencia, el coraje y la audacia de oponerse al rey. Nada que ver, por lo tanto, con la tesis aristotélica del ser humano como zoon politiko no animal social.
En el interior de la Caverna hay gentes cautivas: son los hombres sumidos en la ignorancia. Fuera de ese antro está la luz, que simboliza el conocimiento de la verdadera realidad, y que proyecta mediante una hoguera en la pared frontal de la espelunca sombras chinescas que sólo son apariencias, simulacros, calcomanías de ese mundo sensible, ilusorio, fenomenológico, al que los hinduistas y los budistas llaman maya.
Uno de los prisioneros se desata, sale de la Caverna, descubre el ámbito de las Ideas con mayúscula, que son el vehículo, el fundamento y la manifestación de la verdadera realidad, y regresa a su interior convertido en filósofo, en partero del conocimiento y, por ello, en portador y portavoz de la libertad.
Calderón contará lo mismo en La vida es sueño. Segismundo, el protagonista del drama, encerrado desde su nacimiento en otra cueva y envidioso del libre fluir de las aves, de los brutos, de los arroyos y de los peces, desgrana su celebérrimo monólogo: «¡Ay, mísero de mí, ay, infelice!… ¿Y teniendo yo más alma tengo menos libertad?».
Traslademos el mito al Génesis. Adán y Eva, tras morder la manzana en el aún más célebre episodio de la expulsión del Paraíso, quedan manchados y tatuados por un pecado, el original, que estigmatizará a todos sus descendientes y los condenará a vivir en un lugar frío y oscuro, como la Caverna de Platón, situado al este del Edén, en el que la libertad ya no existe.
Sigamos con el mito platónico. Varios milenios después de su formulación, en la isla griega de Patmos, otra encerrona, el evangelista Juan proclama que sólo la Verdad nos hará libres. ¿Y qué es la Verdad si no la llave que gira en la única cerradura de la puerta de la libertad? La verdad es el fruto de lo que en el Génesis se considera Árbol de la Ciencia, esto es, del Conocimiento. Juan era un hereje, un gnóstico, un visionario émulo de Prometeo, un rebelde, el superhombre de Nietzsche, l’homme revolté de Albert Camus.
Con los dos últimos nombres nos hemos saltado casi veinte siglos. Volvamos atrás. Sigamos rastreando la evolución del mito. San Agustín, otro santo cristiano, otro filósofo platónico, dio un vuelco a la alegoría de su maestro. In interiore hominem, dijo, habitat veritas… «En el interior del hombre habita la verdad». Nola foras ire, in te ipsum reddi. No la busques fuera, está dentro de ti, forma parte de tu carácter, y tu carácter es tu destino. Por eso, para saber adónde debes dirigirte y adónde no debes ir, tienes que averiguar quién eres, y sólo entonces habrás entrado en posesión de la brújula de tu albedrío, de la rosa de los vientos de tu libertad, porque sólo serás libre en la medida en que seas fiel a ti mismo.
Planteada así, la libertad no es un don, sino una vocación y el fruto de una búsqueda, y no todo el mundo tiene la primera ni emprende la segunda. Para encontrar la libertad, la propia, no la ajena, será preciso detener, por medio de la meditación, de la iluminación, del éxtasis de los místicos, del trance chamánico, de la creación artística, de la eucaristía con sustancias enteogénicas, de las situaciones límite, del ayuno, de la soledad, del peligro y de las experiencias cercanas a la muerte, la danza mental de las ilusiones fenomenológicas, de los simulacros que nos llegan desde el exterior. Entre ellos, por ejemplo, la impostura de que los derechos civiles, o la libertad de expresión y de asociación, o el estado de derecho, o las leyes, los códigos y los decretos, o la democracia, o la muerte de un dictador, o la independencia de determinados países o regiones, nos hacen libres, pero sólo hay una libertad posible: la libertad interior, la libertad de pensamiento, la única que nadie nos puede dar ni nadie nos puede quitar, porque va de dentro afuera y no al revés. Más libre era yo, con mi capa la pardilla, cuando estaba encarcelado por los jueces del franquismo, que quienes con sus togas y sus puñetas me encarcelaban o quienes se movían más allá de los barrotes como marionetas manejadas por el nomos que ya fustigaba Glaucón y por el lavado de cerebro, los condicionamientos y la programación moral, social y cultural inducidas por lo que la Escuela de Frankfurt denominó Sistema de Valores Dominantes.
No importa cuál sea éste. Lo había entonces, lo había antes, lo hay ahora y lo habrá siempre. Su caldo de cultivo es el miedo a la libertad que caracteriza al zoon politikon, único ser vivo que lo padece. Miedo, sí, pues la libertad, dirá Sartre en El ser y la nada, produce angustia al obligarnos a elegir y nos convierte, por vía de paradoja, en su esclavo, pero, con todo y con eso, es la nada el único fundamento de la libertad, ya que el hombre libre sólo puede contar consigo mismo. Escribió Cervantes: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos». Los cielos, sí, esto es, los dioses, no la polis ni sus leyes. Fueron éstas las que desposeyeron a Segismundo de su libertad congénita, que es, ella y sólo ella, la libertad del pensamiento alumbrada por la hoguera de la razón.
(Continuará)