Cada cosa es cada cosa y mezclarlas es complicarlas, o peor aún: manipular, engañar al prójimo inocente que en su buena intención confunde las palabras graves, “seriosas”, con los conceptos que las sustentan. Me explico: no es lo mismo decir “la ciencia” que “la ciencia dice”. Si hablamos de ciencia espero argumentos científicos, mensurables y contrastables; si me dicen “la ciencia dice” me temo un discurso ideológico de capa y espada. No me fío. Por ejemplo:
No sabemos en qué capítulo o riguroso estudio de qué ciencia queda establecido que las personas nacemos sin sexo; se ignora, pero al día de hoy cualquier divulgador de la doctrina progre-caniche considera delito de odio afirmar rotundamente que los niños nacen niños y las niñas nacen niñas, los niños con lo suyo y las niñas con lo de ellas; y después, ya puestos a incendiar, se vienen arriba y llaman “negacionista” a quien ponga en cuestión la oportunidad y conveniencia de la tercera/cuarta pauta vacunal para el asunto este de la COVID19, o a quienes exigen análisis cuidadosos antes de vacunar masivamente a la población infantil, en los colegios. En fin, ellos son así, el pensamiento Alicia es así de fino: la ciencia les interesa para invocarla mas no para observarla, es su juguete, su último argumento que en realidad es un único argumento desnaturalizado, viciado y retorcido hasta lo escabroso. Y si no estamos de acuerdo ya llegarán una “portavoza” y una “fiscala” empoderadas, con mando en plaza y dispuestas a meternos en vereda. Así funcionan esas cabezas. Ese es el problema y el drama de convertir las propias convicciones en dogmas, y los dogmas en obligación para los demás; quien no encuadra en el esquema, queda moralmente desautorizado. Eso mismo han hecho todas las religiones habidas y sabidas hasta el presente. Todas. El famoso y pacífico budismo —que, propiamente, no es una religión—, también; los no afortunados y benditos por la revelación son seres inacabados, oscuros, objeto de desprecio si no abrazan la luz una vez se les da a conocer, dignos de redención en el mejor de los casos. Un coñazo, para qué vamos a andarnos con eufemismos.
Hablando de ciencia y de religiones, no sabemos qué disciplina científica nos ilustra irrefutablemente sobre el hecho prodigioso de que el sexo de los individuos sea una construcción cultural alienante y no una determinación biológica, motivo por el cual cada uno y cada una pueden atribuirse el sexo que mejor les acomode en cada momento. Siendo de respetar —porque lo son—, los naturales psicológicos de todas las personas, no queda tampoco muy científico que antes de dirigirnos a alguien, por sistema, le preguntemos por su sexo sentido para no ofender, tal como hace ahora la administración en sus relaciones con los particulares. El derecho a la intimidad de la ciudadanía, a hacer gárgaras. El derecho de una minoría muy minoritaria a que les llamen por su nombre sentido se impone sobre el soberano albedrío de los demás, el recíproco derecho a no complicarnos la vida con banalidades. Esa es la ciencia que les interesa, la de las excepciones humanas, las excentricidades culturales y la disertación etológica sobre el bienestar ambiental de “les gallines”.
No sería tan siniestro el asunto, ni tan preocupante, si no fuese porque los gobiernos chariprogres de occidente compran ese discurso como quien va al cine, y además lo convierten en ideología obligatoria del Estado. No hay peor pesadilla que la bondad ilustrada y revertida en artículo de fe. En otros tiempos, las cruces latinas, esvásticas y hozmartilladas fueron emblema de tiranías vomitivas. Hoy no, desde luego. Hoy es la “ciencia”. No importa que sea una ciencia de lo obsceno —de su raíz etimológica: “fuera de escena”—, la ciencia ferial de anomalías y parada de freaks, de espectáculo con jefes de pista doctorados en charlatanería. Esa ciencia de pancarta sindicalera es a la ciencia de verdad lo que las películas pornográficas son al cine: todo muy auténtico y muy sentido, muy en crudo y muy pringoso.
Esa ciencia —“ciencia”—, nos impone por precepto legal que los niños —y las niñas—, pueden y acaso deben ejercer bien temprano su absoluta libertad como seres independientes y, por tanto, mantener relaciones reproductivas, abortar y cambiarse de sexo sin el conocimiento —no digamos el consentimiento— de sus padres; pero está muy mal que coman phosquitos. Ya veremos cuándo legalizan la pedofilia, porque tarde o temprano lo harán, no lo duden. Esa ciencia también es la ciencia de los que necesitan una coartada científica para renombrar lo que antes sólo estaba definido en el código penal. Es la ciencia perdularia del barbero con ingenio de sacristán que nos previene sobre la igualdad de derechos entre humanos y animales, al tiempo el mismo sacristán barbero elevaría el aborto a la categoría de sacramento si no fuese porque el papa Paco aún no les deja votar en su iglesia. Aunque todo se andará. El abrazafarolas del Vaticano seguro que está por la faena, y bien lo saben: no hay nada mejor que la mala conciencia para sacar provecho del contrario; y de eso mismo, mala conciencia, el argentino va sobrado. Perdón por el excurso pero si me lo callo no quedo bien del píloro.
En resumen y a lo dicho: con la ciencia parda y con las iglesias —la antigua y la nueva—, hemos topado. Y con fe en la ciencia por delante, vamos echando en falta un referéndum sobre la ley de la gravedad, incordio antidemocrático —y por tanto acientífico—, donde los haya. No me digan que no, no discutan a Alicia su derecho a soñar y su inalienable derecho a volar. ¿Qué no? Ay, amigos… no desconfíen de la capacidad del palco progre para buscar soluciones catastróficas ante problemas inexistentes. No hemos visto aún la mitad de la película. Esperen al final y ya me dicen.