Zoo, digo, porque la antropología es una rama de la zoología y a una edad tan avanzada como la mía no hay persona que no se sienta un sí es no es antropóloga o incluso, a qué engañarnos, un poco antropófaga, pues cada vez tengo peor opinión de esos seres a los que llaman humanos.
Pero dejemos eso para futuras columnas, si es que el vertiginoso proceso de decrepitud del homoantaño sapiens y hogaño progre me da la tregua necesaria para escribirlas.
Hoy quiero meterme en las harinas de la biología, que es la envoltura de la antropología, y discrepar de uno de sus principios sustanciales: el que agavilla en un solo género común a los varones y a las mujeres, esos dos especímenes de bípedos implumes tan distintos entre sí.
Yo, a la luz de mi experiencia, que es de larga y muy compleja andadura, sobre todo en lo que atañe a las mujeres, he llegado a la conclusión de que las unas y los otros –lo femenino y lo masculino–, a pesar de sus indiscutibles, por visibles, semejanzas anatómicas (tetas y genitales aparte), son especies no sólo diferentes, sino casi opuestas. Y de ahí que las relaciones de muy variada índole entabladas entre ellas, y en especial las del emparejamiento martirimonial, resulten tan conflictivas y suelan ser de hoja caduca. Perdonen que mi opinión al respecto sea tan discrepante, tan antipática y tan contundente, pero creo que el sacramento del matrimonio es una modalidad del mestizaje.
Sabido es que en los varones y en las mujeres hay dos tipos de rasgos sexuales: los primarios –la famosa y muy socorrida petite difference (¡bendita sea!) que Spencer Tracy esgrimía frente a Katherine Hepburn en la película La costilla de Adán– y los secundarios.
De los primeros está todo dicho, así que voy a fijarme sólo en los segundos, que por ser menos vistosos, aunque sumamente diferenciadores, no gozan de tanta prensa y tienden a pasar inadvertidos.
Me limitare a mencionar algunos de ellos y saque el lector sus conclusiones. A saber…
Para las mujeres es más importante el amor que el trabajo y en el caso de los hombres esos dos polos se invierten.
Las mujeres son más inteligentes que los hombres, pero menos tenaces y voluntariosas que éstos en el ejercicio de esa virtud.
Las mujeres están más interesadas por lo concreto que por lo abstracto y por eso hay más y mejores filósofos que filósofas y casi ningún varón es buen amo de casa.
A las mujeres les trae al fresco la política, con excepciones que todos conocemos, y los varones se pirran por ella.
En toda mujer hay algo de bruja, algo de hada, algo de esposa, algo de puta, algo de madre, algo de costurera, algo de cocinera y algo de enfermera, mientras en todos los varones hay algo de zascandil, algo de cowboy, algo de perdonavidas, algo de don Juan, algo de don Quijote, algo de tahúr, algo de jugador de billar, algo de borrachín y algo de ligón.
Ninguna de las etiquetas mencionadas en el párrafo anterior es peyorativa, ni siquiera en el caso de que lo parezca. Todas son meramente descriptivas. ¿Está clarito?
Las mujeres quieren casarse; los hombres, no. Las mujeres quieren tener hijos; los hombres, no, pero se encariñan con ellos cuando van creciendo.
Las mujeres pertenecen a la cofradía del Santo Reproche y quieren que sus maridos o sus novios cambien; los maridos y los novios tienen miedo de las mujeres y quieren que sigan siendo como eran cuando las conocieron. Ambos anhelos son irrealizables.
Los hombres proponen o tantean y las mujeres deciden e imponen.
Las mujeres mandan en casa y los hombres fuera de ella, sobre todo en el bar de la esquina.
Las mujeres leen; los hombres no.
A las mujeres les gusta ir de compras; los hombres lo detestan.
A los hombres les gusta el fútbol; a las mujeres, ahora, por desgracia, también.
Las mujeres comadrean; los hombres compadrean. Son cosas muy distintas. Comadrear es cotillear; compadrear es fanfarronear.
El bolso de las mujeres parece un todo a cien y a los hombres les desespera eso.
Las mujeres gritan «¡Ven a comer!» y los hombres remolonean mirando el telediario, lo que suscita la cólera de sus severas gobernantas.
Las mujeres hacen esperar a sus maridos o similares en el rellano de la escalera; los hombres esperan a sus esposas o similares en el rellano de la escalera.
Las mujeres no pueden vivir sin hombres, pero qué sería de los hombres sin las mujeres.
Aquí lo dejo. Más me vale. Podría añadir otras muchas consideraciones, pero con las aportadas hasta aquí sobra para que me pongan verde los hombres y las mujeres. Gajes de las generalizaciones y de la eterna guerra de los sexos. Me voy al rellano de la escalera o, mejor, al bar de la esquina.