Definición de Guerra Fría
Estados Unidos y la Unión Soviética eran incompatibles, y tras la derrota del enemigo común (las potencias del Eje) la alianza entre ambas superpotencias era insostenible. La Guerra Fría es la conclusión inevitable de la Segunda Guerra Mundial. En política y más aún en geopolítica la solidaridad sólo puede ser polémica, esto es, contra terceros y/o cuartos. Y no hay lugar donde impere con mayor fuerza la hipocresía que en las relaciones internacionales, donde las alianzas no son sustanciales sino coyunturales y siempre interesadas y no altruistas. Se gobierna con la política y no con la ética, la cual estaría a otra escala (sin negar las múltiples intersecciones entre ambas, y también con la moral y el derecho).
Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial fueron el desmantelamiento de los Imperios depredadores británico, belga, francés y por supuesto los frustrados Imperios italiano y alemán, desmantelamiento que supuso la transformación de las colonias sometidas a dichos imperialismos, a través de las luchas por la «liberación nacional», en «repúblicas soberanas» y «democráticas». ¿Acaso no supuso esto un «progreso» político, con todos los «peros» que se quieran poner? Y efectivamente éstos son muchos.
Con el derrumbe de tales Imperios surgieron dos enormes Imperios, dos grandes bloques: el Imperio Soviético («el país de los soviets») y el Imperio Estadounidense («el país de la ilimitadas posibilidades»). Se trataba de la dialéctica de dos «superpotencias» (término que acuñó el estadounidense y especialista en ciencias políticas William Fox en 1944). Así pues, la biocenosis europea, por el desgaste que supusieron las dos guerras mundiales, acabó por eclipsar a las potencias del Viejo Mundo en pos de Estados Unidos y la Unión Soviética, potencias que vendrían a ser los dos centros de importancia mundial entre los cuales no cabía la armonía o la «coexistencia pacífica» sino más bien la incesante competencia en lo ideológico, lo económico, lo diplomático y lo militar. Y si puede hablarse de coexistencia pacífica ésta sería propia de una paz caliente; y, por supuesto, la paz de los vencedores de la anterior contienda imperialista (que para los soviéticos fue la «Gran Guerra Patriótica» y para los americanos la lucha por la «libertad»).
Así, la paz tras la Segunda Guerra Mundial fue la paz de lo que el consejero del presidente Truman, Bernard Baruch, llamó «Guerra Fría», cuando acuñó la expresión el 16 de abril de 1947 en un discurso oficial ante la cámara de representantes de Carolina del Sur (posteriormente el famoso periodista Walter Lippmann hizo que la fórmula se popularizase).
La Guerra Fría es la paz de los vencedores de la contienda mundial, esto es, la pax soviética y la pax americana; se trataba de dos paces incompatibles e irreconciliables, como ya lo eran en la antigüedad Alejandro y Darío. Y dos paces desiguales, pues la URSS se desgastó muchísimo más durante el conflicto que los pacificados Estados Unidos de América, lo que fue determinante para vencer finalmente. Además de forzar a la URSS a una victoria pírrica por no ser tan exitosa en caso de haber tomado Japón o más territorio en Europa, que ya con Alemania entera hubiese sido enormemente preocupante para las potencias capitalistas.
Se ha llegado a decir que la Guerra Fría es una Tercera Guerra Mundial encubierta, o una guerra mundial sin un enfrentamiento militar directo y simétrico entre los dos grandes bloques, porque lo que se llevó a cabo fue una serie de guerras asimétricas en la periferia. Aunque «fría», la Guerra Fría fue una guerra porque terminó con vencedor y vencido. Aunque en ocasiones la expresión «Guerra Fría» se usaba no ya para dar a entender una acción política internacional, sino para dar sentido a «la publicación de hechos u opiniones inaceptables para el Gobierno soviético» (Robert Conquest, El gran terror, Traducción de Joaquín Adsuar, Editorial La Vida Vivida, Barcelona 1974, pág. 692).
Durante 45 años soviéticos y americanos mantuvieron un conflicto soterrado o más bien se enfrentaron indirectamente a través de zonas como Corea, Indochina, África y Asia central-meridional. No se enfrentarían directamente mediante el poder militar, pero sí lo hicieron constantemente desde el poder diplomático, el poder federativo (o comercial) y la propaganda; y no digamos el enfrentamiento tecnológico aunque también propagandístico con la carrera espacial.
Comunismo y capitalismo se enfrentaron en la Guerra Fría en tanto modelos antagónicos de comprender la totalización universal, porque la Guerra Fría es la continuación de la guerra mundial por otros medios u otro modo de hacer la guerra y lo que se cuestionaba era la hegemonía mundial entre dos superpotencias.
Estados Unidos y la Unión Soviética fueron entonces puntos de vistas antagónicos, dos estados opuestos, dos situaciones y, como se decía en la época, dos mundos: el «Primer Mundo» y el «Segundo Mundo». Con países de un «Tercer Mundo» que oscilaban según los casos hacia el Primero o hacia el Segundo o hacia ninguno de los dos en una insuficientemente cohesionada «no alienación», que no cuajó en una alianza que compitiese con los dos grandes bloques formando a su vez otro desde una posición contraria tanto a la soviética como a la capitalista.
Pero este antagonismo no lo interpretamos como una oposición maniquea y metafísica (el Bien contra «el Imperio del Mal», el «mundo libre» contra el «totalitarismo», la «sociedad abierta» contra la «sociedad cerrada», la democracia contra la dictadura), sino como una oposición dialéctica. Por eso, y más que un dualismo habría que verlo como un pluralismo; donde con mayor finura hablaríamos de encontronazos piedra a piedra (diaméricamente, a través de las partes), más que de enfrentamiento directo, con toda la artillería, esto es, bloque a bloque (metaméricamente, más allá de las partes). Más bien la situación sería el enfrentamiento de instituciones americanas y soviéticas y de otros países (alineados o no alineados) llegando a acuerdos y a muchos desacuerdos, con enfrentamientos velados o abiertos militarmente fundamentalmente en la periferia (a lo que hay que sumar diversos atentados propios de lo que Gustavo Bueno llamó terrorismo procedimental y otras acciones que se clasifican como «atentados de falsa bandera»).
Los estadounidenses veían en la Unión Soviética un Estado ilegítimo que merecía perecer y que estaba destinado a ello por ser una especie del tradicional despotismo oriental, sobre todo en su relación con los países que estaban bajo su yugo en el churchilianamente llamado «Telón de Acero» (aunque el fumador y bebedor señor inglés no se inventó la expresión). Estados Unidos no se enfrentaba a la URSS con motivo de una cruzada moral por el mundo libre y de modo desinteresado en pos de una hipostasiada Humanidad, tal y como presentaban la Guerra Fría sus ideólogos, sino por motivos que suponen una contienda geopolítica; esto es, por el control mundial. O más bien el liderazgo opresor o benefactor en el conjunto de los Estados distribuidos por el globo terráqueo, el dominio directo o indirecto sobre los mismos.
Cuándo empezó la Guerra Fría
Se suele decir que la Guerra Fría empezó en 1947. Pero ¿acaso podría decirse que no empezó realmente después de la Segunda Guerra Mundial sino algo antes de que se lanzase la última bomba? No nos parece descabellada la tesis de que la primera batalla de la Guerra Fría, visto en retrospectiva, fue el Desembarco de Normandía, cuyo casus belli era atacar a Alemania desde un segundo frente, que los Aliados fueron deliberadamente retardando, y liberar Francia, es decir, ganarla para el bloque capitalista. Pero es cierto que, al perder la iniciativa estratégica en la Batalla de Kursk -como reconoció el mismísimo Führer en una charla de sobremesa (no oficialmente)-, la caída de Alemania era sólo cuestión de tiempo, y si dicho frente no se abría también era cuestión de tiempo (y de fuerza) que Europa casi en su totalidad se bolchevizase, es decir, cayese bajo el dominio del Imperio Soviético de pretensiones universalistas. A su vez, podríamos incluir los dos ataques atómicos a Japón como el principio de la Guerra Fría, o la continuación del plan que ya se puso en marcha en Normandía, y así atenazar a la Unión Soviética. Asimismo cabe decir que los angloamericanos capitalistas consiguieron que la victoria soviética fuese pírrica, o al menos que no se llevase un botín geopolítico importante (por eso se bombardeaban ciudades como Dresde, muy al este y con tierras fértiles en materiales necesarios para construir la bomba atómica).
También se ha polemizado sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. El historiador Laurence Rees, desde lo que cabe considerar como una metodología negrolegendaria (por exageraciones absurdas y omisiones vergonzosas), llega a afirmar que «para millones de personas no terminó hasta la caída del comunismo» (Laurence Rees, A puerta cerrada. Historia oculta de la segunda guerra mundial, Traducción de David León, Memoria Crítica, Barcelona 2009, pág. 13). Con lo cual Rees viene a decir que los países satélites de la Unión Soviética (el «imperio exterior») todavía estaban disputando la Segunda Guerra Mundial y seguían en estado de excepción (no ya de sitio porque éste implica directamente la guerra caliente). Pero de todos modos, Rees ecualiza la Guerra Fría con la guerra caliente, ¿acaso en la Guerra Fría murieron millones de personas en dichos países tal y como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial? Tal vez eso ocurriese en Asia y en África (por no hablar de la Operación Cóndor en Sudamérica), pero no en la Europa del Este.
Ress cae en la reductio ad Hiltlerum, uno de los tópicos que sólo muestra pereza mental al cerrarse a distinguir por clasificaciones o simplemente mala fe historiográfica: «Durante el verano de 1945, las gentes de Polonia, de los estados del Báltico y de otras naciones de la Europa oriental cambiaron, sin más, el imperio de un tirano por el de otro» (Rees, A puerta cerrada, pág. 13).
Lo dice y se queda tan pacho, pero es totalmente objetable porque si no era suficiente ecualizar a Stalin con Hitler además lo hace con Jruschov, Breznev y Gorbachov. Como si la Unión Soviética no hubiese tenido sus fases e incluso giros ideológicos hasta su caída. Pero esto es muy propio del gremio de los historiadores (saturados de buenas intenciones humanistas o más bien derechohumanistas pero flacos en filosofía materialista y, por lo que se escandalizan, faltos de realismo político). Y todavía más sobre estas cuestiones, que se mantienen más bien en un plano nematológico y por ello colean intereses ideológicos que enfrentan a grupos sociales y partidos políticos pero que también, en tanto conciencia falsa, nublan el entendimiento. O tal vez lo que se pretende es nublárselo a los demás, como es el caso de la propaganda contra los adversarios, y no sólo en la dialéctica de clases entre los partidos y sus medios sino también a nivel de dialéctica de Estados, como estamos viendo en esta pandemia, sobre todo en la propaganda antichina y en la réplica que el Imperio de Centro hace.
Las alianzas militares de la Guerra Fría
Al ser repatriados los soldados estadounidenses, canadienses, australianos e ingleses y permanecer en la Europa del Este un millón de soldados del Ejército Rojo con 600 divisiones blindadas, los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), junto a Francia, Noruega y Dinamarca decidieron formar en 1948 una alianza ante el terror de una invasión al resto de Europa por el Ejército Rojo, el cual no llevó a cabo semejante empresa al ser disuadido por la bomba atómica que disponía Estados Unidos pero que la URSS aún no (aunque al año siguiente contaría ya con tan contundente y menesterosa artillería para su seguridad).
El 4 de abril de 1949 se firmó en Washington la Alianza del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, NATO in English), cuya sede estaría en Bruselas. Los países firmantes eran Estados Unidos (que indudablemente lideraba la Alianza), Canadá, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Noruega, Dinamarca, Islandia, Portugal e Italia. La OTAN sería replicada ese mismo año por la Unión Soviética con la posesión de la bomba atómica (pero no sería respondida formalmente, con una alianza militar, hasta 1955 con la formación del Pacto de Varsovia). Pese a que en su génesis la OTAN fue una alianza defensiva (en el sentido de que no hay mejor defensa que un buen ataque), en su estructura o desarrollo histórico pasaría a ser ofensiva. En 1982, tras ingresar España en la Alianza (durante el franquismo se llegaron a acuerdos bilaterales con Estados Unidos), esta disponía de seis millones de soldados y quintuplicaba los recursos bélicos del bloque soviético. La OTAN no era otra cosa que la «piedra angular del nuevo orden internacional patrocinado por Estados Unidos… Las naciones que integraban la OTAN aportaron algunas fuerzas militares, pero más como un boleto de admisión para quedar al abrigo del armamento nuclear americano que como instrumento de defensa local. Lo que Estados Unidos construyó en la era Truman fue una garantía unilateral en forma de alianza tradicional» (Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, pág. 285).
Como afirmó su primer secretario general, el general Lord Ismay, el objetivo de la OTAN era mantener a Estados Unidos dentro, a la URSS fuera y a Alemania debajo. Pero con el transcurrir de los años no tuvo más remedio que adaptarse a las circunstancias, que resultaron beneficiosas para derribar a la Unión Soviética (su objetivo fundamental).
El Anzus (alianza militar entre Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos), la guerra de Corea y el pacto de seguridad que en 1951 firmaron Japón y Estados Unidos, en el que se acordó que el segundo administrase un grupo de islas con bases militares; todo esto -decimos- supuso una serie de acontecimientos que fueron vistos por Stalin como un cerco geopolítico contra la Unión Soviética (como también se forjó en los años 20 y 30, pero que el poder diplomático soviético supo desactivar). Tras la muerte del Vozhd dicho cerco se fortalecería con la SEATO (South-East Asian Treaty Organization), una alianza político-militar inspirada en la OTAN que salió en 1954 del pacto de Manila (Filipinas) en donde hubo un acuerdo de «asistencia mutua» entre Filipinas, Australia, Nueva Zelanda, Inglaterra, Francia, Pakistán, Tailandia, Corea del Sur y Taiwán, con Estados Unidos atribuyéndose el papel de guardián de la estabilidad de toda la zona. Los países que no decidieron formar parte de la SEATO (como la India, Indonesia, Malasia y Birmania) eran más importantes que los países de Asia y Oceanía que sí se decantaron por formar parte de la alianza.
En 1955 el gobierno de Dwight David «Ike» Eisenhower coordinó en Oriente Medio una especie de OTAN denominada Alineación de Naciones del Norte compuesta por Turquía, Irak, Siria, Palestina y la posible incorporación de Irán. El objetivo era frenar a la Unión Soviética a lo largo de sus fronteras meridionales (como ya hemos dicho, ese mismo año se formó el Pacto de Varsovia). Esto cuajó en el Pacto de Bagdad, pero la biocenosis entre los países de la zona, el avispero de Oriente Medio, pudo más que la solidaridad contra la Unión Soviética. Siria no entraría en el pacto, Irak, aun siendo la sede de la Alineación durante dos años, se preocupó más en combatir al radicalismo árabe que al expansionismo soviético, y Pakistán tomaba más en serio a la amenaza india, contra la que estuvo en guerra tras la independencia, que a la amenaza soviética. Tampoco se llegó a un acuerdo de defensa en caso de que estos países fuesen atacados por una de las superpotencias (o por el decadente Imperio Británico; no tan arruinado en el mundo financiero). Además, el líder egipcio, el coronel Gamal Abdel Nasser, que poseía la fuerza más dinámica de la región, recelaba del Pacto de Bagdad puesto que le parecía una maniobra imperialista pro sionista que iba contra el radicalismo árabe, de ahí que Egipto se convirtiese en el lugar a través del cual los soviéticos le enviasen armas a los guerrilleros argelinos que luchaban por la independencia de Argelia contra Francia. Finalmente, tras la crisis del canal de Suez, la cumbre del Pacto de Bagdad se celebró en noviembre de 1956 y asistieron dirigentes de Pakistán, Irak, Turquía e Irán. Estados Unidos aseguró a estos países que cualquier amenaza contra ellos por su integridad territorial o su independencia política «sería considerada por los Estados Unidos de la mayor gravedad». (Citado por Henry Kissinger, Diplomacia, Traducción de Mónica Utrilla, Ediciones B, Barcelona 1996, Pág. 586).
Tras todo esto, el 10 de enero de 1957 Eisenhower declaró en un Informe sobre el estado de la Unión que Estados Unidos se comprometía a defender al mundo libre: «En primer lugar, los intereses vitales de los Estados Unidos son mundiales, y abarcan ambos hemisferios y todos los continentes. En segundo lugar, tenemos una comunidad de intereses con toda nación del mundo libre. En tercer lugar, la interdependencia de intereses exige un respeto decente a los derechos y a la paz de todos los pueblos». (Citado por Kissinger, Diplomacia, pág. 586).
De modo que el llamado Telón de Acero no era otra cosa que el control de varios Estados-tapón para impedir otra agresión de Occidente, es decir, un escudo contra el cerco capitalista al que se refería Stalin. En la conferencia de Postdam el Padrecito dejó muy claro que la democracia liberal en estos países sería muy peligrosa para la estabilidad de la Unión Soviética: «Cualquier Gobierno elegido libremente en cualquiera de estos países sería antisoviético, y eso no podemos permitírnoslo». (Citado por Rupert Butler, Stalin. Instrumentos de terror, Traducción de María José Antón con la colaboración de Julio Marín, Editorial LIBSA, Madrid 2009, pág. 130).
Es decir, se trataba de Estados-bisagras como cuando en su momento se formó Bélgica, para separar Francia de Prusia; o como también es el caso de Grecia: una barrera frente al Imperio Otomano para que no invadiese Europa (en 1830 se reconoció su independencia bajo protección de Gran Bretaña, Francia y Rusia, luego eran solidarioscontra el turco). Aunque los tapones o bisagras de Europa del Este resultaron ser a la larga más una carga que una alianza estratégica.
Hacia una nueva guerra fría
He aquí las líneas de combate definitivas de la Guerra Fría, las instituciones por las cuales se enfrentaron dialécticamente (en lo político, en lo cultural y, por supuesto, en lo bélico) estas dos plataformas continentales que podríamos diagnosticar, aunque con reservas, como Imperios generadores. Cuestión que está más clara en el caso del Imperio Soviético porque ya está finiquitado, y por tanto fue distáxico (otra interpretación sería si consideramos a la URSS como una fase del Imperio Ruso, pues de algún modo, al menos militarmente, reforzó al mismo, y eso hace que la victoria en la Gran Guerra Patriótica no fuese tan pírrica; al menos para que siguiese latiendo el corazón de la Unión: Rusia).
En cambio, el Imperio Estadounidense aún está funcionando geopolíticamente desde nuestro pandémico presente en marcha y sus actuaciones geopolíticas aún están abiertas; y ya se verá como administra la crisis del coronavirus y lo sucesivo cuando se supere la pandemia con la enorme recesión económica que va a traer (hasta el punto de que se espera el famoso aunque oscuro «reseteo»).
La Guerra Fría fue la competición geopolítica más trascendental dada en la historia junto a la que ahora, en este extraño 2020, estamos presenciando entre los mismos Estados Unidos y una sorprendente China (por la que nadie a principios de siglo apostaba geopolíticamente nada). Este enfrentamiento también se está denominado «guerra fría» (aunque suena más el nombre de «guerra comercial»).
No obstante, también hay que contar con una Rusia remilitarizada, que precisamente empezó a remontar hace veinte años, cuando llegó Putin al poder. Rusia posee un inmenso poder nuclear y por tanto tiene mucho que decir en los entresijos geopolíticos, como de algún modo también tuvo su papel la China de Mao cuando en los años de la «distensión» Estados Unidos se acercó al país asiático para fomentar el conflicto sino-soviético, una de las claves de la geopolítica de la Guerra Fría para acabar con el Imperio Soviético de la que hablaremos en otra ocasión.