Amistad civil e inmigración a debate

Reflexiones a vuelapluma desde Simone Weil

Entre 1941 y 1942 la filósofa mística francesa Simone Weil escribía una obra que recogía una serie de ensayos y cartas que se publicó póstumamente, 7 años después de su muerte. El encargado de publicar Attente de Dieu (Éditions Fayard, 1950) no podía ser otro que el dominico Padre Joseph-Marie Perrin, figura clave en la vida espiritual de la francesa y su confidente más íntimo. Sería en la Marsella de 1941 donde se conocerían en su huida de la ocupación nazi. Y sería también en la ciudad de Marsella donde nuestra autora tuvo ciertas experiencias místicas que constituyeron el núcleo del grueso de los ensayos incluidos en el libro.

Sea como fuere, si bien es cierto que Simone Weil incurre en un universalismo abstracto pseudo-cosmopolita, esto se debe a que vivió el trauma del nacionalsocialismo. Fue hija de su tiempo. De hecho, confesaba: “Entiendo el patriotismo como el sentimiento que se ofrece a una patria terrestre. Tengo miedo de él porque temo contraerlo por contagio”.

Para una mujer que había sido Brigadista Internacional en la Guerra Civil española y que había colaborado activamente con la Resistencia francesa, el nacionalsocialismo era el mal sin mezcla alguna de bien y, por ende, todo lo que sonara a nacionalismo le generaba un rechazo casi inmunitario. Por esto mismo, escribe al Padre Perrin: “Vivimos en una época sin precedentes y la universalidad que antaño podía estar implícita debe ser en la situación actual plenamente explícita. Debe impregnar el lenguaje y toda la manera de ser”. Los particularismos nacionalistas, en su opinión, suponían un delirio de pureza basado en la exaltación de las bajas pasiones y del miedo a lo distinto. De ahí su anhelo de universalidad. Y de ahí también que “lo social”, en cuanto pretensión colectivizadora le parezca “irreductiblemente el dominio del diablo (…). No entiendo por ‘social’ lo que se relaciona con la ciudadanía, sino solamente los sentimientos colectivos”.

Más allá de sus tenebrosas incursiones en el kantismo abstracto, no deja de ser cierto que sus denuncias sí son aplicables al nacionalismo entendido como degeneración del patriotismo. Veamos pues qué entiende por patriotismo.

En su opinión, entre las formas que toman los lazos y vínculos humanos destaca una por ser genuina, al no estar mediatizada por el interés egoísta y el cálculo: la amistad. Para Simone Weil: “hay un amor personal y humano que es puro y que encierra un presentimiento y un reflejo del amor divino. Es la amistad”. En efecto, si el Hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, debe haber –por encima de la naturaleza caída– reflejos o destellos de su amor. Weil da un paso más… Se trata de un milagro: “La amistad es un milagro por el cual un ser humano acepta mirar a distancia y sin aproximarse al ser que le es necesario como alimento”. Es decir, la amistad es un don, fruto de la gratuidad, una relación en la que el “yo” no se pone como medida de todas las cosas. Es un amar al otro en tanto que tal, con sus defectos y sus virtudes, sin esperar nada a cambio. La amistad, por ende, se escapa del círculo que impone la necesidad: “Cuando un ser humano está vinculado a otro por un lazo afectivo –dice Weil– que conlleva en algún grado la necesidad, es imposible que desee la conservación de la autonomía a la vez en sí mismo y en el otro. Imposible en virtud de los mecanismos de la naturaleza. Pero posible por la intervención milagrosa de lo sobrenatural. Este milagro es la amistad”. Lo milagroso y sobrenatural es aquello que comparece en el plano de la Gracia y no en el plano de la naturaleza (caída).

Lo interesante de la reflexión weiliana es que para ella el cemento que debe vertebrar, articular y dar consistencia a la patria es el milagro de la amistad. Una amistad civil, sí, pero a fin de cuentas una amistad con todas sus particularidades, esto es, un amor personal y humano puro, genuino, que escapa de la necesidad, desinteresado y que tiene algo de sobrenatural. A diferencia de su degeneración, el nacionalismo, que exige de vínculos abstractos construidos de forma vertical por un poder social omnímodo. Como apunta acertadamente Byung-Chul Han en su última obra Sobre Dios. Pensar con Simone Weil (2025): “La nación como objeto del patriotismo es una figura del poder, la verdadera patria, en cambio, se basa en el amor”.

Todo ello toma mayor significación si atendemos a las palabras del filósofo francés Ernest Renan en su conferencia Qu’est-ce qu’une nation?, pronunciada en la Sorbona el 11 de marzo de 1882. Para Renan: “Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas, que en realidad no son más que una (…). Haber sufrido juntos une más que la alegría. En efecto, los duelos valen más que los triunfos, porque imponen deberes y exigen el esfuerzo común”. ¿Acaso una amistad verdadera no se basa precisamente en ese “haber sufrido juntos”? Sin condiciones, sin contrapartidas, sin exigencias, desinteresadamente.

Desgraciadamente, hoy en día se ha suscitado un debate –en mi opinión totalmente artificial– que no responde a los códigos de nuestra tradición política católica, a saber: una suerte de etno-nacionalismo que en lugar de voltearse y ver que España ha sido siempre una amalgama de etnias y culturas pretende conjurar una suerte de pureza de la raza. El debate antiimigracionista es sano y necesario en tanto que la incorporación masiva de inmigrantes de diferentes procedencias culturales y civilizacionales puede romper precisamente el vínculo de la amistad civil. El debate, en consecuencia, debería estar encauzado por criterios racionales y cualitativos (no es lo mismo la inmigración que recibe Reus a la que recibe Madrid) y no por un identitarismo madrileño obtuso y miope, incapaz de ver más allá de los confines de la M-30.

Hay muchos interesados (dentro y fuera) en dividir a ciertos sectores de patriotas, soberanistas y conservadores. Algunos ya han roto filas con la grandeza de la civilización Hispano-católica, es comprensible. Tienen sus razones, aunque estén equivocados. Les invito a que recapaciten. “Es lo que tiene mezclar una cuestión lógica con una absurda: un silogismo perverso”, dice mi buen amigo Javier Tebas. Y esto, por supuesto, tiene un carácter ambivalente. El hecho de que exista un problema real y acuciante –como es el del descontrol migratorio– no significa que debamos abominar ni de los hispanos ni de la Hispanidad (como sugieren los hespéridas). Y, al contrario, el hecho de que existan aún las pavesas de nuestra civilización compartida, la Hispanidad, ello no debería traducirse en que un limeño de 2025 –aculturado en 200 años de propaganda antiespañola e independencia política– obtenga de manera automática la nacionalidad ni los derechos de ciudadanía (como sugieren los pepéridas). No se puede comprender la Monarquía católica sin su inextricable romanidad: ius solis y ius sanguinis.

Ahora bien, en lugar de centrar el tiro en si España (sinónimo para ellos de Madrid) está dejando de ser España y su fisonomía étnica está cambiando, deberían preguntarse si en la actualidad realmente existe una amistad civil que cimente la patria. ¿Existe ese vínculo de un amor personal y humano puro, genuino, que escapa de la necesidad, desinteresado y que tiene algo de sobrenatural? ¿Acaso estos patriotas de postín cuando salen por la puerta de su rellano saludan a sus vecinos, a los que conocen por su nombre y apellidos, saludan al portero, al panadero, al cerrajero de la esquina? ¿Se preocupan por ellos? ¿Los ayudan? Yo diría, más bien, que la impersonalidad se apoderado tantísimo de nuestras vidas que en el Barrio de Salamanca sólo se conocen los cuatro gatos que van a Puerta de Hierro. El resto coexiste como perfectos desconocidos. De ahí que muchos deban agarrarse al clavo ardiente de la cuestión racial para justificar que sigue existiendo una patria. En este sentido, se da la paradoja de que la globalización por arriba (grandes corporaciones) y la globalización por abajo (inmigración masiva) han arrasado tanto esos vínculos vecinales, barriales, urbanos que se acaba conociendo en mayor profundidad al chino del bar y al paqui del súper de tu barrio que a los comerciantes locales porque ya no existe el comercio local (panaderías, bares, restaurantes, colmados, barberías, cerrajerías autóctonas).

Estos mismos señoritos que hoy abominan de “los panchos” y se mofan del “Hispanchismo” son los han gozado del trabajo duro de los empleados extranjeros de la empresa de su padre, los cuidados de las cuidadoras que asistían a sus impedidos abuelitos y los que han gozado también de una o dos señoras de la limpieza en sus hogares. Seamos sensatos. Es un problema de número: “En la fusión de lo individual en un colectivo social, en una masa colectiva, dice Byung-Chul Han, no hay cabida para la amistad, porque esta requiere una distancia con respecto al otro”. Es la misma aporía que se da en torno a la posibilidad de la “democracia sustantiva”. A mayor conglomeración de personas desconocidas entre sí y desconocedoras de sus raíces en un determinado territorio, más difícil mantener la comunidad política. Cuestión de números.

El enemigo común a patriotas, soberanistas y conservadores sigue siendo el mismo. Si Simone Weil y su idea de la “amistad civil” y Ernest Renan y su idea de la nación como ese “haber sufrido juntos” están en lo cierto, los progresistas que quieren traer a inmigrantes hasta el reemplazo poblacional no quieren establecer una “amistad” genuina con ellos (salvo las voluntarias de la Cruz Roja, que parece que deseen intimar algo más), ni mucho menos quieren sufrir “con” ellos, lo que realmente quieren es que sufran “por” ellos. Típica actitud pequeñoburguesa.

Tanto los señoritos que han comprado los marcos del racismo (en contra de su propia tradición política) como los progres (que, siendo incapaces de amar al ser concreto, se lanzan a abrazar y amar abstractamente al género humano) son los que han promocionado todo lo contrario de la amistad civil. Para ellos, el inmigrante es aquel al que se le exige el trabajar en trabajos “que los españoles no están dispuestos a hacer”, cuidar de nuestros mayores, hacer las tareas del hogar, sostener la demografía declinante y mantener el sistema de pensiones. Si el patriotismo es ese vínculo libre de todo interés, el anti-patriotismo es la mirada instrumental e interesada para con al extranjero que viene en condiciones de necesidad. Si el amor construye patria, el anti-patriotismo deviene una enemistad civil encubierta que más pronto que tarde puede implosionar.

A todas luces, la solución no puede pasar por hacer responsable al inmigrante de todo aquello que debería estar al margen del cálculo y la rentabilidad: trabajo, hogar, natalidad y justicia, es decir, unidad de destino en lo universal. Algunos creen que manteniendo la pureza de la raza (aunque desatendiendo esos compromisos que crean patria) es suficiente para hacer frente a la impersonalidad, la desconfianza, el individualismo y el utilitarismo que promueve la disolución toda del vínculo social.

Pero, más allá de Weil y Renan, existen otras posturas. Para Carl Schmitt y Michael Walzer, la comunidad política se distingue del resto de asociaciones humanas porque puede reclamar la vida de los suyos. ¿Acaso se le puede reclamar la vida al tipo que se pone la camiseta de Marruecos, celebra y festeja contra nosotros en el Mundial de fútbol? Siendo realistas habría que ver hasta qué punto los señoritos patrioteros de mercachifle estarían dispuestos a dar la vida por su ansiada y degenerada “nación”.

 

Top