La metonimia es un tropo que consiste en sustituir el sentido recto de una palabra por su significado figurado. Por ejemplo: la hoja de la espada, la hoja parroquial de Santibáñez de la Baldoncina y cosas así. Otro ejemplo de palabra metonimizada en su uso común, en este caso duro como el pan duro, es la acepción que otorgamos universalmente a los términos “apocalipsis” y su derivado “apocalíptico”. En griego clásico, tal como figura en el bíblico escrito de San Juan, apocalipsis significa “revelación”; naturalmente, en tal sentido y no en otro tituló el evangelista sus pliegos premonitorios sobre los tiempos anteriores al juicio final. Hasta la Real Academia de la Lengua atribuye fatalidad a la bendita palabra: “Fin del mundo//. Situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de destrucción total”. Ningún otro uso se recoge en el diccionario.
“Situación catastrófica” dice también la RAE. Claro, hablamos de catástrofe y todo el mundo piensa en guerras, terremotos, incendios, inundaciones, gobiernos como el que nos gobierna y otras desdichas, a cuál peor. Sin embargo, el significado original de la palabra “catástrofe” no tiene que ver, en principio, con ninguna desgracia. La καταστροφή griega se refiere al cambio brusco por introducción de elementos inesperados en un sistema hasta el momento cósmico, es decir: ordenado. Un antiguo amigo —más antiguo que amigo en la actualidad—, tuvo una novia griega de la que parecía muy enamorado. Cuando ella le dijo «ahí te quedas», el pobre hombre, todo atribulado, lamentó: «¡Esto para mí es una catástrofe!». Ella, muy pizpireta como suelen ser las griegas, le aclaró: «O sea, una posibilidad de cambio, de empezar de nuevo». Y allá lo dejó cavilando —a él, a mi antiguo amigo—. Es lo que tienen las lenguas, que cuando alguien se adhiere a los significados literales y/o etimológicos de las palabras no hay quien le quite razón.
Así funciona el infinito de las ideas, las palabras, el idioma y el uso de la expresión hablada o escrita. Un infinito enriquecido hasta lo jugosamente sutil, a veces lo sublime, por la destilación sustanciadora de ideas y conceptos que se reúnen en torno a una simple palabra y la convierten en elegante testigo de la historia. Les pongo el último ejemplo después de este punto y aparte.
Ejemplo, porque lo prometido es deuda: seguramente la mayoría de las personas que se apellidan Gutiérrez piensan que el suyo es título corrientucho por lo popular —en España hay 200.000 Gutiérrez, más o menos—. Lo que muchos ignoran es que el tal Gutiérrez, además de su origen germano, es apellido que encierra la historia viva y la mitología expandida europeas: Göther—Uther—, “hijo de Dios”, era el padre de Arturo, el de las leyendas britanas influenciadas por la cultura ancestral sajona. O sea que el rey Arturo —mito— es el primer Gutiérrez de apellido —histórico— que conocemos. De la estirpe de Pendragón nada menos, oriunda de la Atlántida, un reino que según Diodoro Sículo, Herodoto y Estrabón estaba situado en la Macaronesia, es decir, en Canarias, pues no hay otro punto en la región donde confluyan con tanta evidencia el impulso genitor del dragón y el poder fogoso del volcán. Las leyendas fabulan mucho pero nunca engañan.
Lo que no conocemos es casi todo lo demás. En cierta medida y desde cierto punto de vista, la completa historia de la humanidad está compendiada, indeleble, en los idiomas que hablan los precisamente humanos. Cómo han evolucionado las lenguas y en qué sentido es también asignatura ardua, no al alcance de todo el mundo. Hay un núcleo común en todos los idiomas que tiene relación directa con el diálogo ininterrumpido entre el ser y la conciencia, y en segunda instancia entre la conciencia y el pensamiento. De inmediato, las condiciones históricas, culturales, sociales e incluso geográficas escinden —según algunos autores desintegran— la robustez de ese núcleo originario, conformando lenguas con su propio poso atávico-patrimonial, un fondo profundo, diferenciado y reactivo ante otras lenguas y, esto es interesante, otras visiones del mundo ajenas a su contexto civilizacional.
Por esa razón y ninguna otra a menudo me causa ternura —no mucha, pero ternura al fin—, la pretensión de articular un idioma ideológico que resuelva todas las contradicciones culturales y sociales de los tiempos. No es que el intento sea falaz, incorrecto, a veces ridículo y siempre absurdo: es que no resuelve nada, no aporta nada y no sirve para nada. El núcleo de las lenguas no es ingeniería sino pervivencia histórica, explicación del mundo tal como era en el momento en que se fraguaron las palabras y tal como sigue siendo tras el uso adaptado a lo figurado —metonímico— del vocabulario. Proyectar transformaciones en la realidad a partir del cambio de usos idiomáticos es como cerrar las puertas de una casa antes de talar el árbol de cuya madera se fabricarán esas mismas puertas: un despropósito. Probar con un idioma nuevo —por probaturas que no quede—, es afán tan desesperado como enfriar el Mediterráneo arrimándole un ventilador. Que se lo pregunten a los inventores del esperanto.
Otro día les hablo de los Rodríguez, apellido que también trae su miga.