Y si las gentes nos recordaran a ambos
en los años venideros, cuando el Espíritu
reine de nuevo, dirían que estos solitarios
crearon con amor un mundo secreto,
conocido solo por los dioses.
La tierra tomará de vuelta a quienes
se ocuparon de las cosas fugaces; otros ascenderán
a la Luz etérea, aquellos que fueron fieles
al amor en su interior, y al espíritu
de los dioses. Así vencen al Destino
en paciencia, esperanza y silencio.
Hölderlin
Como se desprende de la correspondencia personal y los documentos de Julián Sanz del Río[1], el trasfondo del krausismo español tiene cierta índole de personajes en busca de un autor. Que la búsqueda de un marco filosófico que se alineara con la visión reformista de Sanz del Río acabase con Krause parece un caso de sesgo confirmatorio, y el propio desarrollo del krausismo hispano un ejercicio de justificación post hoc ergo propter hoc.[2] Lo cierto es que Karl Christian Friedrich Krause sigue siendo a día de hoy vurtualmente desconocido en Alemania, probablemente por las mismas razones por la que tuvo una buena recepción en España. Así, la combinación de patetismo religioso de Krause, su panteísmo y su contacto con la masonería influyeron en la ausencia de afinidad con sus coetáneos académicos alemanes. De hecho, aun habiendo escrito tres tesis doctorales, no consiguió cátedra en Dresde, Berlín, Gotinga ni Múnich, a pesar de haber estado bajo la égida de nada menos que Fichte, Schlegel y Schelling.
Con todo, Krause fue autor de más de doscientos libros, lo que a ojos de Sanz del Río era marchamo intelectual suficiente para satisfacer las ínfulas extranjerizantes habituales en los círculos del reformismo español a la sazón. En cuanto a su pensamiento, Krause parte del concepto de autoconciencia de Fichte, desde el que adopta un sistema espiritualizado de la filosofía de Spinoza, similar al del primer Schelling. Según esta idea, aunque la naturaleza y la conciencia humana son parte del Ser Absoluto, el Absoluto no se agota en ellas ni es idéntico a ellas. Posiblemente influido por Schopenhauer, con quien compartió alojamiento en Dresde en varias ocasiones, y con el que discutió profusamente filosofías asiáticas ancestrales, Krause integró nociones religiosas de la Advaita Vedanta y del Mahāyāna (que se comprenden mejor como panteístas que como teístas) en su propio sistema filosófico.
De resultas de la asimilación de estas influencias diversas, podemos caracterizar el pensamiento de Krause como sincretismo panteísta, en el sentido de que el mundo existe en Dios. Aunque Dios es incomprensible en su totalidad, se revela a través de las apariencias, siendo su voluntad la que introduce la armonía en el cosmos y unifica el todo. De este modo, Krause articuló una particular síntesis entre panteísmo y deísmo, inmanencia y trascendencia divina, con implicaciones científicas: las ciencias naturales, sociales y la teología son vías para el conocimiento propio y del mundo. Krause llamó a esto «racionalismo armónico», una cosmovisión cuya finalidad es la unificación de los antagonismos.
Más incluso que Hegel, Krause se enfoca en esta gran síntesis, reflejada en sus escritos socio-filosóficos, donde defiende la unificación de la humanidad en una «alianza mundial», un tipo de asociación por los derechos de la Tierra, conceptos mediante los que articuló la profecía de la «tercera era de la vida», el tiempo de gran unificación, que representa un retorno a la armonía cósmica original, pero en un nivel superior de conciencia. Dado que el panteísmo es una suerte de pléroma en el que Dios es todo, y todo es Dios, una agresión contra otro es una agresión contra uno mismo.
Partiendo de este punto, Krause sostiene acto seguido que la solidaridad no es solo un imperativo ético, sino una necesidad ontológica que debe ser reconocida científicamente. Según el filósofo alemán, siempre que se conserve una mente divina y justa, no importa si un derecho se concede a uno u otro, ya que la causa de Dios, que es la única justa, es la causa de todos. De ahí que el tema central del pensamiento krausiano sea la aspiración a un humanismo orgánico que propicie vivir en armonía, en la que todos los individuos cultiven el espíritu en un cuerpo sano y en sintonía moral con la razón y la naturaleza. Claramente, estos postulados encajan como un guante en los de la masonería de la época, por lo que no puede sorprender que Krause fuese un firme defensor de los ideales masónicos, y que produjera obras sobre la filosofía de la masonería[3].
Este es el marco teórico que a través de Heinrich Ahrens, un discípulo de Krause con cátedra en París y Bruselas, atrajo a estudiantes españoles que difundieron en España los escritos de Krause, llegando al cabo a manos de Julián Sanz del Río, él mismo próximo a la masonería. Estos textos causaron tal impresión en el letrado madrileño, que se sintió impelido a trasladarse a Heidelberg en 1843 para estudiar con Karl Röder, otro discípulo de Krause. Al regresar a Madrid, Sanz del Río logró la hazaña de que su traducción del libro de Krause “Ideal de la humanidad para la vida” se convirtiese de hecho en la carta fundacional del krausismo español.
Es fácil ver el porqué. Tal y como señaló Hannah Arendt[4], la creación de instituciones paralelas que a la postre reemplazan a las instituciones oficiales del Estado es una estrategia eficaz para lograr la hegemonía cultural. A Sanz del Río, y después a Francisco Giner de los Ríos y Gumersindo de Azcárate et al no pudieron dejar de notar que el sistema de Krause tenía una estructura holista, que comprendía elementos armonizantes tales como imperativos (reglas, deberes, legislación), fisonomías (imaginería, estética y arte), constructos (conceptos, usos, ciencia) y costumbres (ceremonias, mitos y rituales) propios, que lo hacían apto para sustituir íntegramente la hegemonía católica en estos dominios[5].
Cabe resaltar que Julián Sanz del Río hizo gala obsesiva del lenguaje religioso, con el que otorgaba un sello de sacralidad inmanente al krausismo, aunque empleaba una retórica lo suficientemente ambigua como para atraer, entre otros, a los influyentes sectores de la sociedad española proclives al jansenismo[6].
La clave para ello radicaba en la identificación espinoziana de Dios con la naturaleza (Deus sive Natura), inserta en el marco krausiano en su modalidad panenteista[7]: un monismo radical que no hace distinción auténtica entre creador y creación. Naturalmente, la esperanza de los krausistas era que el desarrollo institucional de estos principios lograse que, al equiparar a Dios con la naturaleza y hacer que la palabra «Dios» fuese intercambiable con «Naturaleza», la idea de un Dios reducido a las leyes y la estructura de la naturaleza —un aspecto más de la realidad finita y contingente— se hiciera superflua, a fuer de redundante. Una vez alcanzado así el triunfo de la epistemolatría como religión secular positivista, las estructuras del catolicismo tradicional caerían por su propio peso.
No es, por cierto, dificultoso interpretar el krausoinstitucionalismo[8] como un remedo tardío del enciclopedismo de la Ilustración, manifestado como antagonismo al escolasticismo y al tradicionalismo[9].
Ahora bien, estos juegos de palabras son poco menos que prestidigitaciones panenteológicas, que, si se toman en serio, obligan a comulgar con la rueda de molino de del efecto sin causa. Esto es, el naturalismo panteísta, al identificar a Dios con la naturaleza, cancela la necesidad de una causa incausada trascendente que explique la existencia y las regularidades causales del universo. Por un lado, este naturalismo radical es incapaz de refutar el argumento de Tomás de Aquino de que solo una Primera Causa fuera del tiempo y el espacio puede sostener la realidad, ni el de Leibniz acerca de que debe haber una razón suficiente para la existencia del universo, ubicada fuera de él. Al negar la trascendencia ontológica de Dios, rechazando que esté separado del mundo, en el panenteologísmo propio del krausismo la trascendencia divina queda reducida a una mera relación dialéctica con el cosmos. Dicho con otras palabras, al subsumir a Dios en la naturaleza, se limita Su verdadera naturaleza: la realidad de un Dios verdadero debe ser incuestionable e incondicional, por lo que no puede estar sujeto a las circunstancias o condiciones del mundo físico, ya que entonces Dios deja de ser lo totalmente otro y se confunde con la creación.
Esto es de una importancia capital, por lo que atañe a la moral, ya que los intentos de combinar inmanencia y trascendencia anulan la alteridad radical de Dios y ponen en tela de juicio la situación humana ante la existencia del mal. La moral kantiana reflejada en el esquema filosófico de Krause se limita a la intención y el deber en lugar de las consecuencias de nuestros actos. Sin embargo, Krause amplía el imperativo categórico kantiano al incorporar la noción de que Dios es una manifestación inmanente de la naturaleza, no una entidad trascendente. Como previamente hemos mencionado, según esta perspectiva, al causar daño a otro ser humano, se vulnera la propia integridad, dado que todos compartimos una realidad divina y natural. De este modo, el mal hacia otro no solo viola el principio kantiano de tratar a cada individuo como un fin en sí mismo, sino que también contradice nuestra conexión intrínseca con la totalidad de la naturaleza. En última instancia, Krause aduce que la ética kantiana debe ser interpretada como un reconocimiento de nuestra interconexión fundamental, donde el respeto hacia los demás también implica un respeto hacia nuestra propia esencia y la unidad con la realidad divina. Pero con todo esto se elude dar respuesta a la cuestión central de la ontología del bien y del mal[10]: ¿Si Dios existe, de dónde viene el mal? ¿Si Dios no existe, de dónde viene el bien?.
David Hume[11] tematizó esto en su crítica a la teodicea, sosteniendo que la existencia de la iniquidad y el mal en el mundo es incompatible con la noción de un Dios que es simultáneamente omnipotente y omnibenevolente. Según su tesis, si un ser supremo es capaz de prevenir el mal y el sufrimiento, y es a la vez infinitamente bueno, entonces la presencia continua de estas realidades en el mundo pone en cuestión la existencia de tal ser divino, o su naturaleza como omnipotente y omnibenevolente. Sin embargo, la iniquidad moral y la desventura natural son fenómenos distintos, que requieren consideraciones aparte.
En primer lugar, hay que diferenciar entre la iniquidad moral y los infortunios naturales. Éstos, que incluyen fenómenos como desastres naturales y enfermedades, forman parte del ciclo evolutivo del mundo y sus sistemas. Estos eventos, aunque trágicos, no pueden ser considerados ejemplos de iniquidad en sentido moral. El mundo, en su dinámica natural, no discrimina entre seres individuales y sus procesos de cambio no son intrínsecamente morales o inmorales. En lugar de representar una falla en la omnipotencia o la bondad de un ser divino, estos eventos pueden se entienden mejor como elementos necesarios para el continuo desarrollo y renovación de los ecosistemas. La muerte y el sufrimiento derivados de estos fenómenos facilitan la evolución natural y el surgimiento de nuevas formas de vida, evitando el estancamiento y promoviendo el progreso biológico.
Por otro lado, la iniquidad moral se manifiesta en acciones humanas que transgreden principios éticos y morales. Este tipo de mal surge exclusivamente en el contexto de seres conscientes y dotados de libre albedrío. La iniquidad moral implica necesariamente la capacidad de elección y la responsabilidad individual en la toma de decisiones éticas. A diferencia de los eventos naturales, la iniquidad moral no es un fenómeno que ocurre fuera de la conciencia y la acción humanas, sino que resulta directamente de la voluntad libre y el juicio moral. La libertad de elección es fundamental para la existencia del bien moral, ya que sin esta capacidad, los actos de bondad carecerían de verdadero valor ético.
Por consiguiente, la ontología del bien y del mal de los ilustrados y sus epígonos krausianos es deficiente al no distinguir entre estos dos tipos de mal. Las desgracias naturales no son una indicación de imperfección divina, sino una característica del orden natural del universo. En contraste, la iniquidad moral es una cuestión de responsabilidad humana, dado que sólo los seres conscientes pueden perpetrar actos de esta índole. Por lo tanto, la existencia de mal moral no cuestiona la omnipotencia y la omnibenevolencia de Dios, sino que señala la necesidad de asumir la responsabilidad de nuestras acciones y comportamientos éticos.
Por consiguiente, para abordar seriamente la naturaleza del mal, es indispensable comprender que no se trata simplemente de un accidente o la ausencia de bien, sino de una elección consciente que distorsiona la libertad humana y se inclina hacia la destrucción y corrupción. Se subraya de este modo que el mal no se limita a manifestaciones materiales o físicas, sino que corroe la moralidad y afecta profundamente al espíritu humano. Teológicamente, el mal se plantea pues como una separación de la voluntad divina y una alienación del ser humano respecto a Dios. Y ontológicamente, el bien es inteligible si lo vemos como fundamento positivo y pleno de la realidad, emanando directamente de Dios, quien es el Bien Supremo. En contraste, es más adecuado objetivizar la idea del mal como privación del bien, esto es, una corrupción de lo que debería ser. Este mal privativo se manifiesta como la ausencia de un bien inherente, tal como la ceguera es la falta de vista.
La existencia del mal, por lo tanto, presupone la existencia del bien y unicamente cobra sentido en su relación con él, demanera que la libertad humana juega un papel crucial en esta dinámica, pues el bien moral solo es auténtico cuando es el resultado de una elección libre entre el bien y el mal. Así, la posibilidad de elegir el mal es inherente a la libertad misma, haciendo del mal una desviación de un bien preexistente.
En definitiva, el krausismo, con su tentativa de reemplazar la teología y la teodicea católica mediante un sistema alternativo basado en el panteísmo y el panenteísmo, fue usado como caballo de Troya en la lucha por la hegemonía cultural. Pese a todo, su pretensión de ofrecer una visión integral y utópica del universo mediante un idealismo moral que aspiraba a la armonía universal entre los seres humanos y la naturaleza, nunca logró dar una respuesta seria a las cuestiones ontológicas fundamentales. De hecho, la limitación de Dios a una entidad inmanente impide responder sin caer en lo banal a los problemas planteados por la existencia del mal y la naturaleza del bien. Con ello, el krausismo, lejos de imponer un nuevo paradigma religioso en España, fracasó al no poder reemplazar seriamente la profundidad y sofisticación[12] de la teología católica ni las cuestiones últimas de la ontología filosófica, aunque indudablemente triunfó al proyectar la sombra del pasado krausista en el laicismo del futuro político español.
[1] Martín Buezas, F. (1978). El krausismo español desde dentro. Sanz del Río. Autobiografía de intimidad. Madrid: Tecnos.
[2] El principio «post hoc ergo propter hoc» es una falacia lógica que implica asumir que si un evento sigue a otro, el primero debe ser la causa del segundo. Es decir, se asume erróneamente que la secuencia temporal implica una relación de causa y efecto.
[3] Krause, K. C. F. (1820). Die drei ältesten Kunsturkunden der Freimaurerbrüderschaft (Vols. 1-2). Friedrich Christian Wilhelm Vogel.
[4] Arendt, H. (2006). Los orígenes del totalitarismo. Taurus.
[5] El krausismo buscó tempranamente influir en la política, de la mano de Francisco de Paula Canalejas, quien en su artículo de 1860 titulado Un programa político establece un vínculo entre el racionalismo idealista y la utopía: «Venimos a la vida política, a luchar, no en nombre del hecho, sino en nombre de la razón […], a pelear por el derecho y la libertad […], esclavos del raciocinio, nos ponemos al servicio de las ideas». Ver: Ruiz Salvador, J. (1977). Krausismo y socialismo en España (1854-1874). Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid.
[6] El jansenismo español se caracterizó por la influencia del jansenismo francés afín a Port-Royal, promoviendo una visión austera y reformista de la moral y la estructura eclesiástica, en contraste con las prácticas más laxas y la influencia política en la Iglesia.
[7] El panenteísmo es una doctrina filosófico-religiosa que sostiene que Dios es inmanente en el mundo, pero al mismo tiempo trasciende la totalidad de lo creado. A diferencia del panteísmo, que identifica a Dios con el universo, el panenteísmo postula que el universo está en Dios, pero Dios no se agota en el universo, manteniendo así una dimensión trascendental. Este concepto busca reconciliar la presencia divina en el mundo con la idea de una divinidad que excede las limitaciones del ámbito material.
[8] Krausoinstitucionalismo alude al intento de implementar los principios del krausismo, una filosofía que combina elementos del panteísmo y el racionalismo, en las estructuras institucionales y políticas de la sociedad. El krausoinstitucionalismo buscaba reemplazar las instituciones tradicionales con un sistema basado en la racionalidad, la armonía y la moral universal propuesta por el krausismo. Este enfoque pretendía establecer una nueva forma de organización social que integrara los ideales krausianos en la legislación, la educación y otras áreas de la vida pública.
[9] Ferrater Mora, J. (1941). Diccionario de filosofía (1ª ed.). Editorial Atlante. (Krausismo, pag. 308-309).
[10] Boethius. De consolatione philosophiae, I, prosa IV, 30 (PL 63,625). (Si Deus est, unde malum? Si Deus non est, unde bonum?)
[11] Hume, D. (2012). Diálogos sobre la religión natural. (Gómez, J. A., Trad.). Editorial Tecnos.
[12] La filosofía de Krause, y por extesión el krausismo, adolecen de una escatología definida y de una promesa de redención. Krause se centra en la idea de un progreso continuo hacia la perfección moral y social, sin proporcionar una visión específica de últimidad o de soteriología. Esta ausencia de una perspectiva escatológica limita la dimensión teleológica de su pensamiento.