Dice el dicho, mal dicho, que una imagen vale más que mil palabras. El asunto funciona concretamente al revés: una palabra precisa y a tiempo vale por mil imágenes. Convoco a los sufridos lectores a una breve demostración después de este punto y aparte.
Voy conduciendo hacia el aeropuerto de Los Rodeos y la voz del comentarista deportivo, en el autoradio, resume en minuto y medio el último partido de fútbol que el equipo de mis amores ha tenido el detalle de no perder. Dos horas más tarde, ya en casa, la televisión insiste una y otra vez en el gol que ganó la contienda deportiva, los especialistas analizan el encuentro y el gol desde todos los puntos de vista y todas las perspectivas de cámara, debaten entre ellos, vuelven a pasar las imágenes, el realizador da entrada a entrevistas con jugadores y técnicos… Necesitan más de una hora de televisión para compartirme la misma información, ni una palabra ni una idea de más, que me hizo llegar el locutor radiofónico en minuto y medio, mientras estaba al volante de mi coche. Sí, es bien cierto que una palabra vale por mil imágenes.
Que se lo pregunten al diputado del PP cuyo voto atontado ha sacado adelante la reforma laboral del gobierno de la nación, o sea, de España. Meses de reuniones, negociaciones primero de los agentes sociales y después de los grupos parlamentarios en el congreso de los diputados, enmiendas, debates en la cámara, tiras y afloja, salvas de humo, votos cautivos y votos fugitivos, horas y horas de informativos, páginas y más páginas en la prensa de rotativa y digital, tertulias a medianoche y de madrugada, ruedas de prensa, quejas y descalificaciones, arengas… Todo aquello no valía nada, no contaba para nada porque un monosílabo inesperado iba a cambiar el curso de los acontecimientos. Una palabra vale por mil telediarios y un Sí zascandil de un diputado popular vale por mil discursos de Casado. Todo ello, tengámoslo en cuenta, con el circo mediático en que se ha convertido la administración de la cosa pública puesto en marcha con espectacular fanfarria, en virtud y a propósito de la reforma de otra reforma, más antigua, que es un brindis al sol y una disposición legal de cuatro pesetas, una alharaca que no va a cambiar nada sustancioso ni en la legislación laboral ni en el día a día de la gente que se gana el pan con el sudor de su frente. No es cuestión de ponerse muy discursero con este tema, pero tengo para mí que los miembros y socios del gobierno dan tanta importancia y relieve propagandístico a esta reforma porque la mayoría de ellos no han trabajado en su casta vida y, por tanto, no les remueven la conciencia ni les agitan la buena digestión detalles como, por ejemplo, que las indemnizaciones por despido, con esta nueva ley en la mano, sean exactamente las mismas que con la antigua. O sea que la celebradísima “estabilidad en el empleo” y la supuesta cancelación de la “precariedad” y la “temporalidad” son, como suele decirse, agua de borrajas: despedir hoy a un trabajador y no digamos a una trabajadora cuesta lo mismo, euro arriba, euro abajo, que hace dos semanas. Pero en fin, nuestros dirigentes gubernamentales y nuestra pintoresca ministra de trabajo, que de trabajar saben lo mismo que un servidor sobre probabilística cuántica, están la mar de contentos porque la famosa ley pasó la criba de la votación, a pesar del NO amigo y el Sí enemigo. Total, a ellos las indemnizaciones por despido les importan un semáforo en ámbar, pues en sus planes existenciales no se contempla abandonar el chollo de la política, y si por alguna circunstancia imprevista se viesen obligados al “adiós, lucero de mis noches”, saben perfectamente que cuando Dios cierra una puerta Santa Águeda de Hungría abre una ventana, aunque sea haciendo pod castspara la Sociedad Española de Radiodifamación. En este festival se echa de menos al dinámico Quintanilla, de la berlanguiana “Todos a la cárcel”, repartiendo tarjetas de visita entre sus señorías, y al melancólico Sazatornil preguntando a todo el mundo qué hay de lo suyo. La España cañí es cañí porque nunca pudo ser otra cosa, por mucho que el progreso diga y la Constitución mande.
Hablando de Berlanga, concedo: esa imagen del diputado enfermito llamando a las puertas del Congreso, como el Plácido de Berlanga a las puertas de la notaría, pidiendo por favor que le dejen entrar y solucionar el entuerto que ha montado, dice mucho sobre el valor de lo ideográfico en nuestra cultura. Como no hay vídeos sobre el lance —qué oportunidad perdida, qué de memes frustrados—, sus compañeros de partido y él mismo han descrito decenas de veces la situación, insistiendo en la abnegada reacción del presunto torpe informático al darse cuenta del error cometido: esa terrible palabra monosilábica, No, convertida en Sí por alguna perfidia cibernética, la maldad de los objetos inanimados y de la inteligencia artificial confabuladas para arruinar la vida a la gente. Imaginarlo allí, en la carrera de San Jerónimo, ante las puertas inalcanzables del limbo, clamando su razón y su desesperación, con los leones y nadie más por testigos, es algo que estremece. Y como imágenes no hay, digo, decía, no tiene uno más remedio que acudir a la fuente visual de siempre, los resultados de búsqueda de Google. Y claro, casi todo queda explicado. No es mi intención faltar a nadie el respeto, pero viendo la faz y las trazas de ese señor diputado, leyendo en números redondos lo que gana al año como representante del pueblo, haciendo dos cábalas y poniendo un poco de imaginación, se llega al mismo lógico resultado: lo sucedido era previsible.
Finalmente, me desdigo: en algunos casos, sí es verdad que una imagen vale más que mil palabras.