Bulos, mentiras y verdades oficiales

No hay territorio más impermeable a la verdad que la ideología. Las convicciones de cada cual no son, en sentido estricto, lo que pensamos sino lo que somos. De tal modo, cualquier matiz de la realidad que disturbe esa noción idealizada de nosotros mismos a la que llamamos “principios”, será reputada falsa; y lo que nos convenga creer, verdadero en origen, sea cual sea el disparate enunciado. Para corregir la distorsión cognitiva inherente a la “falsa conciencia” en la que vivimos instalados a veces con comodidad y otras con virulencia —dependiendo de con quién toque discutir—, podemos echar mano del sentido crítico y autocrítico sobre las ideas, el permanente estado de  revisión sobre la pertinencia lógica y el ajuste con la realidad de aquello que consideraríamos óptimo, adecuado o necesario. Lo malo es que hay muy pocas personas que se crean faltas de sentido crítico respecto a lo que piensan, es decir: sobre sí mismas. Desde que el psicoanálisis difuminó la relevancia concreta del yo-consciente y el marxismo determinó que el motor de la historia es la lucha de clases, la familia un constructo cultural instaurado bruscamente para asegurar la continuidad de la propiedad privada, el Estado un aparato represor por naturaleza y el individuo un eslabón irrelevante, del todo prescindible en este maremagno de poderosas fuerzas evolutivas que mueven el mecanismo de la historia, hay una dejación correlativa y eficiente entre el sentido de la responsabilidad sobre nuestros propios actos y lo que pensamos;  y sobre todo, cómo lo pensamos. He aquí la paradoja: cuanto más fervientes y enraizadas son nuestras convicciones, menos significado alcanzamos como individuos, por cuanto a las estructuras fuertes del sistema —sea el que sea y de la orientación que se quiera—, le convienen personas ancladas en una visión inalterable de la realidad. La gente que no duda es la más manipulable. Por esa razón es más sencillo encontrar ingentes masas defensoras de cualquier abyecta dictadura que media docena de ciudadanos dispuestos a discutir los fundamentos ideológicos que cohesionan el entramado profundo de lo establecido.

Esto último no es exageración, por desgracia. La incertidumbre de los últimos tiempos vividos vuelve a poner de manifiesto cómo identificamos nuestro nivel de libertad individual con la percepción de nuestra propia seguridad. Somos libres en la medida que nos sentimos protegidos por el argumentario oficial de la sociedad en que vivimos. Sólo desde esta perspectiva es posible explicarse cómo la última encuesta del CIS pudo introducir una pregunta, lanzada a la población desfachatadamente, que no habría pasado el filtro de decencia intelectual y de legitimidad en cualquier democracia de pacotilla, aunque sólo hubiese sido por mínimo sentido del propio decoro; por mantener las formas.

La pregunta es de sobra conocida pero no está de más recordarla: “¿Cree usted que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener la libertad total para la difusión de noticias e informaciones?”.

Dejando aparte el oxímoron clamoroso que supone identificar “información” con “fuentes oficiales”, cabe una calificación inmediata del desatino: si en una democracia, con los medios estatales, el gobierno investiga para conocer a través de una encuesta oficial, perpetrada por el Centro de Investigaciones Sociológicas, acerca de la idoneidad o no-idoneidad de prohibir “bulos e informaciones engañosas”, en tal caso, sin duda, no vivimos en una democracia. No al menos en una democracia completa sino, en el mejor de los casos, en una sociedad que goza de algunas libertades políticas y del derecho a votar cada cuatro años para elegir a quienes deben seguir manipulando el criterio del común. En eso se ha convertido, o lleva camino de convertirse, el gobierno actual de la nación: un rejuntado de políticos cada cual de su cuerda, cada uno con su obsesión, que ante la imposibilidad de gestionar con eficacia la mayor crisis que ha padecido España desde la guerra civil de 1936 emplea sus energías en sondear la posibilidad de anular por decreto la libertad de expresión. Esa es la situación presente. Cuando no se puede controlar la realidad, se controlan las ideas y se revierte el núcleo de las contradicciones y el centro de la polémica al ámbito ideológico, donde no hace falta tener razón ni siquiera argumentos veraces para desenvolverse con absoluta desenvoltura y justificar cualquier cosa.

No niego que la situación exasperante causada por el Covid-19 haya originado multitud de “bulos” e “informaciones engañosas”, en ocasiones fruto de la desinformación e ingenuidad de muchas personas, otras con innegable propósito de desautorizar la gestión gubernamental —de por sí desautorizada—, en las circunstancias presentes. Mas no olvidemos que la mejor manera de atajar bulos e informaciones maliciosas o tendenciosas es contraponer una información clara, honesta, objetiva y exhaustiva tanto por parte de las famosas “fuentes oficiales” como de los medios de comunicación acreditados. Y ahí se encuentra el déficit, precisamente: no ha habido en la reciente historia de España época más asolada por la desinformación, los datos erráticos, las valoraciones confusas, la manipulación de cifras, la retorsión de hechos concretos para presentarlos favorables a la (in)acción gubernamental. Nuestro gobierno y los medios afines no informan —no exactamente—, sino que componen y exponen un relato que concuerde con sus intereses.

De un gobierno ideológico como el que padecemos cabe esperar una lectura ideológica de la crisis y la pueril esperanza de atajar la pandemia con chamánicos remedios doctrinales: antifascismo, feminismo, igualdad y placebos de la misma índole; mas sería exigible que, al menos, ofrecieran a la población informaciones veraces sobre el alcance real de la catástrofe y las consecuencias que está teniendo para cientos de miles de familias así como para los trabajadores de la sanidad, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, el ejército y otros sectores movilizados en la lucha contra el virus. No es así. Encastillados en la posverdad de los fanáticos, nuestros gobernantes han cubierto el paisaje de lo real con pertinaces sombras, manipulación y medias verdades, mentiras a medias y delirantes interpretaciones —siempre autojustificativas, como es natural—, de los acontecimientos funestos a los que intenta o parece que intenta poner remedio. Ese terreno es ideal, inmejorable, para que jamás florezca una pizca de verdad; y campo abonado, qué duda cabe, para que surjan bulos de todas clases e intenciones.

Si la situación no fuese trágica resultaría grotesca. En una pendencia entre los que mienten y quienes no dicen la verdad, nuestro gobierno se ha decantado por la mayor de las torpezas: intentar prohibir aquella información que no le siga la corriente; la que no provenga de “medios oficiales”. Y como siempre, quien paga la fiesta es la ciudadanía. En este caso, los muertos por centenares que cada día estragan a las familias españolas. ¿A quién pediremos cuentas de esta aberración? Porque una cosa es evidente: tarde o temprano, pediremos cuentas a alguien; y cuando llegue ese momento, no será ocasión para bulos ni evasivas. La hora de los idiotas y los manipuladores habrá pasado. Será, como dicen los castizos, la hora de la verdad. Llegará.

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