Desde aquellos días de mi infancia, cuando me demoré por primera vez en las páginas de Platero y yo, una brisa de amor corre por mi alma cada vez que evoco la figura de un burro. Juan Ramón Jiménez nos regaló un libro inmenso, transido por los grandes temas que desvelan a los hombres serios: la belleza, la soledad, la naturaleza, la libertad, la muerte. “Platero es pequeño, peludo, suave…” repito de memoria y aun lo imagino trotando por Moguer. Hace unos meses, desandando pueblos castellanos, compartí una mañana entre las ovejas. En tierras de Villalpando, junto a Fernando y Jesús, pude cumplir mi sueño de pastor. Antes de salir con las ovejas, Jesús me acercó una burrita color ceniza, una burrita sin nombre (y por tanto sin amor) que aguantó estoicamente la montura de un argentino inexperto y temeroso. En el fondo de sus ojos donde no cabía el mal, brillaba la nobleza del animal al servicio del hombre. Es un lugar común que cuando tenemos que evocar a los hombres cortos de entendimiento, a quienes padecen el estigma de una “capitis diminutio” –como gusta decir entre nosotros a Don Alberto Buela -, apelamos a la figura del burro. Por convencionalismos, evocaré una vez más esa figura para referirme a los políticos argentinos, pero pido perdón al animal.
Hace unos días, asistimos a la sentencia de la Corte Suprema de Justicia quien dispuso la culpabilidad de la ex presidente de la Nación en la causa Vialidad. Desconozco las minucias del proceso judicial y por tanto no puedo referirme objetivamente al caso, aunque la bruma de la desconfianza está a la orden del día si de justicia argentina se trata. A diestra y siniestra se ha levantado un coro de sirenas vituperando o beatificando a CFK. De un lado, la “derechita” argentina de la ficha limpia – quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra -, la misma que siempre ha hecho del odio su motor íntimo, la que agita, pero no pone el cuerpo, la que incendia, pero no apaga. Juan Manuel de Prada llama a esa misma facción en España la “derechita valiente”; aquí también es valiente la derechita, barrabravas ciber por ponerles un epíteto. Del otro lado, el fideísmo de una adolescencia tardía, “los pibes para la liberación” que suena como un ícono musical cada vez que la jefa aparece en público. Pibes de 20, sí, pero también de 40, de 60 y hasta de 70. Claro que habrá entre ellos, muchos hermanos de corazón sincero y dolido, pero el tono actitudinal es siempre el mismo: ver y oler mierda, pero seguir sosteniendo que es dulce de leche.
A los diecinueve años, mi padrino poeta, hablando sobre los misterios de la fe me dijo que el Demonio tenía poder, pero no tenía fe. Que podía golpear la puerta del corazón humano, pero al carecer del atributo entitativo de la omnisciencia, no podía sopesar nuestra última respuesta. El Demonio confabula, inspira, incita, a Judas, a Caifás, a los que escupen y castigan al Señor, pero ignora el desenlace de la obra. Yo creo que del mismo modo actúan los que creen que vencieron en esta contienda legal y metalegal. La “burrada” aquí es creer que verán a CFK con un traje a rayas y comiendo pan duro en una celda, sin saber que quizás colaboran con la formación del propio mito que ella va forjando para sí. Nuevamente en el centro de la escena – a ella le fascina eso-, acumula sobrados méritos para cristalizar ese mito: perseguida, atentada, proscripta y ahora presa. El círculo cierra perfecto: no la pueden derrotar esta vez en el marco de sacrosanta democracia, entonces se la proscribe por medio de una justicia amañada y corrupta. Ella les baila desde el balcón de San José 1111 y los burros siguen mirándola por TV, tragando bilis.
Días pasados, leía a una compañera que, apasionadamente, renegaba en nombre del peronismo: “¡cuánto desclasado sin memoria!”. Habría que recordarle a la compañera que la doctrina justicialista no habla de “clases”; para el Justicialismo existe una sola clase de hombres: los que trabajan. La dialéctica de la lucha de clases es ajena al peronismo, como es ajeno el feminismo imprudente, la deliberada eliminación prenatal, el principio ultraliberal de que cada uno puede hacer lo que quiere en nombre del laicismo. Una vez más tendremos que recordarle a los “pibes para la liberación” que la primera presidente presa (y primera víctima de la Dictadura Militar) fue Isabel Perón, la misma que acompañó al General Perón en sus dieciocho años de exilio y proscripción, esa mujer que, tras cinco años presa, abandonó la Argentina e hizo silencio para siempre, aun sabiendo demasiado. Claro, el Movimiento Nacional, al que cada vez veo más hegeliano y menos aristotélico, montó nuevos dogmas sobre viejas verdades. CFK seguirá conduciendo y los compañeros visitarán su próxima residencia como se visitaba al Oráculo en tiempos pretéritos. “¿Y nuestra Argentina?” -se preguntará usted-, pues nada, seguirá desangrándose.
La novela política argentina me aburre sobremanera porque sus protagonistas vuelan gallináceamente, porque no salen de la dialéctica fácil de los buenos y los malos, de los sectarios y los populares, de aquel dogma sarmientino y zoncera fundacional de nuestros doscientos años de historia: civilización o barbarie.
Sí, la novela política argentina me asquea, pero uno a veces se siente impelido a escribir…y a pedirle perdón al burro.