Carta al clérigo del futuro que cuando yo muera celebrará la Misa corpore insepulto
No soy un anciano, pero nadie con ojos en la cara me confundirá con un jovenzuelo y tengo la certeza de haber dejado a mi espalda unos cuantos días más que los que me quedan por contemplar. Se trata de una constatación evidente, despojada de dramatismo hueco y donde no existe asomo de melancolía; más bien debe entenderse como serena aceptación del igualitarismo radical con que la muerte siempre dio culminación a la existencia humana. Más enfáticamente, si cabe, en esta época de divinización de la democracia. Por otra parte, me disgustaría que se atribuyese a este texto cualquier tipo de afección siniestra o morbosa. En realidad, la intención de redactarlo surgió casualmente durante las exequias de un familiar muy cercano de mi amigo Vicente, al escuchar la homilía del sacerdote celebrante e imaginar cómo será ese momento, más o menos próximo, en el que mis despojos conciten la atención de todos los presentes.
Reverendo don Fulano:
Cuando doy comienzo a estas líneas me hallo muy lejos de poder imaginar quién es usted, cuál es su nombre y el rango eclesiástico que ostenta. Sólo sé que es usted un ministro ordenado católico y estoy seguro de ello porque mi viuda o mis hijos, sin dudarlo, habrán atendido mi voluntad de que un sacerdote rece por mí antes de sepultar mi cuerpo en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz. Descarto que se trate del Sumo Pontífice o de un cardenal, príncipe de la Iglesia en la que yo me inserto como el último y más torpe de sus miembros, siervo inútil y por tanto indigno de tan alto honor. Doy por cierto que no es usted arzobispo, ni obispo, ni siquiera un vicario episcopal. Muy probablemente sea usted un presbítero de a pie, diocesano o regular, y me complace suponer que igualmente haya administrado los últimos sacramentos a este cristiano en las postrimerías de mi vida en el mundo.
El cadáver que van a emplazar muy próximo a usted, a los pies del altar, ya no es capaz de ver ni de oír, pero tenga presente que aun así, liberado de las servidumbres que impone un físico decrépito, prestaré suma atención a todo cuanto usted haga en esa ceremonia (no en honor del difunto, ni en su memoria, como estúpidamente tantos repiten en tales ocasiones, sino en sufragio de su alma) y de modo especial permaneceré muy pendiente de sus palabras sin perderme una sola. No se apresure, se lo ruego; nadie le urge. Quienes me apreciaron en vida agradecerán el sosiego y la solemne cadencia que tanto se adecúan a la liturgia en general y singularmente a la exequial; contrario sensu, los que asistan a la ceremonia sólo por razones de compromiso social encontrarán en la parsimonia que le encarezco un excelente motivo para ser consecuentes consigo mismos, abandonar su asiento, marcharse cuanto antes y dejar en paz al resto de los presentes.
Me temo que hallará usted muy fácil en la homilía evitar esa nefasta costumbre -tan extendida- de entonar un panegírico del finado y de sus virtudes, reales o supuestas. Para mi desgracia, sobreabundan en mi persona las debilidades y miserias de modo que no le resultará difícil ceñirse a lo verdaderamente importante: implorar misericordia a Dios Padre para que se digne aplicar a mi alma pecadora los méritos de Su Hijo Jesucristo. Le ruego encarecidamente, reverendo don Fulano, que no incurra en la temeraria simpleza de asegurar solemnemente lo que desconoce por completo; por ejemplo, algo así como: «Nuestro hermano Jorge ya está junto a Dios». Cuántas veces -¡cuántas!- en el pasado me hube de contener para no alzarme e interrogar al sacerdote celebrante: «¿Y usted cómo lo sabe?». Soy consciente de que las familias que acaban de perder a uno de los suyos necesitan algún consuelo que mitigue su dolor. Es muy encomiable verter el bálsamo de la esperanza sobre las almas desgarradas por la muerte, pero la virtud cristiana de la esperanza no consiste en erigirse desde el púlpito en retransmisor del veredicto divino sobre asunto de relevancia capital. Si usted, don Fulano, es persona que me conoció y trató sabrá que mi fe siempre fue recia, pero estará también al corriente de la flaqueza y los titubeos de mi determinación. Para no andarnos con rodeos: estará al corriente de mis muchos pecados. Y si usted, acaso, no me conoció, no incurra en semejante ligereza porque ello equivaldría a negar la posibilidad de la condenación eterna, o de la necesaria expiación de la pena temporal de las faltas antes de acceder a la visión beatífica. Por otra parte, si usted dice a mi familia y amigos que ya estoy salvado y gozo del paraíso, dejarán de rezar por mi pobre alma, que tanta reparación adeuda a su Creador. ¡No me haga usted eso, por favor! ¡No me prive del auxilio de la Iglesia militante en mi tránsito purgante!
No deseo robarle más tiempo, reverendo don Fulano, seguro como estoy de que habrá sabido comprender el propósito de mis palabras. Deseo de todo corazón que usted, ministro del Señor, sacerdote santo y sabio, cuando llegue como yo al final de sus días se vea recompensado como merece ante el tribunal de Dios y que podamos encontrarnos, regocijarnos y disfrutar eternamente de su infinito amor. Pero, por favor, recuerde que en ese tribunal el veredicto únicamente lo emite el Supremo Juez y no usted. Quedo suyo afectísimo en el sagrado nombre de Cristo.