Si tuviéramos sospecha de que la mayoría de los franceses no saben lo que es el foie-gras, la mayoría de los ingleses ignoran lo que es el rosbif y el setenta por ciento de los italianos no saben definir lo que es una pizza, seguramente concluiríamos en que Italia, Inglaterra y Francia son países raros habitados por gente despistada. Sin embargo, hay razones sobradas para asegurar que dos de cada tres españoles desconocen qué cosa sea una paella —lo de “cosa” lo escribo a propósito—, pero nos consideramos el no va más de la gastronomía mundial y, de paso, lo selecto entre lo exquisito de la modernidad, lo cool y lo cuqui-chupi de la cultura europea. Un país que ha alumbrado a genios como Almodóvar, Ana Belén o García Montero no puede ser un país cateto, mucho menos indocto y complacido en sus tinieblas.
Aquí, en la España moderna de los felices años veinte, una paella es un guiso de cosas al que se echa arroz para que tome sustancia y apariencia, colorante alimentario para que tome amarillo y un par de gambas —o dos docenas— para que tome sabor. Y no para ahí el despropósito culinario. Una hamburguesa es carne picada entre pan que se compra en McDonald`s, los espagueti son fideos hervidos con tomate de bote y los boquerones pueden freírse en aceite de girasol porque, total, el pescado es sufrido y no requiere tanto esmero como para gastar del olivo. La cocina, en general, es un espacio al que conviene entrar lo menos posible, pues si es mujer quien lo ocupa, malo —el feminismo se inventó para algo—, y si es hombre casi peor porque los varones, ya se sabe, resultan patosos y desmañados en el arte de aviar panes y peces. Además no hay tiempo, hay que trabajar, llevar y recoger a los niños del colegio, asistir a las reuniones vecinales, ir al cine, salir de copas, visitar al médico, pagar a hacienda, ver series en la tele, protestar por lo que sea, solidarizarse con Palestina, discutir de política con el cuñado… Como decía Javier Krahe, no todo va a ser follar; añado yo: no todo va a ser cocinar como Dios manda y seguir las recetas de Arguiñano al pie de la letra. Hay que llamar el chino, al kebab o al burger para que nos traigan la cena. Y hay que dar propina al repartidor, que bastante trabaja.
Con la pandemia y sucesivos confinamientos, los cocinillas de España aprendieron a hacer pan en el horno, a preparar la masa de la pizza y a cocer huevos duros. Pero muy pocos, casi ninguno, aprendieron o se molestaron en comprender que el acervo tradicional de la gastronomía propia es la expresión contemporánea, cabal, del estado de ánimo y no digamos salud de una civilización. Un país que renuncia a su cocina, a las recetas de la bisabuela y al tiempo como factor elemental de los sabores heredados, está diciendo al mundo: cómeme. La cocina es organización, fuego lento y saberes ancestrales aplicados en el presente. Y nada más. Y nada menos.
Por desgracia no hay una filosofía del yantar ni un patriotismo de los manteles, aunque, seguro: sin cocina no habría filosofía —primun vivere—, y sin manteles no hay patria. Sólo conozco dos ámbitos, digamos, geopolíticos, en España, donde los desdenes a la correcta administración alimentaria se consideran, casi, un insulto a los vernáculos y al espíritu del lugar: el País Vasco y Valencia; si bien, en el caso valenciano, el estado de alerta y la propensión a defenestrar a los insolentes se ciñe casi en exclusiva al dogma de la paella valenciana (***). No hay más. Que el legado histórico de nuestra gastronomía sea uno de los grandes bienes materiales —o inmateriales, no sé— que nos dejaron los mayores, y la evidencia de que si hemos llegado hasta aquí ha sido gracias y precisamente a que los mismos antiguos sabían cómo hacer de comer, son verdades que hoy parecen interesar muy poco. Habiendo Just East o parecidos emporios a los que llamar, la cena no tiene por qué ser sagrada; tiene que ser rápida y lo más barata posible. No haya penas: cuando en casa de mis abuelos caía un trozo de pan al suelo, se recogía, se le besaba y se le retornaba a la panera; ahora, cuando un pedazo de pan cae al suelo, se lo zampa el perro sin más protocolos.
Probablemente muchas muchísimas personas se sentirán a gusto en un mundo, el contemporáneo, donde meterse en la cocina es tarea pesada e ingrata, amarán una cultura que manifiesta su querencia por el arte de los peroles mediante concursos como Master Chef y, de remate, disfrutarán de lo lindo con la pizza de piña, el helado de uva y vino tinto o los pasteles de regaliz sin gluten. Todo cabe en el procedimiento moderno hacia el vacío porque, justo, el vacío es inmenso, la nada todo lo abarca y la lógica del abandono exige llenarla con cualquier cosa. Todo menos hacer las cosas como Dios manda.
En ese mundo, que nadie me espere. Estaré, seguramente, pero poco a poco invisible; más clandestino que escondido.
***La paella valenciana lleva arroz, pollo, conejo, bachoqueta, carchofa, garrofó, dos o tres hebras de azafrán, romero y, si acaso, un tomate —sin pasarse—. Todo lo demás no es paella valenciana. Todo lo demás es arroz genéricamente considerado, incluidas las herejías y desmanes que se cometen en nombre del utensilio denominado paella y que no tiene la culpa de nada.