Crítica a la concepción del Estado y de las clases sociales en el marxismo clásico (XI)

Crítica a la concepción del Estado y de las clases sociales en el marxismo clásico (XI). Daniel López Rodríguez

Paz para qué

Con la instauración del comunismo a nivel mundial, Lenin pensaba que se alcanzaría la auténtica paz democrática, ya que la paz ofrecida por las potencias imperialistas era la paz del orden capitalista, una paz aparente e inauténtica. Pero Lenin sabía muy bien que esta paz democrática que vendría a traer el comunismo no podía alcanzarse por medios pacíficos, por lo tanto para conseguir dicha paz había que prepararse para la guerra, esto es, la guerra civil, es decir, la revolución.

Así pues, el marxismo, que se iba fraguando como marxismo-leninismo en la Primera Guerra Mundial, era pacifista a nivel internacional, pero a su vez predicaba la guerra civil, es decir, la lucha de clases a nivel nacional. Dicho de otro modo: pacifismo a nivel de dialéctica de Estados y guerracivilismo revolucionario a nivel de dialéctica de clases.

Una dialéctica de clases que, además, no cabe concebirla como una lucha exclusiva entre dos clases antagónicas (burguesía y proletariado, explotadores y explotados), sino más bien desde un esquema pluralista en el que se enfrentan múltiples grupos, círculos, estamentos, gremios, etc., que confluyen polémicamente en la constitución (systasis) de la sociedad política.

Este esquema, desde nuestras coordenadas, explica mejor el desarrollo histórico de una determinada sociedad política; desarrollo que ya no es lineal en el sentido de que estuviese predeterminado hacia un estado final apoteósico, sino multilineal y dialéctico, en el que se tiene en cuenta la capa cortical en la dialéctica de Estados.

Ya en 1902, en su famoso folleto ¿Qué hacer?, Lenin tenía muy en cuenta a los militares, los cuales empezaban a impregnarse de espíritu democrático, «en parte como consecuencia de los combates, cada vez más frecuentes, en las calles con “enemigos” como los obreros y los estudiantes. Y, en la medida en que nos lo permitan nuestras fuerzas, debemos dedicar la atención más seria a la labor de agitación y propaganda entre soldados y oficiales, a la creación de “organizaciones militares” afiliadas a nuestro partido» (Vladimir Ilich Lenin, Obras completas, Tomo IV, Versión de Editorial Progreso, Akal Editor, Madrid 1974, pág. 475).

Se ha dicho que «la guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios grupos sociales en contacto» (Engels, 1968: 174). Pero con mayor precisión -diríamos desde el materialismo filosófico– la guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios Estados en contacto o, a lo sumo, un Estado y varias tribus que lo acechan o que son acechadas por éste.

Según Marx, el Género Humano en cuanto está implicado en la guerra no está propiamente escribiendo su verdadera historia, sino más bien su «prehistoria», como se esboza en La ideología alemana y en se desarrolla en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política.

Pero esto está a años luz del materialismo filosófico: «Una vez constituidos los Estados y desarrollados sus cuerpos constitutivos, al enfrentarse con otros Estados, podían comenzar a asumir el papel de verdaderos motores de la historia. Y la Historia Universal podía definirse, no en función de un Género Humano sobreentendido como un Todo metafísico actuante [ni tampoco desde un fantasioso «proletariado universal»], sino en función de aquellas partes suyas que pudieran comenzar a representarse el todo como proyecto propio. Es decir, de aquellas partes que pudieran comenzar a tomar la forma de un Imperio Universal. Desde este punto de vista la Historia universal ya no podría redefinirse como la “Historia del Género Humano”, sino como la Historia de los conflictos entre los Imperios universales, realmente existentes» (Gustavo Bueno, El mito de la derecha, Temas de hoy, Madrid 2008, pág. 76, corchetes míos).

La Primera Guerra Mundial, en tanto guerra total y «Gran Guerra», fue interpretada tanto por las generaciones de izquierda como las modulaciones de la derecha como la última y sagrada batalla; y si los revolucionarios pensaban que la batalla contra el enemigo social era «final y decisiva», los liberales decían muy alegres que la guerra era «una guerra para terminar con las guerras», y se llegó a interpretar la guerra como un esfuerzo para «devorar al militarismo». El poeta Valery Brivsov escribió un poema titulado «La última Guerra», con el que soñaba con el «milagro» de la «paz eterna» (véase Orlando Figes y Boris Kolonitskii, Interpretar la revolución rusa. El lenguaje y los símbolos de 1917, Traducción de Pilar Placer Perogordo, Biblioteca Nueva, Universidad de Valencia 2001, pág. 206).

Por su parte, los bolcheviques interpretaron la revolución proletaria como la garantía para alcanzar «una paz sin anexiones, sin opresión de las naciones y sin saqueos, una paz sin gérmenes de nuevas guerras entre los gobiernos de hoy y las clases dominantes en la actualidad» (Vladimir Ilich Lenin, El socialismo y la guerra, Ediciones en Lengua Extranjera, http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/SW15s.html, Pekín 1976).

Pero una paz sin anexiones, sin opresión, sin saqueos y sin gérmenes de nuevas guerras es una paz fantástica, esto es, una paz políticamente imposible porque la paz política y militarmente implantada requiere precisamente anexiones, opresión, saqueos y gérmenes de nuevas guerras; porque la paz no es más que un período entre guerras.

También los bolcheviques, tras la insurrección de Octubre, eran partícipes de este entusiasmo pacifista cuando hicieron un llamamiento a los pueblos y los gobiernos de todos los países beligerantes de la Primera Guerra Mundial firmado por Lenin.

El Llamamiento rezaba así: «El Gobierno obrero y campesino, creado por la Revolución del 24-25 de Octubre y que se apoya en los Soviets de Diputados Obreros, Soldados y Campesinos, propone a todos los pueblos beligerantes y a sus gobiernos entablar negociaciones inmediatas para una paz justa y democrática. El Gobierno considera la paz inmediata, sin anexiones (es decir, sin conquistas de territorios ajenos, sin incorporación de pueblos extranjeros por la fuerza) ni contribuciones, como una paz justa y democrática, como la que ansía la aplastante mayoría de los obreros y de las clases trabajadoras de todos los países beligerantes, agotados, atormentados y martirizados por la guerra, la paz que los obreros y campesinos rusos han reclamado del modo más categórico y tenaz después del derrocamiento de la monarquía zarista» (citado por John Reed, Diez días que estremecieron el mundo, Traducción de Ángel Pozo Sandoval, Akal, Madrid 2011, pág. 145).

¿Pero «una paz justa y democrática», «sin anexiones ni contribuciones», no es acaso una paz sin vencedores ni vencidos? Una paz sin vencedores ni vencidos (en la que quizá se piense ingenuamente en que sólo hay vencedores pero no vencidos) es tanto como una paz ética o evangélica (el evangelio de la buena nueva del socialismo mundial). Y no hay paz sin vencedores y vencidos, ni tampoco una paz ética o evangélica, sino -como decimos- una paz política y militarmente implantada por los vencedores sobre los vencidos; porque la guerra es el fundamento de la organización social, nacional e internacional, y como es natural nadie desea la guerra por la guerra misma, sino con vistas a la paz victoriosa.

Y sin embargo el Llamamiento continúa: «El Gobierno considera que continuar esta guerra por el reparto entre las naciones fuertes y ricas de los pueblos débiles conquistados por ellas es el mayor crimen contra la humanidad y proclama solemnemente su resolución de firmar sin demora unas cláusulas de paz que pongan fin a esta guerra en las condiciones indicadas, igualmente justas para todas las nacionalidades sin excepción» (citado por Reed, Diez días que estremecieron el mundo, pág. 146).

Los bolcheviques al hablar de «una paz justa y democrática» se referían a una paz comunista, una justicia comunista y una democracia comunista; a no ser que se pretenda interpretar dicho mensaje como una caída al mismo tiempo en el síndrome del pacifismo fundamentalista y en el fundamentalismo democrático propio de la izquierda indefinida (aunque también de algunas izquierdas definidas, en su demagogia para pedir el voto).

No obstante, ya en 1915 Lenin había avisado: «El marxismo no es pacifismo. Es indispensable luchar por el cese más rápido de la guerra. Pero la reivindicación de la “paz” sólo adquiere un sentido proletario cuando se llama a la lucha revolucionaria. Sin una serie de revoluciones, la pretendida paz democrática no es más que una utopía pequeñoburguesa. El único programa verdadero de acción sería un programa marxista que dé a las masas una respuesta completa y clara sobre lo que ha pasado, que explique qué es el imperialismo y cómo se debe luchar contra él, que declare abiertamente que el oportunismo ha llevado la II Internacional a la bancarrota y que llame abiertamente a fundar una Internacional marxista sin los oportunistas y contra ellos. Sólo un programa así, que demuestre que tenemos fe en nosotros mismos y en el marxismo, y que declaramos al oportunismo una guerra a vida o muerte, podrá asegurarnos, tarde o temprano, la simpatía de las masas proletarias de verdad» (Lenin, El socialismo y la guerra).

De modo que Lenin arremetía contra las «ilusiones pacifistas» que suponían la negación revolucionaria. Así que a los «socialpacifistas» los tachaba de «simples charlatanes burgueses» (Lenin, 1976h: 34), y añadía que si éstos querían pasar por personas «muy cultas» «no saben que esperar una paz “democrática” de los gobiernos burgueses, que sostienen una guerra imperialista rapaz, es tan estúpido como la idea de que el sanguinario zar pueda ser inclinado a las reformas democráticas mediante peticiones pacíficas» (Vladimir Ilich Lenin, «Informe sobre la revolución de 1905», Versión al español de Ediciones en Lenguas Extranjeras, Ediciones Roca, Barcelona 1976, pág. 34-35).

«En todo caso, la historia de la revolución rusa [de 1905], lo mismo que la historia de la Comuna de París de 1871, nos ofrece la enseñanza irrefutable de que el militarismo jamás ni en caso alguno puede ser derrotado y eliminado por otro método que no sea la lucha victoriosa de una parte del ejército nacional contra la otra parte. No basta con fulminar, maldecir y “negar” el militarismo, criticarlo y demostrar sus perjuicios; es estúpido negarse pacíficamente a prestar al servicio militar. La tarea consiste en mantener en tensión la conciencia revolucionaria del proletariado, y no preparar sólo en lo general, sino de modo concreto a sus mejores elementos para que, llegado a un momento de profundísima efervescencia del pueblo, se pongan al frente del ejército revolucionario» (Lenin, «Informe sobre la revolución de 1905», pág. 47).

Lenin era muy consciente de que «la guerra es más fuerte que toda clase de prédicas y que miles de razonamientos» (Vladimir Ilich Lenin, «Informe sobre la guerra y la paz», Versión al español de Ediciones en Lenguas Extranjeras, Ediciones Roca, Barcelona 1976, pág. 97). Pero siempre se refería, reivindicándola, a la guerra civil de la dialéctica de clases.

Como decía Aristóteles en la Política, así como el ocio es el fin del trabajo, «la paz es el fin de la guerra» (1334a2). Ahora bien, más que la paz en abstracto -como supo ver Montesquieu- «El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria, la conquista; el de la conquista, la conservación» (Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Tomo I, Traducción de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2002, pág. 10).

«Una paz que no sea victoriosa equivale a una derrota; por tanto la “paz de la derrota” -en el límite, la Paz de los cementerios- no puede ser el objetivo positivo de la guerra, sino a lo sumo, únicamente su término. Por ello, más exacta que la fórmula “la Paz es el objetivo de la Guerra” es esta otra fórmula: “el objetivo (el fin) de la Guerra es la Victoria» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, Ediciones B, Edición de bolsillo, Barcelona 2005, pág. 135).

La paz victoriosa implica imponer un orden material conculcado por la guerra y -como decía Hegel- un pueblo que no puede sostener una guerra no es un pueblo libre. Pese a todo, en pocas ocasiones la paz de los vencedores y su orden se establecen de modo exclusivo, pues «de un modo u otro el orden de los vencidos también actúa como componente, de mayor o menor peso, en el orden resultante» (Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 418).

Sólo hay paz si una autoridad política la garantiza. No cabe, pues, una «paz verdaderamente democrática» sino una paz «impuesta por la violencia» de los vencedores (Vladimir Ilich Lenin, «Las tareas del proletariado en la presente revolución» (Tesis de abril), Biblioteca de Textos Marxistas, https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/abril.htm, 2000). A su vez, la paz de los vencedores es contigua a la paz de los vencidos, es decir, la paz de los cementerios.

Ya lo dijo el obispo de Hipona en La ciudad de Dios: «aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que vencer. Por tanto, lo que ansían es llegar a una paz cubierta de gloria. ¿Qué otra cosa es, en efecto, la victoria más que la sumisión de fuerzas contrarias? Logrado esto, tiene lugar la paz. Con miras a la paz se emprenden las guerras, incluso por aquellos que se dedican a la estrategia bélica, mediante las órdenes y el combate. Está, pues, claro que la paz es el fin deseado de la guerra. Todo hombre, incluso en el torbellino de la guerra, ansía la paz, así como nadie trabajando por la paz busca la guerra. Y los que buscan perturbar la paz en que viven no tienen odio a la paz; simplemente la desean cambiar a su capricho. No buscan suprimir la paz; lo que quieren es tenerla como a ellos les gusta. Y, en definitiva, aunque por una insurrección rompan con otros, nunca pretenderán el fin pretendido, a menos que mantengan la paz -una paz, al menos en apariencia- entre los propios miembros de la conspiración o conjura… Es un hecho: todos desean vivir en paz con los suyos, aunque quieran imponer su propia voluntad. Incluso a quienes declaran la guerra intentan apoderarse de ellos, si fuera posible, y una vez sometidos imponerles sus propias leyes de paz… ¡Si hasta los mismos malvados emprenden la guerra en busca de la paz para los suyos!» (San Agustín, La Ciudad de Dios, Tomo II, Traducción de Santos Santamarta del Río, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, págs. 245-246-248).

Sin embargo, para San Agustín, desde su catolicismo militante, la verdadera paz es la paz celestial, «la única paz que al menos para el ser radical debe ser reconocida como tal y merece tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios» (San Agustín, La Ciudad de Dios, pág. 262).

De modo que la paz auténtica sólo podría alcanzarse en la celestial ciudad de Dios, «donde Dios lo será todo para todos en una eternidad segura y en una paz perfecta… Por el contrario, a los que no pertenecen a esta ciudad de Dios les aguarda una eterna desgracia, también llamada muerte segunda, porque allí no se puede decir que el alma esté viva -separada, como está, de la vida de Dios-, ni se puede decir que lo esté el cuerpo, atenazado por eternos tormentos. He ahí por qué esta segunda muerte será más atroz que la primera, puesto que no podrá terminar con la muerte» (San Agustín, La Ciudad de Dios, págs. 266-285-286).

Así como Lenin preguntó «¿libertad, para qué?», nosotros preguntamos «¿paz, para qué?», y también «¿quién impone esa paz y frente a quién?». Pero la paz se dice de muchas maneras: pax romana, paz hispana, paz soviética, paz americana, etc.

La paz tiene muchas especies, es decir, la paz en abstracto no existe, lo que existe es una serie de Estados en donde cada uno impone su paz frente a sus enemigos con sus coyunturales alianzas. Es decir, la paz, como la guerra, se da sólo a través de la dialéctica de Estados codeterminada con la dialéctica de clases.

«“Pedir la paz”, en general, sin más especificaciones no es pedir algo positivo. Es pedir el vacío, puesto que la paz, en cuanto fin de la guerra victoriosa, sólo puede venir especificada en función de un orden material determinado: pax minoica, pax octaviana, pax cristiana, pax hispana, pax soviética, pax americana…Pero las especificaciones de la paz no son compatibles entre sí. “Pedir la paz”, en general, sólo puede tener el sentido negativo de pedir la cesación de la guerra, el alto al fuego, el armisticio» (Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 417-418).

Justo un año antes de que estallase la Primera Guerra Mundial decía Lenin: «La furiosa carrera de los armamentos y la política del imperialismo crean en la Europa actual una “paz social” que se parece más que nada a un barril de pólvora» (Vladimir Ilich Lenin, «Vicisitudes históricas de la doctrina de Carlos Marx», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 13). Se trataba de una «paz social» que el mismo Lenin define como «la paz con la esclavitud» (Lenin, «Vicisitudes históricas de la doctrina de Carlos Marx», pág. 11); una paz que, según él, debía reestructurarse en la paz de la victoria del proletariado internacional cuya maduración para la acción, así como «la descomposición de todos los partidos burgueses», sigue «su curso incontenible» (Lenin, «Vicisitudes históricas de la doctrina de Carlos Marx», pág. 113).

Pero -como se ha dicho- «si la paz es segura y honorable, la negación que la relega al pasado es el acto de un loco o un criminal; si es humillante, su negación es un acto digno de un hombre de Estado» (Kojève, 2013: 421).

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