Crudísimo

Se cuenta que Juan de Egipto, ermitaño en el desierto de Nitria, vivió más de cincuenta años alimentándose exclusivamente de frutos secos y verduras, sin probar comida cocinada. Aunque su constancia en la dieta la creerá el que quisiere, esta referencia histórica nos indica que el método crudista de alimentación es muy antiguo. Por lo visto en el siglo XIX y principios del XX hizo furor entre las estrambóticas élites burguesas aficionadas a las curas de balneario, los masajes de próstata, la estimulación uterina y el espiritismo. Un servidor mismo, sin ir más lejos, recuerda una experiencia crudista bastante extrema, pues en 1974, peregrino en autostop entre Andorra de Teruel y Málaga —y sin un cobre en el bolsillo—, me mantuve nueve días a base de frutas del campo, sardinas en lata, almendras sin tostar y un bocadillo de jamón poco curado que me obsequió un paisano de Yecla, compadecido de mi inanición. Perdón por ponerme de ejemplo. Lo cierto fue que a partir de aquella experiencia determiné emplear todas mis mañas y capacidades en comer caliente al menos una vez al día durante el resto de mi permanencia en este mundo. Por eso me conmueve la moda crudista de la actualidad, fomentada por la vanguardia más activa y radical del veganismo militante y otros visionarios de la salud entendida como el arte de no morir a pesar de atender al cuerpo propio como si fuese el de una cabra.

Según los defensores del crudismo, su dieta es mucho más natural que ninguna otra y por tanto beneficiosa para el espécimen humano. En efecto, argumentan: los monos que bajaron de los árboles y empezaron a andar sobre dos patas no cocinaban sus alimentos, y gracias a la potencia evolutiva de aquellos antepasados hemos llegado a ser quienes somos. La veneración por “lo natural” es núcleo del ideario crudista y de todos quienes reniegan de “la química”, los “tratamientos artificiales” en la agricultura —no digamos la ganadería—, los medicamentos y, en general, cualquier materia nutricia o higiénica que tome contacto con nuestro organismo.

Con esta gente es inútil argumentar que “lo natural” en la humanidad es el cuido y mejora de nuestras condiciones de vida, en tanto que lo natural en los homínidos, los neandertales, los cromañones y otras cepas de nuestra estirpe era perder casi todos los dientes antes de los veinticinco años y morir a los veintiocho; del todo inútil intentar convencerles de que la obsesión por los nutrientes y sustancias “sin química” es tan absurda como la pretensión de jugar al básket sin balón porque, les guste o no, todo lo que existe son productos químicos, desde la piel que habitamos al nacer hasta el mármol de las sepulturas.

Aunque, seamos casi sinceros: el debate se planteaba en esos  términos —sólo en esos términos— hasta hace unos años. Ahora el asunto ha dado firmes pasos hacia el abismo. Las modas estrafalarias que prefiguran una existencia humana del todo “natural” y por tanto ceñida a la mortificación tienen mucho que ver con la tendencia idiocrática a convertirnos en masas necias, sin pasado ni futuro e hipnotizados por rituales tan necesarios como zampar insectos, beber agua “cruda” —o sea, de los charcos—, hacer el amor con vegetales, casarnos con nosotros mismos o con un árbol si aspirásemos a novio/a más inteligente, dormir al raso como acto de fe en la arquitectura de vanguardia y cosas parecidas. Sé que estos ejemplos son algo excesivos, quizás demasiado intensos —no exagerados porque hay gente que cree ciegamente en esas majaderías—, mas lo ponderable es la tendencia, la distracción de cualquier referente cultural sólido en aras de impugnaciones a la totalidad sin más fundamento que el valor de las ocurrencias: rezar es malo porque evidencia la alienación de los individuos ante una idea opresiva de la divinidad, pero hablar a los cerdos a la entrada del matadero y pedirles perdón por su sacrificio es sano, coherente, ecológico y moderno. El cambio de paradigma en ámbitos de lo trascendental identifica a unos y otros: quienes se aferran a la tradición como única ligadura que mantiene el sentido de lo humano y quienes, al contrario, abominan de toda construcción moral o ideológica basada en la transmisión de valores concretos, sepultándolos en la amplitud de la nada, cobijo último del sinsentido. El nuevo hombre —y la nueva mujer, no se enfaden las feministas— es un ente bípedo que odia su pasado en la historia y se odia a sí mismo. Y una vez llegado a ese punto, la transferencia de responsabilidad es cosa sencilla: primero se sienten frustrados ante los fracasos de la civilización y después, naturalmente, echan la culpa a la misma civilización, tanto los desengaños colectivos como —esto es importante—, los personales. Y por eso, cada vez que me cruzo con un fanático de la alimentación “natural”, un visionario de la igualdad animal, un respiracionista, un bebedor de agua de mar opuesto a cualquier otro alimento supervivencial, un defensor de la integridad sexual de las gallinas y demás discípulos de las iglesias transhumanas, siempre pienso lo mismo: “Al nota este le debe de haberle ido muy mal en la vida. Crudísimo”.

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