Cuando llegues a Madrid

Cuando llegues a Madrid. José Vicente Pascual

Madrid no era nada y nada habría sido si el rey Felipe II, en 1561, no hubiese decidido poner en aquel poblacho, más o menos en el centro de la península ibérica, la capital política de España, fuera lo que fuese España en aquellos tiempos. Lo hizo el buen rey —repetimos: buen rey—, para que no anduviesen peleando el vizcaíno con el catalán, el gallego con el castellano y el leonés contra todos y por este motivo de la capitalidad: un sitio en medio, para todos y para ninguno y santas pascuas. Lo mismo había ocurrido un siglo antes con la asimilación del castellano como lengua común, no propia, de todas las culturas idiomáticas convivientes bajo la corona; como hoy el inglés, salvando las distancias. Desde luego que el catalán no iba a aprender vizcaíno ni el gallego iba a estudiar valenciano, sólo faltaba: todos a usar el castellano, una lengua como Madrid, de nadie y de todos.

De tal forma, Madrid y el castellano se convierten en la expresión oficial de España y del español, porque son la única manera en que el conjunto en su totalidad —el Estado— puede mostrarse unitario y organizar lo público en concordancia con los principios de la igualdad y el bien común. Ninguna “nacionalidad” tenía en aquellos siglos ni tiene ahora un proyecto común para el conjunto de España. Al revés, su único propósito concerniente a lo común ha sido, en ocasiones, marcharse; cosa que no va a suceder. Los separatistas tienen poco futuro en España porque, a menos que cambien mucho las cosas, los demás —incluidos separatistas de otras esquinas—, los contemplan como al niño egoísta y caprichoso que organiza un partido de fútbol con los amigos del barrio y si le va mal el resultado se lleva el balón porque dice que es suyo. Inventaron España y el idioma español y al cabo del tiempo, como su ámbito es reducido y su beneficio mejorable, reniegan de lo hecho y se apropian de lo común aduciendo que es propio desde siempre.

Si quedaba alguna duda, al discurso oficial navideño del presidente Illa me remito: sin bandera española e íntegramente en catalán, y sin karaoke para que los malos catalanes, los que ni hablan ni entienden el idioma vernáculo, al menos se enterasen de los perdigones que iba soltando. Luego aspavientan con la campaña institucional de “Un gobierno para todos”. Hombre, será “Un gobierno para todos los que entienden la lengua oficial del Barça”; para los demás, con saber que hay “un gobierno” ya les vale.

El obstáculo, como siempre: Madrid. Madrid es España en la medida en que los demás han decidió atribuirle aquello que decidieron sin contar con la propia interesada, que era Madrid: el centralismo. Aunque, la verdad sea dicha, se trata de un centralismo bastante ineficiente. «Si conquistas París has conquistado Francia, si conquistas Moscú tienes una ciudad vacía y un continente inmenso en contra», dijo en cierta ocasión el general George Patton, previendo el desastre de la invasión alemana de la Unión Soviética en 1941. A Napoleón le sucedió algo parecido en España: conquistó Madrid y la primera pedrada se la dieron en Sierra Morena, allá por los olivares de Bailén. Luego en su campaña rusa serían tres cuartas de lo mismo pero con frío siberiano en vez de con calor de Jaén.

Hay países que sin su capital no son nada, como Francia, Bélgica, México o Argentina —me perdonen mexicanos y argentinos, los belgas y franceses me dan igual—. Hay otras naciones cuya capital sobrevive a pesar del país y del paisanaje, como es el caso de España, también de Italia. Madrid y Roma —y Atenas, acabo de caer— son más que una construcción de pasado; son el legado, la razón de la historia que, por lógica, se alza inexpugnable ante los delirios fofos y las ideologías cutres del presente. Lo malo es que los ecos de esa razón se han diluido en la memoria feble de nuestro tiempo, sin dejar apenas rastro. Queda la robustez del hecho pero no la explicación del fenómeno. Por aclararnos: dentro de veinte o treinta años, tal como van los planes de estudio, sólo una élite de privilegiados conocerá el teorema de Pitágoras, y a otros cultos les sonará remotamente aunque no sepan enunciarlo y mucho menos demostrarlo; pero ello no será óbice para que la hipotenusa al cuadrado siga siendo igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Lo mismo sucede con el motivo histórico de Madrid y con su persistencia histórica. No hay quien tumbe la capital porque nació por imposición de voluntad, no de emanación espontánea como otros lugares.

Pero ellos no lo saben, como tantas cosas ignoran. Los nacionalistas suelen serlo porque no pueden ser otra cosa, porque fuera de su barrio son inútiles, pequeños y ridículos. Nunca han entendido ni van a entender que Madrid es el único territorio —por llamarlo de alguna manera—, libre de matracas identitarias, leyendas regionalistas y quejumbres nacionalistas. No por excepción sino justamente por lo contrario: por fundación; porque en 1561, además de una capital administrativa, Felipe II, no sabemos si conscientemente o por inercia de la historia, fundó un lugar sin atributos particulares, en el que nadie era más ni menos por haber nacido más arriba o más abajo del mapa.

La llamada izquierda —ya son ganas de llamarse—, tiene la propia equivalente: el mismo Madrid que resistió dos años y medio a las tropas de Franco durante la guerra civil fue el que llenaba de Seiscientos la Gran Vía en 1959. Los mismos que votaron a Carmena porque estaban cansados del PP votan ahora a Ayuso porque están hasta la coronilla de la superabundancia buenrollista, tan delicadamente perfilada desde el izquierdismo Chanel. Ellos plantean el debate como una pugna entre el barrio de Salamanca y Vallecas, pero Ayuso y Almeida también ganaron en Vallecas. No saben por qué, todavía no se explican cómo la derecha tuvo más votos que la izquierda en el “feudo” podemita/socialista. Ni lo sabrán porque ellos, como los periféricos sin memoria, nunca han entendido lo que es Madrid. Y así les va por aquellos cuarteles. Al final todo el análisis se les queda en la sabiduría del unicornio: odiar a Ayuso. Y tan mal, o sea: peor.

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