De la apología teatralizada del egotismo, o la razón del más fuerte como justificación autárquica

De la apología teatralizada del egotismo, o la razón del más fuerte como justificación autárquica. Santiago Mondejar

¿Puede, cuando la vida es toda fatiga, un hombre

mirar hacia arriba y decir: así

quiero yo ser también?

Sí. Mientras la amabilidad dura

aún junto al corazón, la Pura, no se mide

con mala fortuna el hombre con la divinidad.

¿Es desconocido Dios?

¿Es manifiesto como el cielo?

Esto es lo que creo más bien. La medida del hombre es esto.

Lleno de méritos, sin embargo poéticamente, habita

el hombre en esta tierra.

Pero más pura no es la sombra de la noche con las estrellas,

si yo pudiera decir esto, como

el hombre, que se llama una imagen de la divinidad.

¿Hay en la tierra una medida?

No hay ninguna.

Hölderlin

 

Ya Platón nos advirtió[1] en “La República” de los riesgos que el teatro conllevaba para el orden social y político, debido a la desmesurada capacidad que podía llegar a tener para manipular la conciencia de las personas mediante la creación de irrealidades alternativas a la realidad de la polis. Como resaltó Xavier Zubiri[2], aunque lo irreal (lo ficticio, lo figurado) carece de realidad efectiva, no por ello es enteramente inexistente, pues lo conceptual está dotado de una forma de existencia mental que representa un cierto principio de eficacia al actuar como contraste con la realidad extramental, esto, es; con la verdadera realidad.

Unos pocos pensadores contemporáneos, notablemente Adorno y Horkheimer[3], siguieron la estela de Platón poniendo de relieve cómo la industria cultural, a través de la producción masiva de entretenimiento y medios de comunicación, ejerce una influencia manipuladora en la opinión pública, promueve la uniformización, la homogeneización y el pastoreo de las masas, en vez de propiciar la creatividad y el pensamiento crítico, que tiene como consecuencia convertir a las personas en consumidores pasivos; espectadores alienados de su capacidad para contestar las estructuras de poder.

Un subproducto de estas técnicas es la distorsión de las narrativas culturales tradicionales, mediante la introducción descontextualizada de elementos jocosos y trivializadores, que normalizan por la vía de la desdramatización temáticas y simbologías de otro modo repelentes, que antaño desempeñaron una función semiótica fundamental en la creación de significados morales y la articulación de primeros principios éticos.

Un ejemplo palmario de esto es la banalización del satanismo racionalista, un fenómeno cultural en boga desde los años 60 del siglo XX, derivado del movimiento fundado por Anton LaVey[4], que se basa en formular una rebelión contra las normas cristianas, apoyando una perspectiva hedonista y radicalmente opuesta a la moral tradicionalista.   Como veremos, la filosofía antimoral de LaVey[5] es en verdad un sincretismo de varias corrientes de pensamiento cabalístico y gnosticista post-ilustrado y anti-cristiano, cuyos elementos definitorios aparecen de manera subyacente en las producciones literarias, musicales y cinematográficas del complejo cultural-industrial que tienen como leitmotiv la imagen grotesca de un Satanás sin fundamento bíblico.

En efecto, La mayoría de las concepciones modernas sobre Satanás no tienen su origen en la Biblia, sino que fueron desarrolladas con posterioridad. En los textos hebreos no aparece una figura denominada Satanás, sino que se emplea el sustantivo «satán» Este término se aplicó incluso al ángel del Señor que confronta a Balaam en Números 22[6], y, ocasionalmente, se menciona a «ha-satán» (el Satanás), refiriéndose a un rol dentro del Consejo Divino como fiscal acusador de los humanos, como podemos ver en los libros de Job y Zacarías.

El desarrollo de la imagen pseudodivina de Satanás comenzó en la literatura apócrifa judía del período grecorromano, especialmente en textos como el Libro de Enoc, que elabora sobre Génesis 6:2-4[7]. Aquí se presenta a los «Bene Elohim» (hijos de Dios) descendiendo a la tierra y engendrando con mujeres humanas. Estos hijos de Dios son vistos como ángeles malignos, con un líder principal conocido por diferentes nombres como Shemihaza, Azazel y Azel. Otros nombres como Mastema, Melira y Belial también aparecen en esta literatura, a veces referidos como «satán» en plural, como una clase de deidad maligna.

El concepto se desarrolla más en el Nuevo Testamento, donde se utiliza «Satanás» y «el Diablo» (ho diabolos) para referirse al principal ángel malévolo. Este personaje se identifica con otras figuras bíblicas como Beelzebú y Leviatán, este último asociado con el caos primordial y descrito en el Apocalipsis. Sin embargo, la serpiente del Jardín del Edén no es identificada como Satanás en ningún texto bíblico, ni en el Antíguo[8] ni en el Nuevo Testamento. La confusión con el Lucifer en Isaías también es ajena a su identificación con Satanás en las Escrituras, pero esto no ha evitado que este equívoco haya permeado en la cultura moderna. Por ejemplo, como señala Giuseppe Fornari[9] en su estudio sobre Nietzsche, el filósofo alemán no estuvo lejos de adoptar abiertamente valores asociados al satanismo, habida cuenta de que, como parte de su rebelión escatológica,   exploró la cuestión del pecado original desde la perspectiva de la serpiente, es decir, considerando su asociación con Satanás.

Es en los primeros siglos del cristianismo cuando se comienza a vincular a Satanás con Lucifer y la serpiente del Edén, que propicio el desarrollo de esta identificación en la literatura medieval cristiana, que moldea el moderno concepto de Satanás como imagen antropomórfica del mal. Resulta interesante observar como Nietzsche, tal vez inadvertidamente, compartía ciertos paralelismos con esta visión medieval de Satanás, cuanto figura que desafía las normas establecidas y cuestiona los fundamentos morales dominantes.

Recordemos que en Nietzsche, a diferencia del ilustrado Voltaire, la crítica a la doctrina cristiana no se centraba en su presunta conexión con la opresión de los poderosos, sino en su compasión hacia las víctimas, una actitud que Nietzsche despreciaba como muestra de flaqueza moral, un obstáculo para el desarrollo de una moral basada en la afirmación vital y la transgresión de los valores establecidos. El filósofo alemán alegorizaba este contraste mediante la figura de Dionísio, que Nietzsche representa como epítome de la vitalidad y la afirmación hedonista, opuestas a las constricciones morales cristianas.

Como dejó escrito el historiador y filósofo social francés René Girard[10], la caracterización nietzscheana de lo dionisiaco se asemeja mucho a su propia comprensión antropológico-teológica de Satanás, resaltando que la opción de Nietzsche por Dioniso radica en la asociación de éste con el mecanismo del chivo expiatorio y el desprecio por las víctimas. Pero Nietzsche, al creer oponerse a la mentalidad de masa, comete el error de que su apología dionisiaca es, en última instancia, la máxima expresión de la turba en sus tendencias más brutales e irracionales.

Así, la filosofía de Nietzsche, con su rechazo al débil y apología de la supremacía del más fuerte, contiene trazas de lo que cabe ser interpretado como satanismo, por más que no llegase a explicitarlo. De ahí que estos aspectos de lo dionisiaco encuentren coincidencias en los conceptos desarrollados por LaVey en la configuración de Satanás como símbolo contracultural (como rebelde y portador de luz) durante los años sesenta, cuando la función del estigma social empezó a desvanecerse, y con él, buena parte de la autogestión moral de la comunidad, que dependía del respeto y el temor de cada sujeto al juicio de los otros.

Este periodo de rápida secularización occidental no surgió del vacío, sino como resaca de la prolongada crisis del orden europeo, iniciada con la desintegración del Concierto de Europa. Según el historiador británico T. C. W. Blanning[11], dicho concierto se basaba en la noción de que las naciones europeas formaban una familia de pueblos, entre los cuales la guerra debía ser limitada y regulada por el jus gentium, sustentándose en los valores de civilización compartidos por las élites gobernantes. No obstante, a finales del siglo XIX, esta noción fue puesta en tela de juicio por las dinámicas de la voluntad popular, que a la postre acunaron los odios chovinistas que desembocaron a la obliteración de Europa en dos actos, 1914 y 1939.

Ambas guerras sumieron a Europa en un prolongado estado de letargo, devastada militar, política y moralmente por sus propios errores y el absurdo derroche de vidas. La desmoralización causada por la capacidad de la civilización occidental para generar tales horrores llevó al descrédito de la autoridad política, y en última instancia al cuestionamiento nihilista de las convenciones sociales en mayo del 68, en cuyo caldo de cultivo surgieron personajes como LaVey, quien utilizó la figura de Satanás en rituales teatralizados acompañados de una iconografía provocativa para articular una reinterpretación estética de Satanás que desafiaba burda y performativamente la ética cristiana, lo cual halló (y halla aún hoy) eco en ciertos sectores de la sociedad occidental ávidos de socavar las normas establecidas en pos de la utopía.

Según decíamos atrás, podemos encontrar en el sincretismo laveyano una suerte de sacrificio nietzscheano (i.e. la inversión del concepto tradicional de sacrificio moral, que busca liberar y fortalecer la voluntad y el potencial humano, en lugar de limitarlo o subyugarlo bajo normas impuestas desde fuera), no necesariamente ritualizado de manera explícita, pero sí contenido de manera implícita en los preceptos de su satanismo racionalista. LaVey expresó en sus escritos afinidad con las doctrinas de la filosofía social darwinista, destilada tanto de lo dionisíaco en Nietzsche como de los rasgos de los protagonistas de las novelas de Jack London,   personalidades brutales que, a pesar de su bajeza moral, emergen como héroes autárquicos merced a su carisma y fuerza personal[12], así como de la obra de Redbeard “La fuerza es derecho[13]”, un alegato en pro de una concepción nihilista y fatalista de la vida contra la moralidad convencional, que el autor entiende como una ilusión creada por los débiles para mantener el control sobre los fuertes.

Por consiguiente, el satanismo de LaVey es de naturaleza simbólica, a través de un prisma racionalista, que antes que profesar una adoración literal de Satanás, expresa ritualmente el culto a la individualidad extrema, la transgresión y la indulgencia terrenal, enarbolando la bandera del   desafío a las convenciones religiosas y sociales para lograr la emancipación personal a través de la confrontación con las estructuras tradicionales.

De ahí que los ritos del satanismo racionalista deban verse como psicodramas, dirigidos a liberar a los adeptos de las inhibiciones impuestas por la moral religiosa, para lo que incluyen actos performativos como la profanación ostentosa de símbolos cristianos con el fin de romper simbólicamente (pero en realidad diabólicamente[14]) con las ataduras sociales y permitir la práctica exuberante de los gozos terrenales.

La influencia de LaVey en la cultura de masas ha contribuido a la moderna trivialización del concepto de Satanás, utilizándose de facto con fines de manipulación social mediante la divulgación teatralizada de sus ideas de una, más o menos subliminal. Si damos por buena la tesis de René Girard[15], desde una perspectiva antropológica el concepto de Satanás sigue siendo relevante como representación de la violencia inherente a la naturaleza humana.

Girard postula[16] que Satanás no es, en definitiva, otra cosa que la manifestación de la violencia inherente a la naturaleza humana; una expresión alegórica de las rivalidades miméticas y del mecanismo del chivo expiatorio. De esto se desprende que la imagen de lo satánico no debe asimilarse culturalmente como una suerte de meme[17], tal y como lo presentó y representó LaVey, y fue subsiguientemente explotado por el complejo cultural-industrial, como parte de su afán por divulgar veladamente los valores y las conductas y actitudes propias de un modelo social y económico que es ciertamente incompatible con la doctrina social de la Iglesia.


[1] Platón. (2017). La República (J. L. Calvo Martínez, Trad.). Alianza Editorial.

[2] Zubiri, X. (2005). El hombre: lo real y lo irreal. Madrid, España: Alianza Editorial.

[3] Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (2002). Dialéctica de la Ilustración: Fragmentos filosóficos. Trotta. (Ver el capítulo titulado «La industria cultural: Ilustración como engaño de masas»).

[4] LaVey, A. S. (1969). La Biblia Satánica (G. E. Arroyo, Trad.). Edaf.

[5] Originariamente apellidado Levey, y de ascendencia judía.

[6] https://www.vatican.va/archive/ESL0506/__P3Z.HTM

[7] https://www.vatican.va/archive/ESL0506/__P7.HTM

[8] Los pasajes en el Apocalipsis que hablan de un dragón-serpiente rojo de siete cabezas se refieren al Leviatán. En Isaías 27:1 también se describe como un dragón. Leviatán es un dragón de siete cabezas según el Salmo 74 y la literatura ugarítica antigua citada en Isaías 27:1. Es una referencia a Leviatán, no a la serpiente del Jardín del Edén (el Leviatán antedece a la serpiente en el Jardín del Edén, apareciendo antes de la creación de la tierra).

[9] Fornari, G. (2002). A God Torn to Pieces: The Nietzsche Case. Studies in Violence, Mimesis, and Culture Series. Michigan State University Press.

[10] Girard, R. (2003). La violencia y lo sagrado (7a ed.). Barcelona: Anagrama

[11] Blanning, T. C. W. (2007). The pursuit of glory: Europe 1648-1815. Penguin Books

[12] Es interesante señalar en esto un paralelismo con Ayn Rand (originariamente apellidada Rosenbaum, y de ascendencia judía), quien modeló a John Galt. el protagonista de su novela “La rebelión de Atlas” en el asesino en serie William Edward Hickman, de quien dijo admirar que “no tenía ningún respeto por todo lo que la sociedad considera sagrado y tenía una conciencia propia. Tiene la psicología auténtica e innata de un superhombre. Nunca puede percibir y sentir a los demás”.

[13] Redbeard, R. (1890). Might is Right, or The Survival of the Fittest. (Primera edición). Public Domain Publishers.

[14] Los términos «símbolo» y «diabólico» tienen raíces etimológicas griegas que reflejan conceptos opuestos de unión y separación. «Símbolo» proviene de «symbolon», que en la antigua Grecia era una ficha partida en dos entregada a partes que deseaban hacer un pacto; al reunir los fragmentos, se confirmaba su acuerdo, simbolizando así una unión o acuerdo entre dos partes. Por otro lado, «diábólico» deriva de «diaballein», que significa «separar», sugiriendo un agente que divide o interfiere entre partes unidas. Esta distinción etimológica resuena en los significados académicos actuales: un símbolo es un objeto o idea que une conceptos abstractos con representaciones concretas, como una bandera nacional, mientras que el diábolo, históricamente asociado con el diablo, representa la separación y la discordia entre los humanos y lo divino.

[15] Girard, R. (2002). Veo a Satán caer como el relámpago. Anagrama.

[16] Girard argumenta que, en lugar de un simple símbolo trivial, Satanás representa la violencia inherente a la naturaleza humana, específicamente las rivalidades miméticas y el mecanismo del chivo expiatorio. En su perspectiva, Satanás no es un dios oscuro, sino una estructura en descomposición, alineada con lo que San Pablo llamó ‘Potestades y Principados’. Este enfoque revela la violencia subyacente en las interacciones humanas y su inutilidad, especialmente relevante en la era moderna caracterizada por una capacidad destructiva sin precedentes. Girard subraya la necesidad de reevaluar seriamente este concepto en nuestra sociedad contemporánea. Ver:

  1. Girard, René. La violencia y lo sagrado. Editorial Anagrama, 2005.
  2. Girard, René. El chivo expiatorio. Editorial Anagrama, 1986.
  3. Girard, René. Luchando hasta el fin. Editorial Taurus, 2008.

[17] Un «meme» es una unidad de información cultural que se transmite de una persona a otra. El término, acuñado por el biólogo Richard Dawkins en su libro «El gen egoísta» (1976), se deriva del griego «mimema», que significa «algo imitado». En un contexto antropológico, los memes funcionan como vehículos de transmisión de ideas, comportamientos y prácticas culturales, análogos a los genes en la biología. Los memes pueden adoptar diversas formas, como frases, imágenes, gestos o modas, y se propagan a través de la imitación y la replicación.

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