En la granadina plaza de La Trinidad hay un colmado de los de toda la vida, una tienda que no ha perdido su aspecto y sabor tradicional en la que se venden productos clásicos de este tipo de establecimientos, aunque con especialización en los frutos secos. Las mejores almendras —garrapiñadas o no—, avellanas, cacahuetes, altramuces y otras delicias tienen en este local su pequeña Meca para los aficionados al género. Se llama Oliver y se encuentra en la esquina con Fábrica Vieja, precisión que no aportará nada a la inmensa mayoría de los lectores de este artículo pero que un servidor incluye por afecto a la ciudad de Granada, como siempre.
Hace muchos años, conversando con el joven propietario que regentaba y supongo sigue regentando el negocio —ya no será tan joven, digo yo— me refirió algunos consejos de su padre, quien le había iniciado en aquella dedicación profesional: «Cuando tengas la tentación de creer que esta tienda es tuya, piensa que estás equivocado; esta tienda no es tuya, no es mía ni fue de tu abuelo: es de la gente que pasa por la calle, son ellos quienes llevan en la cartera y en los bolsillos el dinero que cada día compra esta tienda y paga tu trabajo… Ellos son los auténticos dueños del negocio, sin ellos ni la tienda ni tu trabajo valen nada».
Aparte de la cualidad, digamos, motivacional de aquellas frases, en el fondo de las mismas brilla una verdad tan evidente que incluso da pudor tener que señalarla; pero en fin, dados los tiempos que corren, dados los niveles de desafuero teórico —más bien doctrinal— con que el poder político y sus voceros mediáticos insisten en el asunto, parece necesario detenerse y decirlo: en una economía libre no hay nada privado, toda actividad pertenece al ámbito de lo público porque se rige por las leyes del mercado y se encuentra sujeta a la ley, que obliga a todos sin excepción.
La confusión casi siempre interesada entre lo privado y lo público suele originarse cuando, ya se dijo que a propósito, se identifica «lo público» con lo que está sujeto al derecho público y como «privado» lo regulado por el Código Civil y leyes concordantes. División artificiosa sobre la naturaleza de la acción humana, pues todo lo que no pertenece al ámbito de la intimidad o la exclusiva particularidad es público.
Otra argumentación, mucho más beligerante, es la que atribuye a «lo público» la bondadosa función de procurar bienes y servicios al conjunto de la población, garantizando así derechos fundamentales, mientras que el motivo de «lo privado» sería el sospechoso afán de lucro, hacer negocio, obtener beneficios y anhelos parecidos, todos ellos muy mal vistos por la izquierda acomodada que rampa en esta época. La posición cae de puro absurda, naturalmente, porque, que se sepa, «lo público» en las sociedades occidentales se nutre por el trasvase impositivo/fiscal desde «lo privado», pero bueno, tampoco es cuestión de insistir en el abecedario de la ciencia económica, sobre todo por mi parte, que sé de la materia lo mismo que de literatura en lengua tagala.
En lo que sí puedo ponerme pesado es en lo que ellos mismos marean con tantísima tabarra: el valor de lo público enfrentado porque sí, porque a ellos les conviene, a lo público.
Las declaraciones —más que declaraciones fueron disparates y burricias— del presidente del gobierno y la ministra Montero, que lo es de hacienda entre otros cargos y cargas, sobre las universidades privadas, yo creo que traen el asunto a lo que suele llamarse rigurosa actualidad. Se puede ser más grosero que esta gente —y más cínicos, considerando sus expedientes académicos—, pero no más claros. Para ellos, toda actividad privada que escape al control ideológico de lo público es un peligro. Para la democracia, dicen, es un peligro; para los derechos de la ciudadanía, eso dicen; para la igualdad y la justicia, porfían. Para su hegemonía político/moral, dice la realidad. Universidades sin profesorado panfletario, sin las paredes pintadas con consignas podemitas, sin murales con el Che Guevara, sin escraches y sin abundante alumnado con pañuelo palestino, son un peligro para ellos. Claro que sí.
Mas no se apuren los partidarios de la enseñanza de calidad y libre de la opresión lisérgica del progrerato. La campaña contra la enseñanza privada del gobierno duró dos declaraciones, lo que suelen durar las ocurrencias —inventadas— de nuestro imaginativo gobierno. ¿Recuerdan el «Año de Franco»? ¿Qué se hizo campañas semejantes, de ideaciones majaderas como el kit básico de supervivencia, la necesidad del rearme europeo, la urgencia por construir vivienda pública, la concienciación ciudadana para evitar los vuelos baratos, utilizar la bicicleta y los carriles-bici? ¿Cuántos miles de kilómetros asfaltados hay en España con una bicicleta pintada cada veinte metros y ninguna circulando por esos caminos? Burbujazo. Nuestro gobierno sólo es constante en arremeter contra Ayuso y en apropiarse del Valle de los Caídos. Lo demás, ya se dijo: inventadas que duran lo que la oportunidad de sugerirlas, que pasan al desván de las ideas fugaces e inútiles y sólo nos hablan de la debilidad doctrinaria de esta gente, que ni para lanzar campañas fofas valen. Todo fluye, como dijo el clásico. En los ríos del progresismo apalancado nadie entra dos veces por la misma orilla.
Lo chocante de todo es comprobar cómo los medios afines, es decir, casi todos, resultan mucho menos ágiles a la hora de detectar el guión fallido, corregirlo, borrarlo y pasar a nuevos paisajes. Da la impresión de que planifican sus parrillas, programas, tertulias y demás concilios en función de lo que diga el gobierno pero, eso sí, sobre la presunción de que el empeño iba a mantenerse en el tiempo. De tal modo, vemos a presentadores obcecados en revisar la figura histórica de Franco, como pasados de rosca, entusiastas al estilo 1972 y obsoletos igual que el franquismo; a otros que manifiestan una tenacidad admirable en el rastreo de signos relevantes sobre el ascenso de la «extrema derecha» en España, tal el caso del impagable y pintoresco Maestre, propagandista que alerta sobre la popularidad del número 33 entre los seguidores del piloto Fernando Alonso: según él, 33 es cifra prima muy relacionada con Adolfo Hitler. ¿Por qué, nos preguntamos los demás? Porque lo dice él, que sale en la tele.
Ocurrencias, ideaciones, ficciones, delirios, exabruptos. Oleaje. ¿Alguien con sano juicio puede creer que un país puede dirigirse a base de golpes emocionales, disquisiciones repentinas y apagones súbitos? No se puede, está claro. Se puede mantener el poder, eso sí, por el método de tener entregada la gestión principal del interés común a la burocracia europea, la decisión política en temas importantes a los sátrapas autonómicos del País Vasco y Waterloo, y dedicarse a lo que mejor se les da, o mejor dicho, a lo único que saben hacer: folclore ideológico. Así hasta que la rueda deje de funcionar, o lo que más temen: que se les acabe el chollo.