De la libertad como fetiche

De la libertad como fetiche. Santiago Mondejar

Parafraseando a Ernst Jünger[1], parece innegable que estamos en la medianoche de la historia, y que, habiendo ya el reloj repicado las doce campanadas, contemplamos en medio de la penumbra los contornos de lo que todavía no ha sido desvelado, o lo que es lo mismo, en palabras de Antonio Gramsci: «el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Enzarzados en una huida hacia adelante a golpes de ciego, barruntamos apenas, desde la desolación de las guerras y el desconcierto general, un futuro sin nombre propio ni rasgos definidos, que, cuando intentamos aprehender, se desvanece inasible en el vaho de nuestros propios demonios.

Esta medianoche, instante repleto de significantes, y vaciado de significados, hace que nuestras fortunas surjan de la falta de intenciones, y lo azaroso de la falta de razones, resultando en un vivir por vivir dando palos de ciego, el «mezquino paso de día a día» de Macbeth; el relato de un necio, lleno de ruido y furia, que nada significa.

Consecuencia, en realidad, de haber renunciado tiempo ha a dar la batalla de las ideas, a cambio de acatar el pensamiento único que rinde pleitesía al becerro de oro de las cuentas de resultados y persigue el mito de la justicia conmutativa[2], basada ésta en relaciones sociales mediadas por vínculos normativos y contractuales, que, aunque nos amparan para llevar a cabo libremente transacciones individuales e interacciones mercantiles entre personas, pasan por alto la dimensión personal y moral de las interacciones humanas; la dignidad y los derechos en las relaciones personales, para, dándole la vuelta a Wittgenstein[3], aceptar entusiásticamente que el mundo sea la totalidad de las cosas, no de los hechos; a los que detestamos al punto de fabricar “hechos alternativos[4] a medida.

Parecería que nos hemos tomado tan al pie de la letra a Theodor Adorno (“después de Auschwitz no queda sitio para la poesía”) que nos hemos sumergido en la prosa legalista para normativizar lo moral, quizás porque, como dijo Erich Fromm, nos refugiamos en estructuras políticas y sistemas legales que nos proporcionan sosiego al ahorrarnos afrontar personalmente las consecuencias de los juicios éticos, por lo que dejamos que la asepsia del código civil sea la guía de nuestro comportamiento social.

Hemos alcanzado, en definitiva, un estado de cosas cuyo quid ya contestó con vehemencia Donoso Cortés[5] en su importante discurso de 1849, en el que replicó a don Manuel Cortina, a la sazón Ministro de Gobernación, que, frente a la letanía del Gobierno de entonces de «la legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias; la legalidad en todas ocasiones», él anteponía «la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad, la sociedad siempre, la sociedad en todas circunstancias, la sociedad en todas ocasiones».

Bajo esta declaración de principios de Donoso, tan aplicable a la actualidad, subyace la convicción de que las «libertades formales” son insuficientes para mantener la estabilidad y la justicia en la sociedad, y que una codificación legal no puede servir como base moral contra la injusticia y la desigualdad debido a su «falta de espiritualidad» (Geistlosigkeit).

Encontramos, cien años después, esta misma preocupación por lo moral como fundamento de la vida y la sociedad en la obra del filósofo madrileño Jorge Santayana “Dominaciones y Potestades”, en la que, a la zaga de Donoso, Santayana pone en tela de juicio el liberalismo formalista, centrado en la adhesión a principios y reglas abstractas, que, al enfatizar la noción de que el individuo y sus derechos prevalezcan sobre la sociedad y sus necesidades, fragilizan la cohesión y el bienestar colectivo. El inglés Scruton[6] mantuvo en fechas más recientes las mismas tesis que Donoso y Santayana, afirmando que el valor de la libertad individual no es absoluto, sino que está sujeto a otros valores superiores que surgen directamente del sentido de pertenencia a un orden social continuo y preexistente, que es fundamental para determinar la virtud de nuestras acciones.

Hay en todas estas aseveraciones una crítica más o menos velada del pelagianismo[7], la tesis de que «la posibilidad de defección del bien pertenecía a la esencia o perfección de la libertad», o lo que es lo mismo, la sacralización de la libertad de la voluntad, salvaguardando el derecho de cada individuo a ejercer su autodeterminación, decidiendo lo que es moralmente correcto, y las condiciones para satisfacer los apetitos -racionales o irracionales- pues, bien sean éstos acordes con lo moral o lo transgreda, toda elección personal es una expresión del libre albedrío. Esta postura contrasta radicalmente con la doctrina de la Iglesia Católica, que sostiene que la libertad hace al hombre un sujeto moral, responsable de sus actos, y que las decisiones conscientes y deliberadas que tomamos como individuos son susceptibles a juicios éticos positivos o negativos[8].

Este principio esencial se pone de manifiesto en la encíclica Rerum novarum del papa León XIII, rechazando expresamente la idea de que el consentimiento entre el empresario y el trabajador sea suficiente con respecto al salario o las condiciones de trabajo: la libertad del trabajador no radica en poder aceptar un salario acordado, sino en recibir una remuneración justa por un trabajo que se corresponda con su dignidad; i.e «consentir cualquier acuerdo que tenga como objetivo frustrar la finalidad y propósito de su existencia está fuera de sus derechos».

Podemos, pues, vislumbrar con claridad la intencionalidad última del título del libro de Santayana, “Dominaciones y Potestades”: partiendo de esta alusión al orden angélico, en el que las Dominaciones forman parte de la jerarquía de seres celestiales, y las Potestades desempeñan el papel de mantener el equilibrio cósmico, además de supervisar la frontera entre el mundo espiritual y el mundo físico, Santayana pone el acento en las Virtudes, que en la mencionada jerarquía celestial representan la excelencia moral; el propósito, y la adhesión a los principios éticos universales. Esta posición contrasta radicalmente con las premisas del pelagianismo ya aludido, por un lado, y del luteranismo, por otro, por cuanto ambos reafirman la capacidad humana para discernir la verdad religiosa y la moral de manera independiente.

Sostiene por el contrario el filósofo madrileño que los valores genuinos sólo viven en la perspectiva vertical, en una dimensión más profunda de la experiencia humana que no puede ser reducida a un mero subproducto de construcciones subjetivas agregadas, sino que tienen una naturaleza profunda y universal, que Santayana conecta con el concepto de virtud.

Santayana, que abomina la idolatría de la razón y del culto a la autonomía individual (que no carece de fundamentalismos que abogan por ser libre, incluso para dejar de ser libre, siempre y cuando ocurra en el marco de la ley), subraya que este pelagianismo hecho política no persigue primordialmente la búsqueda de la prosperidad, sino que centra su enfoque en la búsqueda del progreso; un progreso que se vincula estrechamente con la libertad individual, que implica el que cada individuo disponga de plena capacidad para tomar decisiones espontáneas e independientes para avanzar en la dirección que elija, secundado por quienes compartan su visión, y libre de coerciones por parte de los que no.

Irónicamente, el mito del progreso se ha convertido en un dogma del laicismo, dotado de una perspectiva metafísica, que se basa en la creencia en seguir una senda teleológica en pos de un estadio superior, a cuyos parabienes renuncian quienes se marginan voluntariamente no siguiendo la dirección prescrita por el determinismo de la libertad transcendental, hipostasiada como ultimidad, como fin[9] que dispensa con el uso de medios morales para alcanzarla. Es la libertad como fetiche; la libertad por la libertad en sí. Contra este idealismo naïf, Santayana sostiene, que, antes bien, es el individuo que reclama una potestad ilimitada sobre su propia vida el que se aliena de la virtud, porque es ésta, a fin de cuentas, la que encarna los valores éticos compartidos, entramados en la reciprocidad y la interdependencia social.

Recurriendo de nuevo a Roger Scruton, cabe señalar que éste, con el también inglés Philip Blond[10], sostiene unos postulados básicamente análogos a los de Santayana, por lo que se refiere a la importancia de cultivar las instituciones, la cultura y los valores tradicionales para recoger los frutos de la cohesión social y estabilidad, del mismo modo que las raíces fuertes aseguran que el árbol fructifique, según el popular dicho vietnamita; gốc có mạnh cây mới tốt.

Todo lo sostiene este elenco de pensadores lo adujo de un modo más orgánico el Papa Benedicto XVI en su encíclica «Caritas in Veritate«[11], resaltando que sin estas raíces fuertes, sin un “capital social”, nos desentendemos de la comprensión de las causas subyacentes en las injusticias sociales, presentándolas como un fenómeno inevitable e inmutable que en nada nos atañe,   algo que nos lleva a la irresponsabilidad colectiva y a la indiferencia hacia la inequidad.

Esta actitud de desapego se manifiesta en la necesidad de justificar nuestra propia inhumanidad ante la sociedad, racionalizando la falta de caridad y compasión, atribuyendo la pobreza al fatalismo de las causas naturales. Tendemos, además, a asignar la responsabilidad personal de la desdicha a quienes la padecen, desviando la atención de las estructuras sociales y económicas que usamos para evadir la responsabilidad que tienen en su existencia. Por eso, no sólo tendemos así mismo a culpabilizar a los más desafortunados, sino que en un ejercicio de miopía manifiesta, permitimos que el empobrecimiento se reconvierta en una forma de precariedad socialmente aceptable basada en espejismos que a menudo son aceptados o incluso deseados por quienes aun siendo vulnerables están deslumbrados por el brillo de una sociedad tecnológica superficialmente opulenta, construida sobre imágenes ilusorias desconectadas de la existencia humana, tras las que se embosca una realidad hostil a la sociedad.

Abundando en esto, el filósofo y pensador italiano Danilo Castellano[12], caracteriza estos espejismos como la tendencia a crear una ilusión de libertad individual y bienestar material, desvinculando estas nociones de las complejas interacciones y responsabilidades sociales que nos hacen humanos.

Sostiene el italiano que el énfasis en el subjetivismo como fundamento axiológico genera resultados contrarios a los ideales que proclama, pues en la práctica, la exaltación de la pulsión por someter la realidad a la voluntad para moldearla según los deseos subjetivos acaba por hacernos demasiado humanos, al punto de alejarnos del «animal racional» aristotélico[13] para dar satisfacción a la parte irracional de nuestra naturaleza desintegrando por el camino nuestra condición humana, reduciéndola a un conjunto de impulsos desarticulados, que hace buena la afirmación de Hume[14] de que «la razón es, y solo debe ser, esclava de las pasiones, y nunca puede pretender tener otra función que servirlas y obedecerlas». Pero lo que esto implica, de hecho, es separar el deseo de cualquier otro elemento, como el bien, reduciendo el querer a una fuerza puramente instintiva; irreflexiva, que equivale a igualar el querer con el poder; desvirtuando así la capacidad de querer el bien y de poder desearlo.

Todo lo cual conduce al cabo a la «voluntad de poder» de Nietzsche, que se centra en buscar el poder por el poder en sí, sin necesidad de alcanzar algo adicional como la verdad o el valor. Lo que se persigue es la habilidad de querer y tener la capacidad de desear más, lo que implica una relación creciente entre la voluntad y el poder: buscar más poder para poder desear más. Esta noción incluye querer no solo lo deseado, sino también el propio acto de desear, con el propósito de aumentar la capacidad de desear o el deseo mismo como una forma de poder.

Nada de esto se le escapó al perspicaz Santayana, quien hizo notar que, aunque el ideal del culto a la razón no radica en el retorno a la naturaleza, si se llevan las inherentes premisas de la libertad trascendental a sus últimas consecuencias, se podría otorgar a los animales -especialmente a los no gregarios- un estatus de libertad perfecta, porque estos seres siguen los dictados de sus impulsos internos de manera completa e irrestricta, disfrutan de una completa autonomía de conciencia y expresión, y están intrínsecamente motivados por sus propios intereses.

Esto es, se hallan precisamente en aquel «estado de independencia y autonomía radicales» al que hizo alusión Hobbes[15] para justificar la necesidad de codificar las relaciones humanas mediante un contrato social en el que las personas renuncian a buena parte a su libertad individual en favor del gobierno soberano, a cambio de la seguridad y el orden necesarios para disponer de libertad negativa y practicar el libre comercio.


[1] Jünger, Ernst (1959) An der Zeitmauer. Stgt Klett, Stuttgart

[2] Polo, Leonardo, Filosofía y economía, 317: “la justicia conmutativa no es toda la justicia.

Si lo confiamos todo a ella, apostamos por una igualdad completa que es quimérica”.

[3] Wittgenstein. Ludwig, Tractatus Logico-Philosophicus (1.1) https://es.wikisource.org/wiki/Tractatus_Logico-Philosophicus

[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Hechos_alternativos

[5] “Discurso sobre la dictadura”, pronunciado por Juan Donoso Cortés el 4 de enero de 1849 en las Cortes Españolas.

[6] Scruton, R. (2019) Conservadurismo. BUEY MUDO, España.

[7] (Libertas, 6)

[8] Catecismo de la Iglesia Católica, TERCERA PARTE: LA VIDA EN CRISTO. En: La vocación del hombre: la vida en el espíritu. Capítulo primero: La dignidad de la persona humana. Artículo 3: La libertad del hombre. Párrafo 1734.

[9] Contraviniendo el imperativo categórico kantiano; https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Imperativo_categ%C3%B3rico

[10] Blond, P. (1998). Post-Secular Philosophy: Between Philosophy and Theology. Routledge, London.

[11]https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate.html

[12] Castellano, D, «Qué es el liberalismo», Verbo (Madrid), núm. 489-490 (2010), pág. 729 y sigs.

[13] Aristóteles, Política, 1253 a «El ser humano es un ‘animal político’ porque tiene logos» (“διότι δὲ πολιτικὸν ὁ ἄνθρωπος ζῷον, δῆλον… λόγον δὲ μόνον ἄνθρωπος ἔχει τῶν ζῴων»)

[14] Hume D. Tratado de la naturaleza humana. Tecnos, Madrid 2005, pág. 562

[15] Hobbes, T. (2014) Apéndice al Leviatán (1668), Edición y Traducción de Miguel Saralegui, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid.

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