De la percepción y otras ficciones

De la percepción y otras ficciones. José Vicente Pascual

Nadie se ríe de Dios en un hospital, dice el viejo dicho anglosajón, muy bien dicho. Nadie se ríe de Dios cuando espera el resultado de la operación de un ser querido, o bajo las bombas en una guerra, o en el avión cuando aquello empieza a moverse. Durante un tiempo bastante largo —lo confieso: culpable—, me entretuve en espiar a los viajeros aeronáuticos al alcance de mi vista que se santiguaban antes del despegue y del aterrizaje, bastantes por cierto; y siempre tuve la impresión de que la mayoría de ellos ni eran católicos ni iban a misa los domingos ni mucho menos creían en Dios. Pero lo dicho: nadie se ríe de Dios en el momento en que el avión separa los neumáticos del suelo y se echa a volar y ese nadie va dentro del avión.

Todo depende de la percepción, sostienen los psicólogos y otros investigadores de la conducta humana. La seguridad, por ejemplo. Dicen: la seguridad es la convicción que tiene cada uno sobre sus posibilidades de salir indemne del día a día y morir de viejos. La libertad, dicen: la libertad es la percepción que cada cual tiene sobre su propia seguridad. La salud por ejemplo… Un veterano médico, muy allegado además, me lo confirma: la salud es la percepción que cada hijo de vecino tiene sobre su propio estado de salud. Me comenta, o mejor dicho, me comentó hace muchos años: «He conocido a enfermos de cáncer, sexagenarios y con muchas ganas de vivir, más saludables que jóvenes de veinte años sin ninguna enfermedad pero oxidados hasta la médula por la depresión». Amén, no voy a llevarle la contraria a un experto en salud familiar y epidemiología.

Desarrollaba muy bien esta idea sobre la percepción el ínclito peruano, naturalizado estadounidense, Carlos Castaneda, autor de algunas de las obras sobre psico-antropología más impactantes del siglo XX. En «Las enseñanzas de don Juan» señalaba como única vía para acercarnos al conocimiento real de los fenómenos —el noúmeno connatural a cuanto existe—, a los estados alterados de la conciencia iniciada en tal sentido, es decir, bajo influencia de alucinógenos cuyos efectos podamos controlar más o menos. Las descripciones de sus viajes chamánicos en la popular obra «Viaje a Ixtlán» no sé yo si aportaron mucho o poco a la ciencia antropológica de aquella época pero, seguro, sirvieron de guía a multitud de jóvenes empeñados en conocer el más allá de las cosas y el universo sapiencial inexplorado —negado por la cultura tradicional— a base de peyote, estramonio, LSD y otros preparados nada recomendables. En suma, y a lo que íbamos: la percepción, para Castaneda, lo es todo.

Tampoco hemos superado ampliamente aquellos discursos subjetivistas sesenteros, setenteros y, en general, más rancios que los botones de un brigadier. Hoy, para la gente inquieta, la percepción lo es todo. Lo que sucede es que hoy, a la gente inquieta y por lo común, el objeto del conocimiento y la necesidad de saber sobre el mundo les interesan poco, se orientan más al conocimiento de sí mismos y, sobre todo, las posibilidades de tunearse a sí mismos para ajustar sus perfiles presenciales básicos a la idea utopizada que tienen sobre su propio yo. Resumiendo: la famosa percepción filosófico-antropológica sobre el mundo y las formas del ser declinan históricamente hacia una concienzuda exaltación de valores privativos autopercibidos, así como su eventual desarrollo a través de expresiones idealizadas del sujeto.

Nada nuevo, aunque el antiguo discurso, a fuerza de exacerbarse, adquiere dimensiones de casi novedad porque en verdad nadie pensó que llegaríamos tan lejos en la obsesión por autopercibirnos de esta o aquella manera, e inmediatamente realizarnos sin ningún obstáculo y en tal sentido, como decía el otro: caiga quien caiga. El cuarentón barrigón con barba y bigote que entra en un gimnasio y utiliza los vestuarios de mujeres y los aseos femeninos, y si le ponen pegas puede denunciar ante la policía tanto a la dirección del centro como a las usuarias que se hayan quejado, es al mismo tiempo paradigma y caricatura de esta tendencia. Caricatura porque el hecho en sí nos parece obsceno —por «fuera de escena»—, razonablemente estúpido y humanamente deleznable; paradigmático porque es la ley, tal cual, y de momento nada puede hacerse para enmendar una realidad tan patológica. Y hablando de médicos, por cierto: el médico ginecólogo que se niega a reconocer a una mujer trans con atributos perfectamente masculinos porque no tiene nada que mirar allí, y la envía al urólogo, es la víctima perfecta del disparate cognitivo instalado en la episteme contemporánea: acabará siendo sancionado por… Vaya usted a saber por qué, pero sancionado, como le ocurrió no hace mucho al galeno francés cuyo caso puede conocerse mejor haciendo clic aquí.

La lectura última de estas distonías se encuentra, creo yo, en la visión jerarquizada individual del mundo como bien supremo y llevada su extremo. Aquello de «como hay gustos hay colores», aceptado unánimemente como verdad muy verdadera, progresa lamentablemente hasta su radical parodia, también su radical potestad. Si el individuo es el único baremo de lo justo, lo razonable y lo civilizado, no pueden ponerse trabas ni límites a su continuo desarrollo apetitivo. Ya hay legalizadas varias asociaciones en distintos países de Europa que promueven la protesta continua contra la muerte; como objetivo estratégico irrenunciable exigen su abolición. Háganse una idea sobre cómo progresa el invento.

En el fondo —antes lo he llamado, en plan más fino, «lectura última»— subyace otra deriva extrema del individualismo: el derecho de los poderosos a construir un mundo a su antojo y conveniencia, a fin de cuentas un afán muy humano y comprensible. «No vas a tener nada», postulan, «pero vas a ser feliz». ¿Cómo? Muy sencillo: todo el mundo, por mísero que sea, tiene un cuerpo. El cuerpo es el ámbito fundamental de goce y reivindicación —el único, pero eso no importa a esta lógica—. El cuerpo es todo lo que tenemos y precisamente por eso lo es todo: identidad, sexo, salud, realización, felicidad… Lo demás, puro materialismo; aún peor: egoísmo reaccionario. Como decía el sabio: no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Y teniendo cuerpo y pudiendo modular nuestra percepción sobre nosotros mismos hasta el infinito y más allá, ¿qué más puede pedirse? ¿Qué puede salir mal en ecuación tan sólida? Aunque, ay, ya lo dijo el filósofo de Röcken hace siglo y medio, en su «Genealogía de la moral»: «Nosotros, que somos los que conocemos, no sabemos nada de nosotros mismos». E insistía: «Nosotros mismos no sabemos nada de nosotros mismos». Y así hasta el infinito. Y más allá.

 

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