Hay una línea de argumentación reiterada desde los medios oficiales del sistema y, por supuesto, abrumadoramente mayoritaria entre las masas conscientes y también las inconscientes, según la cual el terrorismo es un fenómeno perverso escindido de la realidad social y política de cada tiempo, una singularidad en el decurso natural de la historia que no afecta ni en el fondo ni en la forma a la sustancialidad de las comunidades humanas en las que surge, organizadas siempre, hipotéticamente, sobre la base de la ley y el respeto a la vida. Desde dicho punto de vista, el terrorismo y los terroristas no tienen nada que ver, absolutamente nada que ver con el entorno en el que prosperan y desde el que clavan su aguijón, como si los terroristas fuesen personalidades anómalas sin más sentido que una enfermiza inclinación hacia el sufrimiento y la muerte de los demás. Y así, ya instalado en la presunción de completa inocencia del entorno, el discurso sobre la singularidad incontaminante del terrorismo señala como pernicioso y malintencionado cualquier intento de analizar la responsabilidad de ese mismo entorno en el crecimiento y desarrollo de la alternativa de la muerte, tildando estos análisis como “criminalización” de pueblos o culturas y adjetivos de semejante índole; con lo cual se cierra el círculo del pensamiento lábil sobre el principal de sus recursos: negar la realidad.
En su libro “Historia de la Mafia” (Ed.B, 2003), el historiador y tratadista Giuseppe Carlo Marino (Palermo, 1939), describe el fenómeno de la mafiosidad como elemento necesario para el nacimiento y prosperidad de las organizaciones criminales en general y de la mafia siciliana en particular. Sin una ósmosis productiva entre la sociedad y la delincuencia planificada, obteniendo cada cual su beneficio, el delito como modo de vida y la violencia como recurso coactivo no tendrían mayor recorrido que la fechoría común individualizada. En el caso de Sicilia, Marino se detiene con sólidos argumentos antropológicos e históricos en el interesante fenómeno de la alianza entre bandidos y “gatopardos” —es decir, entre delincuentes sistemáticos y la aristocracia “nacionalista”—, como eje ancestral sobre el que fluyó y se instauró el imperio de la mafia en aquella isla. De todas formas, el estudio de Marino nos traslada y facilita el análisis de cualquier entorno socio-político en el que surja el terrorismo como método de intervención en lo público, en la medida en que la mafia y la mafiosidad serían, sensu stricto, una a modo de terrorismo sin objetivos políticos como meta principal, mientras que el terrorismo generalmente considerado siempre sitúa la declaración ideológica como primer eslabón en su retahíla de argumentos. Para el caso es lo mismo porque el terrorismo político, con el transcurso del tiempo y una vez enquistado en la sociedad, siempre propone el beneficio de la “exención” en lo cotidiano para quienes se han plegado a su tiranía o los que miraban a la luna mientras los activistas criminales se dedicaba a lo suyo.
En España tenemos un ejemplo excelente sobre esta inapelable dinámica de pudrición social: la actualidad del País Vasco. No creo que sea necesario explicar esto mucho más, pero, por si acaso, les dejo un enlace con el cortometraje “27 minutos”, que lo relata estupendamente. Aquí mismo. Esto es España y ha ocurrido ayer en España. Memoria.
Con motivo de la guerra entre Israel y Hamas, se repite la polémica hasta lo indecoroso. Israel no tiene derecho a responder mediante la guerra a los brutales ataques terroristas de octubre de 2023 porque en Gaza hay mucha población civil, ancianos, mujeres y niños —muchos niños— que sufren los bombardeos y etc. “No se puede responsabilizar a los palestinos del terrorismo de Hamas”, “no se puede criminalizar a todo un pueblo”, y etc. Cierto, no es justo ni de recibo que en la guerra paguen justos por pecadores y para eso están los tratados internacionales —deberían estar y deberían servir—, y las políticas sobre refugiados y demás instrumentos humanitarios que hemos visto ponerse en marcha, con bastante eficiencia, en la guerra de Ucrania. De acuerdo: el horror es el horror y la obligación de los países civilizados es oponerse al horror. Pero el caso es que la opinión internacional está ahora presentando a Hamas como si fuese un “lobo solitario”, un grupo de terroristas desalmados y crudelísimos que no tienen nada que ver con el pueblo palestino, como si los ataques de octubre pasado hubiesen sido obra de unos cuantos locos sanguinarios desvinculados por completo del territorio gazatí y de la sociedad donde nacieron, crecieron, se formaron, se radicalizaron y se organizaron para matar, torturar, violar, decapitar bebés y hazañas parecidas; como si Hamas fuese una anomalía y nunca hubiese estado en contacto con el pueblo palestino y no hubiera contado con su apoyo en todas las derivadas y en todos los sentidos, como si no hubiese participado en procesos electorales y ganado una y otra vez los comicios por mayoría absolutísima, como si no hubiesen tenido el poder y ejercido dicho poder otorgado por las urnas y desde ese mismo poder no hubieran organizado su guerra de exterminio contra Israel… Como si hubiesen llegado a la escena mortal de lo cotidiano caídos del cielo.
“De todas formas, no se puede criminalizar a los palestinos”, insiste el pensamiento buen rollista occidental. Pero sí se puede criminalizar a Israel y a todo lo que tenga el apelativo de “israelita”, “judío”, “sionista”. Nuestra izquierda angélica se lanza al combate y exige desde lo cursi a lo ridículo, del boicot al festival de Eurovisión a la ruptura de relaciones diplomáticas, pasando —de ilusión también se vive— por la cesación de vínculos comerciales con Israel y con todas las empresas israelíes.
El terrorismo, a la vista queda, es una cuestión de perspectiva bajo la mirada del pensamiento único globalizado: se puede y se debe repudiar… dependiendo de dónde venga. Y ya que hablamos de terrorismo y guerra, lo mismo sucede con la guerra y los desastres bélicos. Hagamos memoria de nuevo.
Humanitarios y muy como es debido quedan los lamentos por la barbarie atómica de Hiroshima y Nagasaki (6-9 de agosto de 1945), toda vez que el responsable de los bombardeos fue el gobierno de los Estados Unidos de América, un ente odiado por el progrerío mundial. Nunca se criminalizó a Japón y a los japoneses por su apoyo a la política imperialista de sus sucesivos gobiernos —y del emperador Hirohito— durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, de manera distinta se plantea el asunto cuando hablamos de la responsabilidad de Alemania y los alemanes durante el mismo conflicto y años precursores. Hablar de la “banalidad del mal” o la ignorancia y no digamos inocencia de los alemanes respecto a los horrores que ocasionaron sus dirigentes y ejércitos en aquellos tristes tiempos es hoy, a estas alturas, imposible. Ni una voz humanitaria he visto alzarse, nunca, denunciando la atrocidad que supusieron los bombardeos de Dresde entre el 13 y el 14 de febrero de 1945, incursiones aéreas que causaron en dos días el doble de muertos que los habidos en siete meses de guerra en Gaza. Claro que los 45.000 muertos de aquel remoto 1945 eran alemanes, y Alemania, como sabemos, resultó criminalmente culpable; y los alemanes más culpables todavía. La historia y las bombas hicieron justicia. Pero eso sí, no se puede criminalizar al pueblo palestino.
Por tanto, ¿de qué hablamos cuando hablamos de terrorismo? ETA, Bildu, Hamas, Palestina, Gaza, Dresde, Hiroshima, Israel… Cuando hablamos de terrorismo no hablamos de nada en concreto aunque aventuramos una impugnación a la totalidad a partir del derecho de “los nuestros” y contra el derecho de “los otros”. Como dijo la pensadora y ensayista Ada Colau tras los atentados de las Ramblas de Barcelona, en 2017: “Vuestras guerras, nuestros muertos”. Exacta como un mono borracho estuvo la dirigente municipal porque las guerras siempre las empiezan otros y los muertos son de cada cual pero siempre de alguien: nuestros o de otros; y a los que no son los nuestros… mejor olvidarlos.