Del apocalipsis y sus formas

Del apocalipsis y sus formas. José Vicente Pascual

Los desastres y un servidor se llevan bien, me buscan y yo los encuentro. La pandemia y su primer confinamiento me agarraron fuera de casa, muy lejos, y con una flamante novela por estrenar justo el día en que nuestro gobierno decidió cerrar España. Con los aviones en tierra, los trenes parados, las carreteras vacías, volver a casa se convirtió en aventura un poco deprimente. Mi novela no tuvo ese problema: se quedó descansando sin salir del almacén meses y meses, hasta que todo el mundo se olvidó de ella. Eso ocurrió en 2020, una fecha que pone su rojo de inicio en todos los calendarios mundiales del cataclismo, ese laberinto de temores, prevenciones y desconfianza en el que vivimos desde aquel tiempo. No es para menos.

La erupción de La Palma me pilló en Canarias, mi hogar durante tanto tiempo; la dana de Madrid en Madrid, la riada de Valencia en Burjasot, el apagón de abril en Andorra —menos mal—, y la nube tóxica de Vilanova i la Geltrú, como no podía ser menos, en Vilanova i la Geltrú. Esta última feria tuvo su circunstancia: salir a la calle a las cinco de la mañana porque tocaba madrugar, encontrarme súbito entre espesa niebla empapada de cloro y recibir la histérica alarma de Protección Civil que urgía a la reclusión domiciliaria, fue experiencia demasiado intensa para quien lleva los ojos aún a medio abrir y los pensamientos pegados a las sábanas. No entré en pánico pero casi me echo a llorar. Lo primero que me vino a la cabeza: «Mira que estaba deseando jubilarme para vivir tranquilo, pero no… No me dejan».

Concluyendo, he vivido el fin del mundo en casi todas sus variedades posibles: plaga vírica, hecatombe sísmica, diluvio universal, inundaciones salvajes, congelamiento súbito del entorno, caída a cero del campo energético y niebla química. Todas estas especialidades del colapso final —todavía a probatura, ya vendrá el definitivo— tienen dos elementos comunes: la cara de yonohesido que ponen los políticos y el afán que manifiestan enseguida por controlar a la población, ya que no pueden controlar las condiciones bajo las que vive el rebaño.

El pasado 28 de abril, conforme la noche se acercaba y la luz no regresaba, fue ejemplo inquietante de lo anterior, sobre todo en Barcelona y su área metropolitana. Las televisiones —para quien pudiera verlas— y las emisoras de radio insistían convulsivamente en que pronto muy pronto iba a restablecerse el fluido eléctrico: pronto, enseguida, cuestión de minutos. El temor a la noche, el vandalismo, los saqueos, y el miedo a las masas apetitivas que bajo la luz del día contemplan al vecino como el cazador a su presa —ya se me entiende—, y que en la fiebre nocturna podían mostrar su versión más voraz —también se me entiende— fueron creciendo en el imaginario común igual que el argumento de una película de aquellas, La purga, Anarchy, La noche de las bestias y espectáculos parecidos. Yo creo que se me entiende del todo. Hubo alcaldes como García Albiol que se echaron a la calle, acompañando a la guardia urbana o custodiados por la guardia urbana, según se vea, para recorrer algunos barrios «sensibles», en previsión de conflictos y situaciones de difícil control. Hubo otros que se encerraron en sus ayuntamientos, en espera de instrucciones de la superioridad, mientras transmitían a la población dos mensajes urgentes: no salir de casa y no hacer caso de informaciones que no proviniesen de canales oficiales, o sea: de Pedro Sánchez. Otros se frotaban las manos: «Se va a liar…». Al final, por fortuna, no se lió porque la luz volvió a tiempo y las hordas saqueadoras no tuvieron ocasión de organizarse. Por los pelos y ya veremos la próxima, porque próxima va a haber, ya lo dijo la ministra: «España será verde o no será»; y el ser verde implica, según la lógica verde, resignarse a un apagón de vez en cuando.

Resignarse, aceptar que nuestra civilización está desbordada como si se hubiese embriagado con sus propios néctares, ese es el objetivo de la bambolla propagandística; vivir en permanente estado de alarma, bien asumido que si antes todo era consistente y fiable ahora todo es evanescente, frágil, relativo. «Seguro como el suelo que pisas», decía una propaganda institucional, hace años, sobre una emisión de deuda pública. Ahora la tierra que pisamos puede volverse arcilla, tragarnos mientras algún experto de algún comité de expertos nos explica por qué dejarnos tragar no es tan mala idea; de lo que resulta la paradoja —una de ellas—, de nuestro tiempo: se nos advierte que las catástrofes van a formar parte de la vida y al mismo tiempo los poderes públicos, ante la brutal demolición, exhiben un optimismo desmadrado, siempre en busca de las ventajas de cualquier puñalada; ya somos, en teoría, como aquella caterva de felices desarrapados de Tortilla Flath, la genial novela de Steinbeck en la que un grupo de perdularios borrachines reciben una casa en herencia y al final deciden que lo mejor es meterle fuego, que una casa es demasiada responsabilidad y, por el contrario, dormir al raso es una forma excitante aunque no muy sofisticada de sentirse libres.

Hablando de casas, el pasado 10 de mayo, en plena potestad de la nube tóxica vilanovina, la autoridad competente —de Cataluña, por supuesto— decretó porque sí y porque ellos lo valen el confinamiento de la población. Hablábamos antes del control de las masas, aunque ya no se sabe qué es peor, que hagan con nosotros lo que quieren o que manejen la legalidad como les da la gana. El gobern de la Generalitat, sin encomendarse a la Constitución —faltaría más— ni al mínimo decoro jurisprudencial, confinó a 150.000 personas hasta que consideraron que los riesgos mayores decrecían lo suficiente. Entendámonos: una cosa es recomendar vivamente a la población que permanezca en sus casas, algo muy prudente, y otra distinta que un jefe de bomberos notifique a la ciudadanía que «se ha levantado el confinamiento», y que pasábamos a un «confinamiento dinámico», a ratos por así decirlo. Ni la Generalitat de Cataluña ni los alcaldes de las poblaciones afectadas ni el cuerpo de bomberos han tenido nunca competencias para decretar confinamientos poblacionales, pero ese detalle parecía importar muy poco a la misma población. Cierto: hay dos modos de meter a la gente en casa y que no protesten: cerrar los colegios y decir a los adultos que ese día no tienen que ir a trabajar. Punto en boca. O sea, retomando la homilía, no se sabe qué es peor: que hagan lo que quieren con nosotros, que hagan con la legalidad lo que les da la gana o que todo eso le importe un pimiento a la gente y acaten, se resignen y pasen por todo y agachen la cabeza y entreguen su destino al arbitrio de los que mandan porque el común —la gente, que se sepa—, con ir sobreviviendo día a día ya tiene de sobra y no da para más polémicas. Y es lo que hay.

Sí, para qué vamos a negarlo, hay bastantes modalidades para el Apocalipsis: inundaciones, danas, incendios, apagones, terremotos… La última y más refinada, quizás la más efectiva: la resignación. El día en que el último ciudadano consciente y confinado salga al balcón para aplaudir la última ocurrencia de los mandamases, propagada por los cauces oficiales del poder, ese mismo día, no lo duden, se habrá ofrecido el último aplauso al final de nuestra civilización. Que no digo yo, Dios me libre, que vaya a ser el fin absoluto de la civilización. No, eso no lo digo. Pero de la nuestra, del orden social, político y cultural fundamentado en la libertad, la verdad y la belleza, sí. Llegará otra cosa, algo nada nuestro, y algo será. Sospecho que nada bueno. Para aceptar ese futuro, resignados en casa, llevan entrenándonos mucho tiempo.

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