Los energúmenos y energúmenas que arrojan sopa de sobre, pintura y otros potingues contra obras de arte en los museos, claman muy subidos de principios: “¿¡Os importan más unos cuadros que el planeta y la vida humana!?”. La respuesta es muy sencilla, al menos para mí: sí, sin duda el arte es muchísimo más importante que la vida, porque una vida sin inteligencia ni talento, sin genio ni sensibilidad, sin alma creadora y pasión por la belleza no merece la pena, es un montón de arena en medio del desierto, un horror de tedio con el único consuelo de que la tortura no durará para siempre gracias a que los individuos morimos uno a uno y, en condiciones normales, por orden de llegada a este mundo. Peor aún: una vida vivida conforme a las leyes y prejuicios de estos trastornados, sometidos a la bazofia cultural y la cochambre ideológica del “futuro vegetal”, sería peor que cumplir cadena perpetua en un presidio afgano. Desde luego que no merecería la pena.
Estos supuestos activistas, niños mimados por el sistema a los que, en realidad, el planeta y su futuro les importan menos que la foto para figurar en redes sociales, nunca van a entender que si la humanidad ha llegado hasta aquí, al mismo punto en que nos encontramos, ha sido gracias a la capacidad de nuestra especie para concebir abstracciones, trascenderse en ideales estéticos y forjar idearios comunes en torno a la belleza del mundo, sus criaturas y entes creadores. En todas las civilizaciones hay un momento fundacional, generador, en el que todavía no se han concretado los términos éticos y las obligaciones morales de cada sujeto partícipe de la colectividad, pero sí se manifiesta y antepone un referente estético ineludible, por lo general en forma de relato mágico/religioso, el cual, a su vez, da lugar a multitud de representaciones iconográficas que refuerzan esa ilusión no refutada de pertenecer a un fenómeno nuclear, ininterrumpido y con voluntad de permanencia en la historia. Naturalmente, la antecedencia de la estética sobre la ética tiene una causa: la belleza siempre se presenta como una apabullante verdad en sí misma, un sistema cerrado de valores en el que no caben consideraciones de distinta índole ni hermenéuticas moralizantes de ninguna clase. A falta de otras evidencias a las que atenerse, el ser humano antiguo —no “primitivo”, no “precivilizado”, el ser humano originario sin más—, se acoge a esa única certeza conocida y aceptada comúnmente para, a partir de la posibilidad que ofrece de relacionarle con el más allá de las cosas, trazar discursos que racionalicen y den sentido a su realidad habitacional y social. De ahí, la organización comunitaria en torno a leyes/tabúes compartidos e inviolables; de ahí el crecimiento de la población, el trabajo planificado, la supervivencia de la especie y la evolución de lo humano como único fenómeno natural consciente de su estatus sobre el planeta. De ahí, el pensamiento crítico y el conocimiento científico, la filosofía, la música, la pintura y la literatura. De ahí proviene todo lo que somos. Sin habilidad para la representación artística y sin capacidad fabuladora, sin pericia artesana y anhelo de belleza —es decir, de verdad—, seguiríamos viviendo en cuevas y defendiéndonos de nuestros depredadores con grandes hogueras.
Es cierto y muy cierto que el camino ha estado lleno de situaciones lamentables, tan indeseadas como necesarias —entiéndase “necesarias” en su sentido filosófico, inevitables—: esclavitud, guerras, matanzas, injusticia, arbitrariedad de los poderosos, desigualdad ante la ley… Sin embargo, la misma humanidad civilizada —no la otra, la asalvajada, de la todavía quedan muchos ejemplos— ha sido capaz de superar aquellos efectos deleznables del progreso y construir sociedades sobre dos valiosos principios a los que nunca estaríamos dispuestos a renunciar: la libertad y la dignidad. Tenemos otros problemas, evidentemente, y parece que algunos de ellos afectan a nuestra relación con el entorno al que llamamos planeta; mas esos contratiempos no son un error sino una indecisión más, revisable, en nuestro recorrido hacia el destino humano. Dicho en criollo: el carbón, el petróleo, las centrales nucleares, las emisiones de CO2 y el etcétera tan grande como se quiera no son acontecimientos de culpa sino complicaciones que debemos solucionar. El error no es el carbón, ni el petróleo ni la energía nuclear. El error son ellos, los que quieren enmendar los hechos humanos a base de destruir el humano espíritu a partir del cual se originaron; en el mejor de los casos, relativizar su importancia de modo que lo mejor de nosotros, el arte, la emoción y el conocimiento, no tendría ningún valor comparado con el bien supremo de la existencia de vida sana y limpia sobre un planeta más limpio todavía.
Un planeta limpio pero sin latido humano —con todas las grandezas y todas las miserias de lo humano—, transformados los mismos humanos en angélicos comedores de plantas que nacen, crecen, se reproducen y mueren respirando aire puro a temperaturas benévolas, es un planeta sin pulso anímico y seguramente gobernado por tarados tan tarados como los que se cuelan en los museos para arrojar pintura sobre Van Gogh. Un lugar así no tiene mayor sentido ni apetece más que un planeta yermo, cuajado de minerales raros y sacudido por continuas tormentas cósmicas. La vida sin inteligencia, sin aliento creador y sin estremecimiento ante lo bello no es vida: es durar por durar. Nada. Un mundo sin Monet, Goya o Van Gogh no es un hogar, es un establo para rumiantes en el gran pastizal de la estupidez; un sitio horrendo del que puede prescindirse sin que nadie lo eche de menos.
A todo esto, ya que les ha dado por atentar contra obras de arte, ¿han pensado en una acción masiva, espectacular y aniquiladora contra la próxima edición de ARCO? Ya puestos… Ahí dejo la idea.