El Tiempo es una máquina de herrones imponente
que a las estrellas drena de leche eternamente.
Sylvia Plath
La decisión de Justiniano de promulgar en el año 529 d.C. la clausura de la Academia de Atenas —fundada por Platón en el siglo IV a.C— y por extensión la enseñanza de la filosofía pagana tuvo a la postre consecuencias a largo plazo que tuvieron un efecto contrario al buscado por el emperador bizantino.
La motivación de Justiniano partía de la voluntad de consolidar al cristianismo ortodoxo como fundamento integral de su imperio, para lo cual era necesario erradicar la influencia de la filosofía pagana, especialmente en la modalidad neoplatónica que impartía la Academia de Atenas, que gozaba a la sazón de no poco ascendiente cultural, y por añadidura teogónico.
La idea central consistía, por consiguiente, en pasar la página del pensamiento helenista, por mor de una ortodoxia cristiana entendida como césaropapismo. Sin embargo, la filosofía griega demostró tener no poca agencia propia, y se empeñó en seguir moldeando el pensamiento occidental por vericuetos insospechados, acabando por influir profundamente en la mística cristiana y la teología medieval a través de la filosofía pagana de Platón, Proclo y Plotino.
La consecuencia inmediata de la proscripción de la filosofía pagana fue el exilio de Damasio (a la sazón director de la Academia) junto a otros filósofos neoplatónicos a lugares del próximo oriente como Siria, donde ya había comunidades intelectuales y monásticas embebidas de neoplatonismo, y se daba entonces cierta tolerancia al diálogo entre el pensamiento griego y el cristianismo, un caldo de cultivo que mantuvo encendida la llama de la Academia de Atenas.
No obstante, lo cierto es que el edicto de Justiniano puso freno a la tradición platónica que había iniciado su andadura de la mano de Parménides. Con todo, poco después de quedar proscrita la filosofía helénica, se descubrieron unas cartas atribuidas a Dionisio el Areopagita, un compañero de San Pablo que presuntamente había sido testigo de la crucifixión de Jesús, lo que otorgó a estos documentos un valor de incuestionabilidad en el ámbito teológico. Esta legitimidad de origen sirvió para validar el marco teológico de la Doble Revelación, i.e. la noción escolástica de que tanto la fe como la razón son caminos válidos para llegar a la verdad, aunque la fe sea una vía más perfecta.
En las Diez Cartas Mayores, Dionisio establece una jerarquía[1] entre la revelación divina y el conocimiento humano, argumentando que la fe (metafísica revelada) ocupa un lugar superior frente a la razón (exploración racional). A través de sus escritos fusiona el pensamiento platónico con la teología cristiana, lo que no solo cimentó su propia autoridad, sino que influye profundamente en pensadores posteriores, como Santo Tomás de Aquino[2]. De hecho, grandes teólogos como Tomás de Aquino (pero también Clemente de Alejandría, Gregorio de Nisa, Alberto Magno, Juan de Escoto Erígena y Maximiliano el Confesor) se basaron en gran medida en estos escritos para su patrística, especialmente santo Tomás en su Suma Teológica, en la que dichas cartas se citan profusamente de manera directa. De esta manera, la figura de Dionisio fue una fuente primaria de legitimación de la metafísica cristiana del medievo, al proporcionar un marco teológico que posibilitó integrar ideas platónicas y neoplatónicas en la doctrina de la Iglesia. La obra llegó a tener la consideración de una «segunda Biblia», y dejó una impronta indeleble en trabajos como La Divina Comedia de Dante.
El paradigma teológico de la Doble Revelación se mantuvo incontestado hasta que la llegada de materiales y eruditos a Florencia en vísperas de la caída de Constantinopla dio lugar a un frenesí, bajo la égida de los Médici, por estudiar aquellos textos clásicos regresados, entonces desconocidos en la Europa Occidental. Uno de estos estudiosos, el humanista italiano Lorenzo Valla[3], examinó críticamente la obra de Dionisio (conocida como Corpus Areopagiticum) demostrando que la autoría de estos escritos no podían en modo alguno atribuirse al Dionisio coetáneo de Pablo, dado que el análisis filológico e histórico de los textos apuntaba a que su autor real los había escrito medio siglo después[4], y que probablemente se tratara de un discípulo de Proclo en la Academia platónica.
Esto puso en tela de juicio la noción misma de la Doble Revelación, y obligó a llamar pseudo-Dionisio al misterioso autor. Aun así, no hubo retracciones ni enmiendas en la patrística, por lo cual podemos afirmar sin ambages que el cristianismo tiene raíces históricas que se extienden más allá del Nuevo Testamento, y que muchas de sus ideas fundamentales fueron moldeadas por el pensamiento helénico, lo que nos da pie a profundizar en nuestra comprensión del patrimonio espiritual occidental, y su relevancia en las discusiones religiosas contemporáneas, como iremos viendo.
La estructura y contenidos de su obra nos permiten usar sus escritos como una pasarela para regresar a nuestras raíces intelectuales y reconectar con el núcleo de la filosofía helénica sin perder las contribuciones de la patrística. Un elemento central en esta síntesis implícita entre las tradiciones cristiana y neoplatónica radica en la articulación de una visión de un cosmos en el que el amor y la belleza ocupan un lugar central. El amor —en su forma triádica de eros, filia y ágape— actúa como la fuerza organizadora que impulsa a las almas hacia la unidad con lo divino a través de la estructura jerárquica del universo. Esta es una de las varias triadas que encontramos en sus escritos, como katáphasis, apóphasis, ekstasis (afirmación, negación, éxtasis). Todas ellas se basan, en última instancia, en la estructura neoplatónica de emanación y retorno: moné, próodos y epistrofé (permanencia, procesión, retorno).
La cosmología de pseudo-Dionisio se fundamenta en la idea de que el Uno, o Dios, (el Bien), crea el universo mediante un proceso de emanación y reflexión. Siguiendo la tradición neoplatónica, postula que el universo es una copia del modelo inteligible en la mente divina. Este modelo es la estructura que Dios contempla antes de crear, y el cosmos es una manifestación física de lo divino. La creación es, por lo tanto, una expresión del amor y la belleza divinos, y no un acto arbitrario.
El pseudo-Dionisio desarrolla estas ideas en la «analogía media», donde explica estas relaciones jerárquicas. Esencialmente, A se relaciona con B de la misma manera que B con C, lo que establece un principio de conexión entre distintos niveles de la realidad. Cada nivel superior es causa del inferior, pero todos están conectados a través de proporciones análogas. En este ámbito, el alma humana refleja la estructura del cosmos en tres partes: lo mental, lo anímico y lo volitivo.
Estas tres facetas del alma operan según principios propios, pero su interacción crea un todo armónico que es reflejo del orden divino. No es este un sistema estático, sino que está animado por el amor, que impulsa cada parte del alma hacia una forma de perfección vinculada con lo divino. Así, el alma se orienta hacia la belleza y el amor, en su ascenso a través de los distintos niveles del Ser.
En la cosmología de pseudo-Dionisio, el universo está pues jerárquicamente organizado en perfecta armonía, donde cada entidad ocupa su lugar adecuado. La justicia, en este contexto, se entiende no como una cuestión moral, sino como la disposición correcta de todas las cosas en la estructura cósmica: el amor es el motor que impulsa las almas hacia el bien supremo.
El eros, entendido como un deseo profundo hacia la belleza, es el primer impulso que lleva al alma a buscar lo divino. A medida que el alma percibe la belleza en el mundo material, inicia un ascenso hacia niveles superiores de realidad, donde la belleza se vuelve cada vez más abstracta y espiritual. Este proceso de elevación está motivado por el deseo de participar en lo bello y lo bueno, que son reflejos de lo divino.
La belleza por su parte, se entiende no sólo cuanto índole externa, sino como manifestación de la verdad y la bondad que organiza el cosmos. A medida que las almas ascienden, se sienten atraídas por niveles cada vez más altos de belleza, culminando en la visión de Dios como la fuente última de toda belleza. Esta idea conecta con la concepción platónica de que el Bien (el Uno) es la causa de todo lo que existe y hacia donde todas las cosas retornan.
En estas nociones onto-teológicas (la relación entre el ser y lo divino), hallamos interrelaciones que adquieren nuevas dimensiones dentro de la tradición neoplatónica y el pensamiento cristiano, como las ideas de Proclo a través del pseudo-Dionisio. Para Proclo, toda la realidad emana del Uno, organizándose en una jerarquía que va desde lo trascendental hasta lo sensible, donde la belleza opera como un reflejo de esta armonía. La contemplación de lo bello, para él, no es un mero deleite estético, sino un medio que eleva el alma hacia lo divino, proporcionando un camino hacia la comprensión de lo trascendente.
El pseudo-Dionisio, adalid de esta tradición, ofrece una reinterpretación de la belleza en un contexto cristiano. A través de su teología apofática[5] (la vía negativa), enfatiza que aunque Dios trasciende todo lenguaje y categoría, la belleza se erige como un atisbo de su inefabilidad. La belleza es un reflejo de lo divino, aunque jamás podrá capturar plenamente su esencia. Esto establece las bases para la tradición mística cristiana, que reconoce los límites de la razón humana en su búsqueda de lo absoluto: “por una unión indivisa y absoluta, un abandono (ekstasis) del sí mismo y de todo, desprendiéndose de todo y liberado de todo, será elevado hasta el rayo de la sombra divina, que está por encima de todo lo que es[6]”. Podemos expresar esto filosóficamente usando tres características sustantivas: (I) la metáfora del desbordamiento o ‘emanación’, que a menudo está en tensión creativa con el lenguaje de la creación intencional o demiúrgica; (II) un esfuerzo discursivo que evita ontologizar lo trascendente, impidiendo que se reifique como una ‘entidad’, ‘ser’ o ‘cosa’; y (III) una dialéctica distintiva de trascendencia e inmanencia, en la que lo absolutamente trascendente se revela como lo absolutamente inmanente.
Sin embargo, como apuntábamos anteriormente, la influencia del pensamiento del pseudo-Dionisio ha trascendido con mucho el ámbito de lo puramente religioso, y está presente de manera más o menos velada en la filosofía posmoderna. Esto es fácilmente verificable en los trabajos de Derrida[7] con relación al discurso apofático. En los primeros escritos de Derrida, se observan referencias esporádicas a la teología negativa, aunque es en su ensayo «Différance» (1967), Derrida donde establece un claro paralelismo entre el concepto de différance[8] y la teología negativa:
«En efecto, los rodeos, las expresiones y la sintaxis a las que me veré obligado a recurrir se asemejarán a las de la teología negativa, a veces hasta el punto de resultar indistinguibles… Sin embargo, los aspectos de la différance que se delinean de esta manera no son teológicos, ni siquiera en el sentido de las teologías negativas más radicales, que, como se sabe, buscan desentrañar una superesencialidad que trasciende las categorías finitas de esencia y existencia —es decir, de presencia— y siempre subrayan que a Dios se le niega el predicado de la existencia solo para reconocer su modo de ser superior, inconcebible e inefable.»
Derrida vuelve a abordar posteriormente la problemática de la relación entre la deconstrucción y la teología negativa en un ensayo[9] que posiblemente sea la más completa exploración de su propio trabajo en relación con el del pseudo-Dionisio.
Ha existido, por consiguiente, un diálogo dinámico entre el pensamiento religioso y el secular, mediado por la obra del pseudo-Dionisio, que está presente en todos los órdenes de la cultura occidental, en modos más o menos explícitos, incluso de manera inadvertida en los simulacros laicos de la liturgia cristiana. Como Carl Jung[10] hizo notar, el significado profundo de la liturgia está intrínsecamente relacionado con el nivel de conciencia del individuo. Su reflexión se nutre del comentario del pseudo-Dionisio sobre la Eucaristía, en el que se explora la naturaleza simbólica y mística de este sacramento.
Al ofrecer algo que nos pertenece, lo que realmente entregamos es un símbolo cargado de múltiples significados. Sin embargo, si carecemos de conciencia sobre su valor simbólico, ese objeto se convierte en una extensión de nuestro ego, como si fuera una parte integral de nosotros mismos. Por ello, el acto de donar siempre implica una intención personal. No se puede considerar un sacrificio meramente por el hecho de dar; se transforma en tal únicamente cuando renunciamos a la intención de recibir algo a cambio.
En este sentido, la Misa busca establecer una conexión mística entre el sacerdote, la congregación y Cristo, de tal manera que el alma se integre con Cristo y viceversa. Este proceso implica una transformación tanto de lo divino como del ser humano, ya que la Misa puede ser entendida como una repetición del drama de la Encarnación. La experiencia religiosa está profundamente entrelazada con lo sensorial y la belleza, pues Dios nos atrae hacia lo inteligible a través de nuestras percepciones. Jung subraya que al considerar cómo el alma se ha humanizado y realizado, podemos también evaluar de qué manera el cuerpo expresa esta realidad.
La individuación, entendida como el proceso de convertirse en uno mismo, no solo posee significado para el individuo, sino que también enriquece la vida comunitaria. Así, el Yo se erige como el objetivo de nuestra existencia, siendo la expresión más completa de nuestra individualidad. El desarrollo pleno no solo beneficia al individuo, sino que también al grupo, donde cada persona aporta su esencia al conjunto, contribuyendo así a la realización colectiva.
Estas reflexiones forman ciertamente parte también de movimientos teológicos contemporáneos como la Ortodoxia Radical[11], notablemente en la obra de Catherine Pickstock[12], quien retoma estas nociones neoplatónicas, donde la belleza se presenta como un vehículo que conecta lo finito con lo infinito. También Urs von Balthasar destaca en su teología de la estética[13] que la belleza como un camino redentor hacia lo divino, sosteniendo que actúa como un medio de revelación que une al ser humano con la realidad trascendente. Así, la búsqueda de la belleza se convierte en un viaje hacia la comprensión de lo absoluto, donde el deseo de lo bello y lo bueno nos guía hacia la experiencia de lo divino. Balthasar sostiene que las nociones de belleza y amor del pseudo-Dionisio constituyen una forma de discurso teológico que trasciende la predicación, representando un «tercer paso» necesario que se desarrolla más allá de las dicotomías de afirmación y negación, síntesis y separación, y, en última instancia, entre lo verdadero y lo falso. Mientras que tanto la tesis como la negación comparten la característica de abordar la verdad (y rechazar lo falso), el camino que las supere debe también ir más allá de estas categorías binarias, sorteando la inmovilidad propia del dualismo de los enfoques catafático y apofático[14].
En ambos casos, la experiencia litúrgica se plantea como una participación doxológica[15] en el tiempo eterno de Dios, un tiempo que transforma lo profano en un espacio sacralizado. Este proceso permite que los eventos de la salvación se actualicen continuamente, favoreciendo la vivencia de una comunión profunda entre lo humano y lo divino. Los ritos y símbolos litúrgicos no solo embellecen el culto; instauran vehículos mediante los cuales el ser humano puede experimentar la presencia de lo trascendente. Este enfoque se encuentra en resonancia con la concepción heideggeriana del tiempo, entendido como el horizonte desde el cual se despliega el ser.
La belleza, en este contexto, no se reduce a un mero atributo estético; se erige como una manifestación ontológica y teológica de lo divino. Según pseudo-Dionisio, lo bello actúa como un reflejo limitado de lo divino incomprensible, mientras que Hans Urs von Balthasar enfatiza su carácter redentor, que establece un nexo entre lo creado y su Creador. En la Ortodoxia Radical, la belleza litúrgica y la vivencia del tiempo sacralizado se entrelazan en una experiencia onto-teológica que trasciende las limitaciones del pensamiento racional. Todo esto rima con el pensamiento tardío de Heidegger acerca del tiempo. Para él, la historia del ser (lo onto-histórico) se determina como un camino que permite acceder a una realidad aconteciente, que no se restringe a una presencia fija o estática, sino que se despliega en el tiempo de manera onto-histórica. Esta experiencia no puede ser comprendida dentro de los parámetros del tiempo cronológico, sino que demanda una apertura hacia un tiempo más profundo, que facilite una relación directa con lo que permanece oculto o inexpresado.
De modo análogo, en la teología de la Ortodoxia Radical, el concepto de tiempo litúrgico también trasciende el tiempo cronológico. En la liturgia, este tiempo se percibe como un espacio sagrado y eterno, donde lo divino se manifiesta en el mundo. La liturgia une, de forma no lineal, el pasado, presente y futuro en un único momento de revelación continua. Así como Heidegger describe la historia del ser como un acceso a lo inexpresado, en la liturgia se experimenta una revelación progresiva del misterio divino a través de la participación en los ritos sagrados.
El vínculo entre el pensar y el poetizar en Heidegger se establece como un paralelo a la experiencia litúrgica. Heidegger sostiene que el diálogo entre pensamiento y poesía abre un acceso más profundo al ser, permitiendo una expresión que trasciende la razón instrumental. Esta noción se refleja en el carácter simbólico y misterioso de la liturgia, donde las palabras y los ritos comunican no solo conceptos, sino que manifiestan la realidad trascendente de manera directa.
En la Ortodoxia Radical, el tiempo litúrgico actúa como un escenario donde se da una unidad mística entre lo divino y lo humano, y la liturgia no se concibe únicamente como un acto simbólico, sino como una participación real en la vida divina. Del mismo modo que Heidegger considera el poetizar un camino hacia una verdad más profunda, la liturgia así entendida representa una forma de poiesis sagrada que revela la verdad divina.
Martin Heidegger, introduciendo el concepto de templanza —cuanto disposición anímica fundamental— nos muestra aquello que abre al ser humano a las verdades más profundas del ser, marcadas por la perplejidad (thaumazein) y la prudencia[16] (Verhaltenheit). El tiempo litúrgico en la Ortodoxia Radical opera de manera similar, creando un espacio donde los fieles se disponen en un estado de receptividad que les permite participar y experimentar el misterio divino. Como dice Catherine Pickstock, “el tiempo litúrgico está disociado de todo logro delimitado o inscrito, y, en su calidad de prólogo, ofrece implícitamente una crítica de la violencia de una concepción inmanentista del tiempo que pretende obtener una ‘llegada’ y, por fuerza, cierra el potencial de la acción humana11”.
En consecuencia, el tiempo adquiere ahí y así una dimensión especial, porque no es meramente el marco en el que transcurren los eventos, sino una dimensión ontológica y sagrada que facilita el acceso a lo que trasciende lo manifiesto, de manera que el acceso a la verdad o a lo trascendente no se realiza únicamente mediante la razón, sino a través de una experiencia sagrada de temporización (Zeitigung). Como dejó dicho[17] el filósofo español Eugenio Trías, tanto el espacio como el tiempo son claves en la delimitación de lo sagrado y lo profano: lo sagrado se manifiesta tanto como un «recorte espacial» (templum) como una «marca temporal» (tempus). Esto implica que, como ya señalaron los filósofos de la Academia de Atenas, existen lugares y momentos específicos que trascienden lo ordinario, convirtiéndose en espacios y tiempos consagrados que permiten la conexión con lo divino. Nuestro mundo posmoderno olvida habitualmente esta distinción, por lo que las consideraciones del Pseudo-Dionioso siguen, sin duda, siendo relevantes hoy.
[1] Hathaway, R. F. (1969). Hierarchy and the definition of order in the letters of Pseudo-Dionysius: A study in the form and meaning of the Pseudo-Dionysian writings. Springer Dordrecht.
[2] Ehrman, B. D. (2011). Forged: Writing in the name of God—Why the Bible’s authors are not who we think they are. HarperOne.
[3] Lorenzo Valla (1407-1457) fue un humanista, filósofo y filólogo italiano, conocido por su crítica a la lengua y la literatura medievales y su defensa del estudio de los textos clásicos. Nacido en Roma, Valla estudió en la Universidad de Pavía y se convirtió en un destacado defensor del humanismo renacentista. Su obra más famosa, De falso credita et ementita Constantini donatione, expone la falsedad de la Donación de Constantino, un documento que otorgaba poderes temporales al Papa, lo que tuvo un impacto significativo en la historia del pensamiento político y religioso. Valla también realizó importantes contribuciones a la gramática y la retórica, enfatizando la importancia del estudio crítico de los textos y el lenguaje. Su enfoque analítico sentó las bases para el desarrollo de la crítica textual y la lingüística moderna.
[4] El erudito francés Isaac Casaubon confirmó el dictamen de Lorenzo Valla sobre la falsedad de la Donación de Constantino y la autoría de las cartas de pseudo-Dionisio. Casaubon realizó un análisis crítico en su obra De Reliquiis Dionysii Areopagitae publicada en 1620. Su trabajo reforzó las conclusiones de Valla y proporcionó más evidencias sobre la naturaleza apócrifa de estos textos.
[5] Mortley, R. (1986). From Word to Silence II: The Way of Negation, Christian and Greek. Bonn: Peter Hanstein.
[6] Jones, J. D. (1980). Pseudo-Dionysius the Areopagite: The Divine Names and the Mystical Theology. Milwaukee, WI: Marquette University Press.
[7] Rayment-Pickard, H. (2003). Impossible God: Derrida’s Theology. Aldershot, Hants: Ashgate
[8] La noción de «différance» en la obra de Jacques Derrida se refiere a la idea de que el significado de los signos no es fijo, sino que está siempre diferido y en constante desplazamiento. Este término, que juega con la homofonía entre «différer» (diferir) y «différence» (diferencia), sugiere que el significado se construye a través de la relación entre los signos y su diferencia con otros signos, así como por la temporalidad de su interpretación. En este sentido, «différance» subraya la imposibilidad de un significado absoluto, revelando las complejidades del lenguaje y la inestabilidad de la comunicación.
[9] Cfr. Derrida, «Cómo no hablar. Denegaciones» (orig. de 1986), Suplementos Anthropos, nº 13 (1989, pp. 3-
35), p. 13
[10] Smith, J. (2013). Apophatic elements in the theory and practice of psychoanalysis: Pseudo-Dionysius and C.G. Jung. Routledge.
[11] La Ortodoxia Radical, propuesta por John Milbank y otros pensadores como Catherine Pickstock y Graham Ward, es un enfoque teológico que busca repensar la relación entre la fe cristiana y la modernidad. Milbank sostiene que la modernidad, con su énfasis en el secularismo y el racionalismo, ha perdido de vista las raíces metafísicas y comunitarias de la tradición cristiana. En lugar de aceptar la dicotomía entre lo sagrado y lo profano, la Ortodoxia Radical aboga por una visión integrada que reivindique la realidad del mundo como creado y redimido por Dios. Esta corriente promueve un diálogo entre la teología y otras disciplinas, buscando reconstruir un sentido de la realidad que reconozca la centralidad de la vida espiritual en la experiencia humana. Así, se propone una crítica radical a las narrativas modernas que han despojado al cristianismo de su relevancia cultural y social.
[12] Pickstock, C. (1998). After writing: On the detachment of language. Blackwell Publishing.
[13] Balthasar, H. U. von. (1993). Gloria: Teológica estética (Vols. 1-7). Sígueme.
[14] El enfoque catafático se basa en afirmaciones positivas sobre Dios, describiendo Su naturaleza a través de atributos como la bondad, la omnipotencia y la sabiduría. Este enfoque busca comprender a Dios a partir de lo que se puede conocer y afirmar. En contraste, el enfoque apofático, o negativo, enfatiza la inefabilidad de Dios, sugiriendo que cualquier intento de describirlo con palabras es inherentemente insuficiente. Este enfoque destaca lo que Dios no es, reconociendo la limitación del lenguaje humano frente a la trascendencia divina.
[15] La doxología es una fórmula de alabanza a Dios utilizada en el contexto litúrgico. El término deriva del griego «doxología», que significa «palabra de gloria».
[16] Con Verhaltenheit alude a la capacidad de discernir y actuar correctamente en situaciones concretas, integrando el conocimiento filosófico con la experiencia vital. Esta noción se basa en la tradición aristotélica, donde la prudencia (phronesis) se considera una virtud práctica que guía la acción ética. Mientras Aristóteles la describe como la deliberación sobre lo bueno y conveniente en la vida, Heidegger amplía este concepto al incluir una dimensión trascendental, subrayando la importancia de una visión consciente de la realidad para la toma de decisiones. Así, la prudencia se convierte en una virtud esencial para alcanzar una vida plena y auténtica, en conexión con la verdad y el bien.
[17] Trías, E. (2010). La edad del espíritu. Ediciones Destino.