El concepto fatuo de heteropatriarcado

Un concepto fatuo es aquel que está hinchado por la ideología, que es una hinchazón en sí misma; como ella, se hace pasar por objetivo e incluso científico y ocupa mucho espacio. Yo prefiero llamarlo ideoma. Con él, los ideologizados se llenan la cabeza para sentirse cargados de razón y la boca para callar la de los demás: esas dos ventajas lo propagan y dificultan su cura. Por fortuna revienta a poco que uno lo pinche, y no lo deja todo perdido porque está vacío.

Ruedan por ahí, como apisonadoras, varios ideomas: clase social, lucha de clases, equilibrio ecológico, superpoblación, progreso… Pero aquí voy a hablar de uno de los más fatuos: el de heteropatriarcado, que así, con esas siete sílabas, es como define, y denigra, la ideología de género nuestra sociedad occidental, precisamente la que más dignidad y libertades reconoce a sus miembros.

Las ideologías se presentan en el plano teórico como la verdad, porque solo así pueden presentarse en el plano práctico como el adecuado plan de acción, y por eso no dudan en marcar con sus dogmas el contenido y el rumbo a las ciencias (por ejemplo, a la biología, negando que haya solo dos sexos, o a la psicología, negando las diferencias psicológicas entre varón y mujer). El dogma de la Santísima Trinidad no tiene implicaciones, qué sé yo, en la pedagogía infantil, ¡pero vaya si las tiene el dogma del heteropatriarcado!

Pero ¿qué es exactamente un heteropatriarcado? ¿Una sociedad donde el varón heterosexual tiene los puestos de mando y de autoridad? ¿Y por qué hay que deducir de la frecuencia de tantos hombres en el poder un supremacismo masculino? Sería como tachar de supremacismo matriarcal la educación solo porque el profesorado está compuesto en su mayoría por mujeres. ¿Y qué tiene de malo que haya tantos hombres mandando? Si han llegado hasta ahí sin poner la zancadilla, bendito sea Dios. ¿Sería mejor la sociedad si en tales puestos hubiera más bisexuales, lesbianas y transexuales? ¿Dirigirían ellos mejor las empresas, las familias y los cotarros por el hecho de tener otra tendencia sexual? ¿Dejará por ello de haber explotación, engaño o competencia desleal? ¿Seríamos más felices? La respuesta es que no, porque la causa de la maldad o la incompetencia nada tiene que ver con el sexo ni con la tendencia sexual ni con el género. Jesús ya lo dijo hace dos mil años: que fuera del corazón humano no hay nada impuro, sino que es del corazón de donde sale lo bueno y lo malo. 

¿Significará entonces heteropatriarcado una sociedad donde ser varón y heterosexual es una fuente de poder y privilegio? ¿Con qué datos se podría demostrar tal cosa? ¿Cómo se puede saber que me dieron tal premio o me ofrecieron tal ascenso por el hecho de ser macho? ¿Mis éxitos como varón y mis fracasos como mujer se deben solo a esos micromachismos ocultos tan fáciles de decir como imposibles de demostrar? ¿Cómo sobreviven empresas, familias y partidos consintiendo un plus de poder y autoridad a un tipo incompetente solo por ser macho y heterosexual y no a hembras lesbianas y a machos homosexuales competentes?

¿Será entonces heteropatriarcado una sociedad dominada por actitudes y competencias masculinas tales como fuerza física, amor al riesgo, ambición profesional, competitividad, trabajo duro, perfeccionismo, dominio de habilidades espaciales, técnicas y numéricas…? Surge entonces otra pregunta: ¿tales actitudes y habilidades son espontáneas en el varón, o más bien él se las ha apropiado? En el primer caso, habría que aceptar que varones y mujeres somos naturalmente distintos, tanto en el plano biológico como en el psicológico y que luchar contra eso requiere muchas dosis de violencia, lo cual es indeseable; y en el segundo caso, ¿cómo ha logrado apropiarse tales actitudes y habilidades el varón si no está natural y psicológicamente más dotado que la mujer para ellas? En ambos casos, no se puede sostener que haya una imposición masculina, con lo que el concepto de heteropatriarcado hace agua.

Pero supongamos que la sociedad es en efecto un heteropatriarcado y que después de mucha ingeniería social y adoctrinamiento logramos erradicarlo por completo. ¿Cómo sería esa sociedad no heteropatriarcal? He oído al respecto tres tipos de respuestas. 

La primera de ellas es que la mujer se empoderaría, es decir, tendría los mismos puestos de poder y las mismas competencias y el mismo campo de acción que un varón: lo que antes era masculino, como ser futbolista o controlador aéreo, ahora será neutro y de todos; la segunda es que tendrán más prestigio las habilidades y competencias consideradas femeninas (cuidado del otro, empatía, habilidades lingüísticas y de relaciones sociales, inteligencia emocional, etc); y la tercera, que me parece la más consecuente con la ideología de género, es que ya no habría distinción entre lo masculino y lo femenino, sino que los individuos elegirían sin imposiciones y opresiones e inercias de ningún tipo. Veamos qué responde a esto último el psicólogo canadiense Jordan Peterson, cuya lectura y valentía contra la autocensura en uno de los países más políticamente correctos del mundo recomiendo encarecidamente.

Este profesor universitario afirma que, según estudios muy contrastados y a la mano de cualquiera, en los países escandinavos, que son los menos sexistas y más igualitaristas del mundo desde hace ya varias generaciones, las diferencias entre los gustos profesionales de varones y mujeres están mucho más marcadas que en los países, digamos, más sexistas, es decir, los hombres no han feminizado sus gustos ni las mujeres masculinizado los suyos, lo que demuestra que en las sociedades supuestamente menos heteropatriarcales las elecciones libres resultan superheteropatriarcales, porque hombres y mujeres se muestran y eligen como son realmente y no como se les dice que han de ser. 

Por desgracia, la respuesta de un ideólogo de género a estos datos incontestables no es abatir el concepto de heteropatriarcado, sino afirmar que este está tan arraigadísimo en nuestro inconsciente a través de micromachismos, techos de cristal y mecanismos psicológicos imperceptibles, que incluso en la muy igualitaria Escandinavia las mujeres educadas contra él siguen oprimidas por él. El ideólogo de género actúa igual que el terraplanista que, ante una foto del globo terráqueo desde la luna, afirma que todo es un montaje de la NASA y como pruebas aduce la existencia de photoshop, pantallas supergigantes en la atmósfera y una silenciosa e inamovible conspiración universal.

Yo he oído lamentar el heteropatriarcado a varones cuyo jefe es una mujer y a mujeres que trabajan en empresas donde el varón que más manda es un conserje. Quien osa no ya negar sino relativizar tal concepto es directamente purgado o señalado con todos los sambenitos con que las ideologías suelen desactivar al disidente sin necesidad de refutarle los argumentos (fascista, homófobo, tránsfobo, negacionista….). Así que el ideólogo de género está felizmente parapetado en sus argumentos irrebatibles, cargadísimo de razón y con la cabeza parasitada de ideomas.

Pero que haya machismo (o sea, privilegio del macho) en ciertos contextos sociales, que lo hay (del mismo modo que en otros hay hembrismo), no implica que la sociedad consista en un heteropatriarcado, del mismo modo que la existencia de tanto anticlericalismo no implica que la sociedad consista en un supuesto atearcado (y perdón por el palabro).

Un ideólogo de género cree que quien niega el heteropatriarcado está en el mismo plano que el terraplanista que niega la redondez de la tierra, y la impermeabilidad de sus argumentos le impide darse cuenta de que el terraplanista es él. Igual que la tierra no es plana aunque lo parezca a primera vista, la sociedad no tiene por qué ser una imposición del macho heterosexual por más machos heterosexuales que uno crea ver en puestos de poder.

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