Escribo este artículo el 9 de junio, sin conocer los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo. Y lo escribo casi a propósito de esas elecciones y de la cansina campaña que han ejecutado los medios y partidos del progrerato sobre “el peligro de la extrema derecha”, una alerta que crece en la Unión como aquel famoso fantasma que Marx y Engels echaron a andar en 1848, animando a unirse a un montón de gente que ya no existe: los proletarios de todo el mundo.
La mayor estafa de la historia de occidente se tramó y ejecutó con la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, no por la incorporación en sí, evidentemente, sino por las condiciones en que se produjo y tal como se está llevando a cabo.
Todo comenzó entre finales de los sesenta y principios de los setenta del pasado siglo XX. Bajo la apelación de la igualdad, algo muy legítimo y muy necesario, se produjo un aumento extraordinario de la demanda de trabajo por parte sobre todo de las mujeres. Prácticamente se duplican las aspiraciones de empleo por parte de la población. Como es natural, el precio del empleo se encarece, lo que significa que los salarios descienden brutalmente en su capacidad de estabilización del bienestar familiar. Dicho en breve: la familia que unas décadas antes se sobraba con un salario —generalmente aportado por “el cabeza de familia”—, necesita ahora dos salarios para mantener precarizada la solvencia del núcleo convivencial, sin apenas capacidad de adquirir bienes cimentarios como la vivienda, con nulas posibilidades de ahorro y fuertemente endeudadas.
La segunda consecuencia del acceso masivo de la mujer al empleo es el descenso espectacular de la natalidad. De la generación boomer, acostumbrada a matrimonios de 4-5-6 hijos como algo natural, pasamos a la restricción sumaria de la prole, de modo que los matrimonios de dos hijos son ya excepción. Por otra parte, va de suyo que el aborto se convierte en un “derecho” incuestionable —incluso constitucional—, y además se presenta como un avance de primer orden la promoción de fórmulas alternativas a la familia tradicional, las uniones de hecho, las homosexuales, las familias monoparentales, etc. Al respecto, la controversia no puede establecerse sobre la legitimidad y conveniencia de estas familias “alternativas” sino en torno a las iniciativas ideológicas que las presentan como un logro social importantísimo, implementando políticas “positivas” para situarlas en posición de absoluta igualdad estadística respecto al matrimonio tradicional entre hombre y mujer. Los resultados de estas políticas ya los conocemos: sociedades demográficamente desertizadas que necesitan el aporte poblacional de millones de inmigrantes para asegurar, vía impuestos, la pervivencia del Estado benefactor y los sistemas de pensiones nacionales. Se acabó la edad de oro del capitalismo generador de progreso. El empobrecimiento por relación salario/bienes-servicios-asequibles es paulatino y constante; la estabilidad y durabilidad del empleo se desmoronan con la misma rapidez con que se “humanizan” las relaciones laborales. Es el mundo soñado de los desposeídos de todo excepto de derechos, un intangible en el que hoy en día todo el mundo es millonario. Como dijo un jerarca bolivariano a un grupo de vecinos de Caracas que se quejaban de carestía: “Ustedes no tienen papas ni yuca para comer, pero tienen una patria”.
Seamos claros. Desde el fin de la segunda guerra mundial, en plena euforia democratizante por oposición al eje nazi-fascista derrotado y también, qué duda cabe, bajo la presión amenazadora de la Unión Soviética y el telón de acero, los países capitalistas europeos más avanzados proyectaron y pusieron en práctica políticas muy intensas de bienestar social, las cuales, a corto plazo, mejoraron el nivel de vida de su ciudadanía espectacularmente, aunque a la larga generaron una imperiosa dependencia fiscal para mantenerse. Si a esto unimos el consabido incremento de la demanda laboral, la aparejada depreciación del trabajo y el nivel cero o negativo de la población, nos encontramos con el mismo problema incrementado sin límites. No obstante, países que llevaban años de retraso respecto a estos modelos —el caso de España—, los mimetizan sin ningún reparo y redefinen al Estado como el gran proveedor del bienestar, necesitado de aportes fiscales exorbitantes tanto para atender los supuestos “derechos” que sufraga universalmente como para retribuir al ejército de funcionarios que le sirve; y creciendo.
Sigamos siendo claros. Las políticas de bienestar social de la mayoría de los estados europeos responden puntualmente al trazado de futuro que marcan e imponen las élites globalistas, con la impagable ayuda de la izquierda reorganizada en torno a la ideología woke. Su utopía democrática consiste en el artificio de ciudadanías consideradas como masas de votantes, una estructura basada en la libre y subjetiva determinación de los individuos para conformar nexos de intimidad por completo desvinculados de la función social que históricamente ha ejercido la familia, definidos por la obsesiva fijación sobre la identidad sexual de cada cual y con la plena realización de dicha identidad como objetivo máximo. Todo ello se complementa con la reeducación de la población con miras hacia sociedades desentendidas del pasado histórico que las conformaron e integradas a la par por autóctonos y por legiones de inmigrantes llegados de países subdesarrollados, quienes aportan intactas su cultura, religión, costumbres y leyes particulares; todos en un enorme rejuntado de trabajadores precarios, fijos discontinuos, mileuristas y pobres en general, endeudados a perpetuidad y sin más horizonte en la vida que trabajar lo posible, recibir cuantas más ayudas del Estado mejor, consumir todo lo que puedan y durar un tiempo razonable sobre este mundo. Ese es el paraíso que las élites nos tienen preparado y el que la izquierda reaccionaria presenta a sus seguidores como el no va más de la igualdad, la solidaridad y la bondad humana. Esa basura, propiamente hablando.
Todo empezó, decía, con una reivindicación tan razonable como la integración de las mujeres en todos los ámbitos productivo-laborales sin excepción y en condiciones de absoluta igualdad con los hombres. El gran cambalache consiste en que de esa reclamación se haya derivado todo lo demás. Puede abolirse el famoso patriarcado y las diferencias jurídicas y sociales entre hombres y mujeres, sobre todo laborales, sin que la natalidad descienda a nivel cero y obligatoriamente tengamos que proveernos de millones de musulmanes y gentes de otras culturas para que ellos tengan los hijos que nosotros no estamos dispuestos a traer al mundo, para que sus nietos reemplacen a los nuestros inexistentes y, en definitiva, para que su civilización sustituya a la nuestra. Hace años, el primer ministro de un país nórdico sugirió repensar el sistema de ayudas públicas para que el trabajo de ama/o de casa fuese retribuido. Las feministas de todas las tendencias se le echaron encima: ¡”Quiere que la mujer vuelva a la cocina!”, dijeron. También propuso el ministro un sistema de ayudas a las natalidad que, lógicamente y por razones presupuestarias, afectaría al grueso de otras dádivas estatales, como el ingreso mínimo vital. “¡Quiere abolir los derechos de ciudadanos vivos en beneficio de ciudadanos que aún no han nacido!”, clamaron los defensores del buenismo universal. Es la misma lógica que aconseja a los estados europeos gastar cuantiosos recursos en la promoción de medidas anticonceptivas entre sus ciudadanos, incluido el aborto, mientras que se alienta la llegada de sustitutos poblacionales desde países como Siria, Irak o Afganistán. Es la filosofía decreciente europea, el cántico crepuscular de los derrotados por sí mismos. Ya no se trata de derechas o izquierdas, liberales o estatalistas, conservadores o revolucionarios. El debate se centra entre la voluntad de ser en la historia o la eutanasia activa de una civilización, entre la pervivencia de los valores y el modo de vida que hicieron grande a occidente o la renuncia y la entrega del futuro a otros que aguardan en nuestras fronteras. Otros que, por cierto, odian a occidente mucho más que los enterradores vernáculos. Entre unos y otros, nuestro porvenir se opaca cada vez más. Atentos al telón porque, en este caso, caerá justo cuando más se espere.