El hombre del año (I)

El hombre del año (I). José Vicente Pascual

El método siempre es el mismo, lo lleva practicando la izquierda yeyé desde sus distintas versiones y tribus durante los últimos cincuenta años: comparar las bondades y ventajas del socialismo ideal, por completo inexistente, con la realidad de las injusticias y desigualdades que genera el capitalismo de hecho, en el presente. La comparativa es demoledora, naturalmente, con la única objeción de que resultar ser mentira; no un ensueño, no una utopía, nada de eso: una enorme mentira. Y comparar mentiras con verdad, aunque la verdad no sea el colmo de la simpatía y la mentira vista de seda, toda embustera ella, tiene un nombre que no es amable. Ya puestos a suplantar lo fáctico real por el mundo vagaroso de las ideas que tenemos en la cabeza, vivir obsesionados por la utopía y renegar de lo inmediato por maldito, también tiene un nombre concreto, incluso hay una rama de la psiquiatría que se encarga de ese trastorno.

Nuestro gobierno está en las mismas, naturalmente. Su último invento, hacer a Franco el hombre del año, apuntala el fondo delirante de toda la parafernalia teórica sobre la que esta gente se justifica en el poder: comparar lo peor de una dictadura que concluyó hace medio siglo con la excelsitud de la democracia presente, la que gozamos todos los españoles a excepción de los malvados que preferirían el regreso de las madrugadas de plomo en las tapias de los cementerios.

Cualquier persona en su sano juicio, sin estragar por las astracanadas ideológicas de quienes nos pastorean, sabe que este intento frenético por resucitar a Franco para compararlo con Pedro Sánchez es, sencillamente, una majadería, algo que sólo se le puede ocurrir a histéricos como Patxi López o Mª Jesús Montero y que sólo puede parecer sensato a los votantes del PSOE, ya de por sí autocastrados en su percepción sentimental de la realidad. Sin embargo, si usted osara expresar su asombro, disgusto o queja ante la iniciativa, será automáticamente inscrito en el censo de quienes añoran las madrugadas de plomo con la tapia del cementerio a espaldas del reo. Esa es la democracia real que vivimos, con la que quieren comparar el pasado extinto y el agua pasada que no mueve molino.

Llevo algunos años escribiendo semanalmente en Posmodernia y en la medida de lo posible he intentado evitar a los lectores de mis artículos las batallitas particulares de este carcamal que suscribe. Algo he contado, es verdad, pero sólo en casos de necesidad extrema y por motivos de estricta justicia histórica, es decir: en honor a la verdad. Hace un par de meses, por ejemplo, a raíz de la actualidad sobrevenida con el “asunto Errejón”, me despaché con una pieza titulada “Las Nevenkas”, un intento por describir cómo eran y han sido verdaderamente los vínculos relacionales y de poder entre hombres y mujeres, en los partidos de la izquierda, desde tiempo inmemorial y hasta ayer por la mañana como quien dice. En la misma línea y en la misma inquietud, en honor a la verdad, les reconozco que este asunto de revivir a Franco y señalar como fascista a quien no aplauda la versión del gobierno me provoca y me anima a exponer mi testimonio sobre el asunto.

Yo no viví el franquismo en su totalidad, no creo que queden muchos vivos que puedan decirlo. Soy un baby boom, hijo de familia hipernumerosa, que tenía 19 años casi recién cumplidos cuando murió el Caudillo. No obstante mi corta edad, ya había merecido una detención, procesamiento, pérdida de la prórroga del servicio militar por estudios universitarios y multa del gobierno civil de Granada, todo ello por motivos que vienen al caso pero no me apetece exponer, por manidos; un sainete siniestro del que me arrepiento, no tanto por lo pintoresco y descabellado de los ideales que entonces defendía como por los malos ratos y disgustos que di a mi padres y mi familia, gente honesta, trabajadora y cumplidora que no merecía aquellos tremendos sinsabores, zozobras y noches en vela, un pago injusto al que yo los condenaba y del que no podían librarse porque me querían y cuidaban de mí; y también —esa es mi pena de hoy— porque mis “principios” y convicciones eran tan elevados y de tan insoslayable cumplimiento que todo mi entorno debía sufrir por mí.

En alguna ocasión lo he dejado escrito: “Si para hacer un rico es necesario que cientos de pobres vivan pobremente, para hacer un héroe socialista es preciso que mueran por la causa miles de adeptos, desafectos, enemigos y algún que otro aliado”. Yo, más tonto que el que asó la manteca, no encontraba en aquella época objeción alguna en que para hacer un antifranquista, en el crepúsculo del franquismo, fuese necesario que muchos ciudadanos de bien padecieran las consecuencias, la onda expansiva de una sandez adolescente. Y por esa misma razón me causa cierta incomodidad intelectual y bastante vergüenza ajena que hoy, al cabo de medio siglo, acudan pazguatos que no han conocido el franquismo ni por los libros —porque leer, han leído poco—, para contar a los viejos boomers cómo fueron aquellos ratos y cómo hoy en día se debe ser cabalmente antifranquista, la manera correcta de rememorar el pasado.

Me propongo por tanto lanzar dos o tres artículos sobre el asunto: cómo fue de verdad la historia del último franquismo, el papel que jugaron el régimen y la oposición, dónde estaba el PSOE en ese tiempo —o mejor dicho, por qué no estaba por más que se le buscase—, y cómo se recompusieron las tensiones políticas —porque sociales había muy pocas—, para alumbrar el nuevo régimen democrático mediante la famosa transición. Lo de “democrático” es un decir.

Si la paciencia de los amigos de Posmodernia no se agota, esta ha sido la primera entrega. La semana que viene iré contando más en detalle y seguramente más extenso. Lo dije antes y pienso mantenerlo: en honor a la verdad.

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