Los pascuales y el franquismo
Mi abuelo Julio fue electricista y quedó como responsable de los abastecimientos y suministros eléctricos de Valencia en marzo de 1939, cuando el gobierno de la república tomó el olivo. Lo dejaron a cuerpo gentil ante las tropas de Franco recién llegadas al último de sus objetivos militares. Pocos días después se presentó en no sé qué comandancia para entregar llaves de estaciones, almacenes y registros, también los estadillos, planos, certificados, informes y toda la documentación concerniente a la energía eléctrica en la región. El único papel que dejó bien guardado y se cuidó de olvidar fue su nombramiento de Director General de Abastecimientos y Suministros Eléctricos de la República Española que un par de semanas antes le había entregado a saber qué preboste fugitivo de los ejércitos triunfantes. En la reunión con los nacionales le preguntaron si había tenido militancia política; mintió y dijo que no aunque era que sí: había estado afiliado a Izquierda Republicana, pero como los nuevos mandamases no se iban a enterar, mira, un problema menos. También le preguntaron por su pertenencia sindical, en lo que fue sincero porque resultaba imposible mentir, ya que la afiliación era obligatoria. UGT, del mal el menos. Salió indemne de aquellos apuros, pero a los pocos meses decidió trasladarse a Madrid porque no las tenía todas consigo ni se veía exento de que algún vecino recordara sus buenos tiempos republicanos, lo denunciase y el asunto acabara mal. Total, a Madrid, que en aquella época era de todos y nadie preguntaba a nadie la hora ni de dónde venía y qué había hecho o dejado de hacer durante la guerra.
Mi abuelo Francisco, igualmente valenciano, siempre fue de derechas —somatenista en tiempos de Primo de Rivera—, pero tuvo menos suerte, tal vez por haber sido siempre de derechas. Lo metieron en el penal de Puch y lo condenaron a muerte por haber ocupado con su familia un céntrico piso, el cual le entregase el Comisariado de la Vivienda en tiempos de las socializaciones. Los dueños del inmueble había huido de Valencia y del terror chekista en los primeros momentos de la guerra, y al regreso denunciaron al okupa por usurpación, robo y no sé cuántos delitos más. Total, lo dicho: pena de muerte. La autoridad no se andaba con miramientos. Y encima, para colmo de crímenes, estaba acreditada la militancia del yayo en la CNT, lo que le valió el añadido de “auxilio a la rebelión”. El buen hombre, en tiempos del Frente Popular, se afilió al sindicato anarquista para despejar sospechas derechistas en torno a su persona y así protegerse y proteger a los suyos, eso creía al menos. No le sirvió de mucho porque Valencia era grande pero no tanto, mucha gente lo conocía y fue denunciado varias veces por “quintacolumnista”; una de aquellas delaciones ya le había deparado otra larga estancia en el Puch, esta vez por cuenta de la república. Él era así, intentaba hacer las cosas bien y siempre le salían mal. Muchos años después escribió una carta al Caudillo, quejándose del almirante Carrero Blanco y contándole todos los sinsabores que la política española había causado en su vida. Solicitaba resarcimiento, alma de Dios. A consecuencia de aquel disparate, el Gobierno Civil de Madrid le impuso una multa de cuatro mil pesetas por “injurias a los altos organismos de la nación”. Mi padre, con su proverbial sentido del humor, solía preguntar al abuelo: “¿Papá, los suyos cuándo llegan?”.
Le llamaba “papá” pero no era papá, era su suegro aunque siempre se llevaron como padre e hijo porque el otro abuelo, Julio, había fallecido tempranamente, de larga y penosa enfermedad como suele decirse, en el mismo Madrid de inviernos larguísimos y calles de barro al que escapó el abuelo Francisco con toda su familia en cuanto se libró de la pena de muerte y salió de presidio, sin que se sepa gracias a quién y por conjunción de qué venturosas circunstancias, tal vez casualidades de la vida.
Con aquellas mimbres, pareciera difícil que los pascuales prosperasen en la posguerra y años seguideros. Pero el viento soplaba a favor de gente como los pascuales, almas enraizadas en la existencia con la fuerza mineral de los supervivientes y el nervio vitalista de quienes vienen a este mundo para zampárselo como si fuese una mona de Pascua, con apetencia ancestral valenciana, que es decir mucho.
Por mediación del abuelo Julio, mi padre, otro Julio de armas tomar, había encontrado empleo de comercial/vendedor en una empresa de materiales eléctricos que al poco tiempo fue absorbida por la holandesa Philips. Lo destinaron a Andalucía y empezó a viajar desde Madrid, Renault 4-4 carretera adelante, para contratar distribución en todas las ciudades y pueblos grandes de la región —también algunos pequeños—, en comercios locales que vendían televisores, maquinillas de afeitar y otras gangas electrónicas de la época. Cada vez que llegaba a un pueblo, la chiquillería corría detrás de su coche al grito de “¡El hombre de la televisión!”. Fueron buenos años. Tan buenos que el empleado de la compañía holandesa pudo organizar el traslado de la familia a Granada, donde quedamos instalados los pascuales de esta parte genealógica.
Todo eso que se cuenta por internet de que en tiempos de Franco un padre de familia podía mantener a los suyos, comprar piso, coche, etc… Todo eso es verdad. Hechos son hechos, otra cosa es la interpretación de lo fáctico y la correlación ideológica que se quiera interponer sobre una realidad fijada tanto en la historia como en la memoria. Pero es verdad, en aquella España que hoy la izquierda sobrevenida en la militancia antifranquista nos dibuja como campo de concentración, un infierno de represión e iniquidad, fue posible que las clases medias crecieran, prosperasen y asentasen definitivamente su presencia y su razón en la historia de España.
Todos los estudiosos de la materia, incluidos los historiadores afines a la izquierda, reconocen como elemento decisivo en la gran tragedia española del siglo XX, la guerra civil, la ausencia clamorosa de unas clases medias que habrían servido de estabilizadores y armonizadores sociales, una zona de seguridad y posibilidad de superación de las tremendas contradicciones entre el capitalismo en desarrollo y las clases trabajadoras y proletarizadas. Aquella polarización homicida entre las fuerzas políticas conservadoras y «las personas de orden» por una parte y el activismo revolucionario por otra, habría perdido casi todo su sentido y, desde luego, su capacidad incendiaria, de haber existido previamente un amplio segmento identificado con las clases medias, necesitadas de paz social y moderación política para seguir adelante en su proyecto de progreso a largo plazo.
La dictadura de Franco entendió aquel problema desde el principio, al punto de que bajo este régimen, no antes ni tampoco después, en la misma España franquista, se resolvió la carencia histórica que nos condenaba a ser una nación de terratenientes, potentados, curas, militares, funcionarios y pobres. Fue en tiempos de Franco, no antes ni después, cuando España dejó de ser un país de ricos y pobres para convertirse en una sociedad modernizada, con una economía sostenida por la industria, la agricultura, la ganadería y el comercio; y con pujantes clases medias, urbanas y rurales, vinculadas a la enorme evolución desarrollista de los tiempos, sobre todo en las décadas 50-60 y hasta la primera crisis del petróleo en 1973. Naturalmente, el fenómeno no permaneció ajeno a las dinámicas que impulsaban el desarrollo y fortalecimiento de las economías y las clases medias en Europa y el mundo occidental. Esa suerte tuvimos.
También naturalmente, a muchos les habría gustado que aquel período hubiese sido dirigido políticamente por gobiernos democráticos, quizás bajo el tutelaje moral de algún líder de la talla, pongamos por caso, de Willy Brandt, Charles De Gaulle o Winston Churchill. Pero nos tocó Franco. Y nos tocó Franco porque en el «bando democrático» no había ni autoridad ni legitimidad para proponer una alternativa al régimen nacido tras la guerra civil.
La verdad, a veces, coincide con la realidad y no conviene desatenderla. ¿A alguien en su sano juicio se le puede ocurrir que tras la segunda guerra mundial las potencias vencedoras vieran con buenos ojos al régimen de Franco? El problema fue que no había movimiento político, partido ni líderes que pudieran proponerse en serio como alternativa al régimen y que concitaran el acuerdo y, sobre todo, la confianza de los vencedores. En breve —y en plata—: las potencias triunfantes en la IIGM, dejando a un lado a Stalin, no acabaron con el régimen de Franco porque no encontraron ni por lo remoto quien pudiera sustituirle en el poder sin que España, a los seis meses, volviera a convertirse en un erial de sangre entre alzamientos largocaballeristas y movilizaciones revanchistas en favor de la dictadura del proletariado. Los únicos partidos con raigambre social y fuerte afiliación, contando con el verso suelto pero muy activo de la CNT, eran el PSOE de Largo Caballero y Prieto y el fanáticamente prosoviético PCE. Para colmo, el PSOE dejó de existir en la práctica, a los pocos años de acabada la guerra mundial y frustrado su sueño de un regreso rápido al poder en España, vía derrocamiento del franquismo. Por su parte, la burguesía y la pequeña burguesía «democráticas» se habían quedado en casa, en España, tras rehacer sus lealtades políticas y reconocer a Franco como jefe de Estado sin discusión; y sus representantes políticos navegaban en el exilio con montañas de autoridad moral en el equipaje y cáscaras de pipas en los bolsillos. La derecha republicana emprendió así la travesía de la gran nada, un periplo que duró cuarenta años.
Mientras, en la tiranizada España franquista, mi padre había alquilado una casita de veraneo en Alfacar, pueblo muy fresco en época estival. En la modesta urbanización donde nos instalábamos desde julio hasta septiembre, había más familias. Los más amigos y allegados a mis padres eran los mundialmente conocidos Amate, matrimonio con 11 hijos; los Martínez, con 6, y los González, con 8. Sumados a los 7 que nacieron de mi madre, entre aquellas cuatro parejas sumaban —aquello sí era Sumar—, 32 hijos. Todos baby-boom, hoy llamados boomers.
De nuevo se impone —digo yo— la necesidad de la pregunta retórica: ¿Alguien en su sano juicio puede creer que en unos tiempos de horror, de opresión asfixiante de la libertad, de miseria moral y tiranía en todos los órdenes de la vida, pueden las clases medias darse el lujo optimista de una procreación tan vertiginosa como aquella? La paz social no puede ser la única explicación porque la paz social no da de comer a siete u ocho hijos —once o doce en algunos casos—; la prosperidad económica tampoco explica el fenómeno: por muy seguras de sus posibilidades que estuviesen las familias no iban a ponerse a tener hijos a cascoporro cuando, aparte de tener hijos, mis padres y tantísimos padres tenían que ponerse muchas noches a hacer cuentas para pagar el recibo de la luz, el butano en invierno, los recibos del colegio y el pan de cada día. Lo del pan es literal, el gasto en panadería no era asunto de tomarlo a broma. Hay en consecuencia otro elemento a considerar: la confianza en el futuro. Nadie suponía que el franquismo fuese eterno —los españoles de entonces eran gente tranquila pero no memos—; todo el mundo pensaba que después de Franco tendríamos un régimen semejante al de Alemania o Francia, con elecciones y esas cosas de la democracia, y todos —casi todos—confiaban en que no iban a repetirse las barbaridades de los años 30 porque estaban seguros de que todos, unos y otros, habían aprendido la espantosa lección de la guerra civil con que la historia nos había castigado.
Yo sigo estando con aquella gente, me perdone el progrerío. Sigo pensando como ellos. Creo, como creían mis padres y los amigos de mis padres, mis familiares y vecinos, que la experiencia de una guerra civil es suficiente para sanar de chorradas revolucionarias a varias generaciones. Seré un antiguo, no lo niego, pero una cosa tengo clara: entre el criterio de mi santo padre y de mi santa madre, que trabajaron, bregaron, se enfrentaron a la vida y sacaron adelante a su numerosa familia, llevaron a sus hijos a la universidad, disfrutaron de sus nietos y expiraron rodeados del amor de los suyos… Entre aquello y el criterio de un yayoflauta actual, de esos que han tenido un hijo o ninguno y viven la vejez rodeados de gintonics, gatos y orfidal, y se congregan a las puertas de un bareto en Lavapiés para reivindicar a Irene Montero y gritar «No pasarán», qué quieren que les diga: no hay comparación. A los míos me debo porque viejo soy, y antiguo, puede que rancio; pero aún no me he vuelto bobo del todo, un anciano lelo a quien pareciera necesario contarle lo malo que fue Franco porque le va fallando la memoria. Memoria me queda, mucha. Lo que me sobran son leyes que me impongan cómo tengo que recordar.