Ayer fue domingo 13 de junio. Este ha sido el último fin de semana de la Feria del Libro de Madrid. Yo no he estado en ella. Dios me libre. No estuve tampoco en las diez o doce anteriores, quizá trece o catorce, con una sola excepción, a la que no pude negarme. Fue cuando en 2019 saqué mi libro de diálogos platónicos con Santiago Abascal: España vertebrada (Planeta). Y allá que nos fuimos los dos, hombro con hombro, hombre con hombre, patria con patria, libro con libro. Firmamos muchos ejemplares. Con Abascal siempre se va sobre seguro. Tiene baraka. Todo lo que toca se convierte en éxito. Pronto volveremos a comprobarlo en Andalucía, aunque allí el mérito será compartido con ese huracán que se llama Macarena Olona.
Durante cosa de seis décadas había acudido yo, una tras otra, a todas las convocatorias similares, inicialmente como lector de a pie y luego como autor de cierta notoriedad. En esa trayectoria, sin embargo, también se abrió algún que otro paréntesis: el de primer lectorado (Padua, 1963), el de los seis años de mi exilio (1964 a 1970, Roma, Tokio, resto de Asia) y los de mi actividad docente en las universidades de Dakar (1973 y 1974), Fez (1976 y 1977), Amman (1980), Nairobi (1982 y 1983) y Kioto (1995 a 1998 y 1911).
¡Caramba! ¡Cuánta fecha! Discúlpenlas los lectores, que ninguna responsabilidad tienen en una vida tan cosmopolita y asendereada. Ahora ya estoy más tranquilito, aunque no del todo. ¿Recuerdan lo que hace un par de meses me sucedió en Patmos y en la Isla Maldita de Leros? ¿Lo conté aquí mismo o en otra parte?
Sigo con la Feria…
La primera vez que fui a ella debió de ser en 1952, más o menos, con quince años de vida a cuestas y mis primeros pantalones largos. Las casetas estaban en el Paseo de Recoletos. Compré dos libros de poesía publicados por la Editora Nacional ‒uno era de Pepe Hierro y se llamaba Quinta del 42; el otro, cuyo título he olvidado, era de una tal José Javier Aleixandre, al que confundí con el gran Vicente que mucho tiempo después sería premio Nobel‒ y robé una edición primorosa de las Sonatas de Valle-Inclán encuadernada en piel con cantos de pan de oro que varios años después fue a parar a manos del futuro escritor y cineasta Gonzalo Suárez, que nunca me la devolvió.
Peccata minuta y lecciones que da la vida. Desde entonces nunca presto libros ni admito que me los presten. Nunca vuelven a casa. Y no siempre por subrepticia o expresa voluntad de latrocinio de quien los recibe, sino porque devolverlos exige memoria, gratitud, citas y es un buen lío. Quien desee leer cualquier volumen de los ciento veinte mil que grosso modo atesora mi imponente biblioteca en Castilfrío no tiene más que pedírmelo, a condición de que sea gente de bien, y podrá hacerlo acomodado en una confortable butaca de mi casona del alto llano numantino. Pero fuera de ella ni encañonándome.
A finales de 1978 publiqué Gárgoris y Habidis(Hiperión, Argos Vergara, Círculo de Lectores, Alianza y, por último, Planeta, en ediciones sucesivas), me convertí, ay, en el escritor de moda y durante muchos años, yendo ya como autor de Feria en Feria, fui en todas ellas el Rey del Mambo y de las dedicatorias. Firmaba ejemplares a granel, aunque siempre menos que Antonio Gala. Los libreros se me rifaban. Me sucedió de todo. El anecdotario sería pintoresco a más no poder. ¿Ligaba con las lectoras atractivas? Pues sí. Incluso eso, lo que no es de extrañar, pues mi descaro llegaba al extremo, políticamente incorrecto a más no poder, de poner al pie de la dedicatoria mi número de teléfono cuando la titular de la misma lo merecía. A palo seco, pero a buena entendedora… Y algunas llamaban. ¡Vaya si lo hacían! No todos mis colegas lo saben, pero ser escritor, como dirían ahora las de First Dateses muy, pero que muy guay, y mola cantidad.
Ese jolgorio duró treinta años. Luego, de repente, me cansé y dejé de prestarme a él. La Feria del Libro de Madrid se convirtió en un infierno, en pasto de muchedumbres iletradas, en un circo, en un círculo dantesco al que ya no iban, excepciones aparte, verdaderos lectores, sino fans, como si los escritores fuésemos futbolistas, vedettes, cantantes de rock, estrellas de la telecaca, políticos progres, madres teresas, putas de escaparate o, últimamente, influencers.
O sea: lo peor de lo peor.
Y, como digo, me cansé.
Si me pierdo, no me busquen en las Ferias. Todas lo son de vanidades y yo, aunque de sobra sé que no van a creerme, seré muchas cosas, buenas y malas, pero vanidoso no. Todos los vanidosos son tontos, aunque no todos los tontos sean vanidosos.
También sé que con este articulillo no voy a granjearme simpatías y quizá me quede sin fans, pero la literatura, como dice Emmanuel Carrére en Yoga (Anagrama), «es el lugar donde no se miente».
Yo, amigos, no vendo libros… Los escribo, y ya está. Firmados, eso sí, pero no a mano. Mi firma va siempre en la portada, encima del título y en letras de molde. No me pidan más.